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Aquello era una buena noticia. No había ningún padre cerca para imponer valores equivocados a los niños. Ningún guardián hipócrita del bien y del mal que impusiera una moral rígida para privar a los niños de lo que necesitaban.

– Iré a hablar con ellos -dijo B. B. animado, como si estuviera ofreciéndose voluntario para el trabajo sucio-. Les pediré que no alboroten.

– Muy amable.

Una pausa incómoda.

– Me gustan sus gafas de sol -le dijo B. B., porque no se le ocurrió ningún otro cumplido.

– Gracias.

– La dejo que siga tomando el sol.

– Sí.

Aunque B. B. no le veía los ojos, estaba seguro de que habían vuelto a cerrarse, y la goma de mascar reanudó su ritmo bovino y adormecido. B. B. se quedó allí un momento más de lo necesario, mirando la grasa que sobresalía por debajo del bañador blanco como si estuviera ante un accidente ferroviario. Teniendo en cuenta su tamaño, tenía los pechos muy pequeños. Debía de ser duro para una mujer ser tan inmensa y ni siquiera tener un poco de pecho para compensar. Aun así, hay hombres que prefieren a las mujeres obesas. Qué mundo tan curioso.

B. B. fue hasta los chicos, que estaban jugando en el otro extremo de la piscina. Chapoteaban en la parte más honda, pero parecían buenos nadadores. Saltaban de un lado a otro, y no dejaban de hablar de un personaje de cómic que se llamaba Daredevil. Por lo visto, el tal Daredevil era ciego y parecía un héroe de procedencia humilde.

– ¿Qué tal, chavales? -preguntó B. B.

Se sentó en una tumbona delante de ellos y les dedicó una nueva sonrisa, una que sabía que los niños que no tienen quien les guíe encuentran tranquilizadora.

– Bien -dijo uno, y el otro lo repitió en un murmullo.

El mayor, que tendría unos doce años, era rubio y estaba moreno y en forma, con pectorales fuertes, estómago plano y pequeños músculos en los brazos. Tenía la nariz demasiado larga y estrecha para ser verdaderamente guapo, y el mentón algo pequeño, pero no le quitaba carácter. No, con aquel físico atlético y ágil, seguro que no era de los que se acobardan ante los matones. El otro, más moreno y cubierto de pecas poco favorecedoras, seguramente rondaría los nueve. Era más delgado, menos agraciado.

B. B. chasqueó los nudillos y se inclinó hacia delante.

– Os gusta ese héroe ciego, ¿eh?

– Sí -dijo el rubio-. Daredevil.

– Es una pena -comentó B. B.-, es una pena que os cuelen ese tipo de cosas. Ahora es imposible ver un programa infantil en el que no salga alguien en una silla de ruedas o con muletas o que le falte un brazo o hable mediante señas como los monos. ¿Y ahora además tenéis superhéroes ciegos? ¿Quieren que admiréis a un imbécil ciego que apalea a los malos con su bastón?

El rubio no dijo nada. El pequeño, sí.

– Lo siento. -Lo dijo muy flojo, con la cabeza tan gacha que el agua burbujeaba en torno a sus labios.

– Y el increíble Hulk -dijo B. B.-. La mayor parte del tiempo es un intelectual y un perdedor, y la otra mitad una mole ridícula y verde. ¿Esto qué es?

– No lo sé -borboteó el pequeño.

– Pero mirad a Superman. Ese sí es un superhéroe. Es inteligente, fuerte, y es siempre así. Finge que es un simplón, pero lo hace para despistar. O Batman. ¿Sabéis por qué me gusta Batman? Porque es una persona normal. No tiene superpoderes. No es más que un hombre que quiere hacer lo correcto y utiliza los recursos que tiene para lograrlo. Y tiene a Robin. Es el mentor de Robin. Me gusta la forma en que colaboran, cómo aprenden el uno del otro. Como debe ser entre un mentor y los chicos a los que ayuda.

– Son cómics de la editorial DC -dijo el rubio.

B. B. sintió que se le revolvía el estómago. Algo feo, mezquino y crítico avanzaba contra él como un ogro. Se sentía la cara muy caliente. ¿Le estaba llamando marica?

– Nosotros no leemos cómics de DC -agregó el chico-, leemos los de Marvel. DC es… es tonto.

Bueno, no le estaba llamando marica. Solo tonto. No pasaba nada. A veces los niños tenían esa idea de que los adultos son tontos o no tienen ni idea. De momento podría vivir con eso. Cuando llevaran un rato con él seguro que lo veían de otra forma.

– Ah, ¿sí? -dijo B. B.-. ¿Y qué otras cosas os gustan?

– A mí me gusta Lobezno -dijo el chico con tono desafiante-. Yo leo sobre todo X-Men.

– Es estupendo -dijo B. B. compadeciendo profundamente un mundo en el que los niños leían cómics con nombres como Los Ex-Men. ¿Qué estaba pasando? ¿Ciegos y transexuales?-. Oye, había pensado en irme a comprar un helado. ¿Os gusta el helado?

– Helado -dijo el rubio y guapo con un inconfundible tono de desconfianza. Como diciendo «¿Y quién lo pregunta?».

No, él lo que tenía que pensar es que eran niños con unos padres inconscientes y descuidados que les inculcaban el miedo porque no eran capaces de enseñarles a diferenciar entre los desconocidos a los que hay que temer y la gente buena que solo quiere ayudar. Sí, a veces les decían lo que no tenían que hacer, pero la mayoría de las veces los adultos no veían más allá de su ombligo. Se trataba de hacer entender a los niños que la norma de «No hables con desconocidos» no era aplicable en aquel caso, porque al desconocido solo le movían las mejores intenciones. Una vez rompías esas barreras, eras libre.

– Hay un IHOP calle abajo. He pensado que a lo mejor os apetecía venir a comer un helado conmigo.

– ¿De verdad? -preguntó el pequeño-. ¿De qué sabor?

– No nos dejan -dijo el mayor mirando a su hermano en vez de a B. B.-. Nuestro padre ha dicho que nos quedáramos aquí. Y dice que no tenemos que hablar con desconocidos.

Allí lo tenía, puntual como un reloj.

– Estoy seguro de que lo que vuestro padre quería decir es que no tenéis que hablar con hombres malos. No veo por qué no iba a querer que hablarais con una buena persona que solo pretende invitaros a un helado. Bueno, el caso es que me llamo William. Todos me llaman B. B., y trabajo con jovencitos como vosotros todos los días. Soy mentor.

No dijeron nada.

– Hasta estamos en el mismo motel -siguió diciendo-. Estoy en la habitación veintiuno. ¿Cómo os llamáis?

– Yo Pete y él Carl -dijo el pequeño.

– Pete y Carl. Bueno, parece que ya no somos desconocidos, ¿no creéis?

– Yo quiero un helado de fresa -dijo el pequeño, casi cantando. Demasiado estridente para el gusto de B. B. Lo que menos le interesaba era tener a un puñado de curiosos metiendo las narices en lo que no les importaba-. El helado de chocolate no me gusta.

– Olvídate. -El hermano meneó la cabeza-. Le preguntaré a mi padre cuando venga esta noche.

– ¿Esta noche? -preguntó B. B., dejando que el tono crítico y de incredulidad se colara en su voz. Una cosa era ser cauto, pero esos chicos se estaban cerrando el camino ellos solos. ¿Cuándo volverían a encontrar a alguien dispuesto a ayudarles, a hacer que se sintieran importantes y especiales, con el control de sus destinos e incluso sus vidas?-. ¿Quieres esperar hasta esta noche? Yo voy a comprarme el helado ahora. Hace calor y me apetece un helado, pero si queréis puedo aguardar unos minutos a que subáis a vuestra habitación y os cambiéis. ¿Cuánto creéis que tardaréis?

– ¡Cinco minutos! -dijo el pequeño.

– Uau, eso sí que es ir rápido. -B. B. sonrió-. ¿Crees que los Ex-Men se vestirían así de rápido?

– No, más -exclamó el pequeño.

A B. B. le costó no dejar que la sensación de triunfo le saliera en la sonrisa. Dios, estaba inspirado.

– No deberíamos ir -dijo el mayor.

B. B. meneó la cabeza con tristeza.

– Bueno, si tu hermano quiere venir solo, no pasa nada. ¿Seguro que quieres quedarte?

La sombra de la duda se extendió por el rostro del niño. Sus pies se movían inquietos en el agua. Se mordió el labio.