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– ¿Y esto qué es? -pregunté señalando con la cabeza a Desiree, que no había dejado de sonreírme amablemente.

– Te acuerdas de Desiree… -dijo él.

– Claro que me acuerdo. ¿Qué hace aquí? ¿Qué hacéis los dos sentaditos tan amigablemente?

– Discúlpanos un momento -le dijo Melford. Se apeó y me llevó a unos cuatro o cinco metros, en dirección a un par de máquinas de periódicos-. Bueno, ¿qué has descubierto?

Decidí que por el momento lo mejor era posponer el asunto Desiree, seguramente discutir con Melford no me llevaría a ningún sitio. Le conté lo que había dicho Vivian, que la mujer seguramente era la madre de Karen.

– Parece que se presentó en el momento equivocado -dijo Melford-. Está claro que Doe tenía sus motivos para que los asesinatos no salieran a la luz y por eso la mató.

– ¿Y qué motivos son esos?

– Las drogas. -Melford se encogió de hombros, como si el tema le aburriera-. Doe tiene algún negocio sucio, y teme más una investigación que pueda dejar al descubierto su negocio que implicarse en unos homicidios. Y eso, amigo mío, es una buena noticia.

– No entiendo cómo un poli loco que trafica con drogas puede ser una buena noticia.

– Mira, Doe y sus amigos han escondido los cuerpos. No parecen muy listos y estoy seguro de que habrán dejado un reguero de pruebas de kilómetros. Si los cuerpos aparecen, las pruebas los apuntarán a ellos, no a nosotros. Pueden decir que no, claro, que ellos no mataron a Karen y a Cabrón, que seguramente los mató un vendedor de libros… y que ellos solo los escondieron. Doe y sus amigos tienen mucho que perder. Y eso, Lemuel, significa que eres libre.

– ¿Qué quieres decir? ¿Que puedo irme sin más?

– Exactamente. Te llevaré a donde tú me digas y, por lo que a mí respecta, puedes recobrar tu vida. Mantén la boca cerrada y aléjate de ese policía y todo irá bien.

– Pero ¿y el dinero que todos andan buscando? No van a olvidarlo fácilmente, y si piensan que tengo algo que ver, es probable que sigan buscándome.

– Olvídate del dinero -dijo Melford, y no por primera vez-. No importa. Mandaron a Desiree a seguirte, pero ella les dirá que no tienes nada que ver. Confía en mí. Está de nuestro lado, e incluso si no lo estuviera, no tendría sentido que les dijera que les has quitado su dinero si no es verdad. Tendrán que buscar en otra parte.

Aspiré a través de los dientes. ¿Es posible que fuera verdad? ¿Nos estarían protegiendo aquellos imbéciles, por sus propios motivos, para salvaguardar sus sórdidos negocios con la droga? No me lo acababa de tragar.

Pero, si he de ser sincero, tengo que admitir que mi alivio quedó empañado en parte por la desilusión. No me gustaba el miedo a que me arrestaran, ni que ese Doe me apaleara, pero Melford me había hecho sentir que formaba parte de algo, algo mucho más importante que un simple asesinato. En un par de días estaría de nuevo en casa, dejaría de vender enciclopedias y todo volvería a ser como antes. Y seguiría necesitando treinta mil dólares para costearme la universidad.

Desiree se apeó del coche. Llevaba los mismos vaqueros que antes, pero en vez de la camiseta transparente con el sujetador oscuro, ahora llevaba puesto el top de un biquini de color mantequilla.

Tenía un bonito cuerpo, no se puede negar, voluptuoso y proporcionado, y en circunstancias normales mi mayor preocupación habría sido mantener los ojos apartados de sus pechos. Sin embargo, tenía que hacer esfuerzos por no mirar la cicatriz. Era enorme, más que ninguna que hubiera visto antes. Empezaba en el hombro, le recorría todo el costado y desaparecía bajo los pantalones. Le cubría casi todo el costado por debajo del brazo, y parte de la espalda.

No era solo que fuese poco común. Me acordé de lo que Bobby me había dicho: el jefe del Jugador, Gunn, tenía a una mujer con una cicatriz enorme trabajando para él. Desiree trabajaba para B. B. Gunn. Melford estaba sentado amigablemente con una mujer que trabajaba para el enemigo, el gran enemigo.

No mirar la cicatriz se me hizo increíblemente difícil. Era como si tuviera su propia gravedad y atrajera mis ojos. Decidí disimular mi incomodidad preguntando.

– ¿Cómo te has hecho esa cicatriz? -Me arrepentí en cuanto las palabras salieron de mi boca. Había muertos de por medio. No se trataba solo de una mujer atractiva con grandes pechos, un biquini de color mantequilla y una cicatriz larga como una toalla de mano. Era una especie de agente del mal. ¿O no?

Ella me miró y sonrió.

– Gracias por preguntar. -Su voz sonó dulce y ligeramente vulnerable-. La mayoría cree que lo más educado es hacer como que no la han visto. Ahí es donde estaba mi hermana antes de que nos separaran. -Se pasó los dedos sobre la cicatriz, rozándola con las yemas de sus uñas sin esmaltar-. Ella murió.

– Lo siento. -Me sentí estúpido al decirlo.

Desiree me volvió a sonreír con dulzura.

– Gracias. Eres muy amable. Tú y Melford sois muy amables.

– Bueno -dije, restregándome las manos-, ¿qué podemos hacer por ti?

– Sobre todo -dijo ella- he venido a ver a Melford. Quería saber cómo puedo ayudar a los animales.

Tuve que sentarme detrás, despojado de mi estatus de compañero, convertido instantáneamente en la rueda de repuesto. Me sentía apagado y rechazado… y apretujado, embutido en aquel pequeño espacio diseñado para niños japoneses, no para adolescentes estadounidenses, junto con un montón de libros viejos. Cuando pregunté adónde íbamos, Melford no me ayudó, se limitó a decir que íbamos a dar una vuelta. Quería tenerme ocupado y fuera de la vista de Doe hasta que me recogieran.

Era difícil oírlo todo desde atrás, pero estaba claro que Melford la tenía embobada. Ella le sonreía como si fuera una estrella del rock, como si estuviera loquita por él. A mí no me gustaba que estuviera tan predispuesta, y no me gustaba que no me gustara. Reconocí la quemazón que se extendía por mi pecho; eran celos, pero ¿celos de qué? ¿Quería para mí a la sexy siamesa o no quería compartir a Melford con ella?

De nuevo tuve la sensación de que me estaba perdiendo algo. ¿Por qué no había intentado Melford averiguar más cosas sobre ella antes de dejarla subir al coche? Quizá el superasesino era menos detallista de lo que yo pensaba.

Cuando llevábamos unos veinticinco minutos yendo arriba y abajo por la autopista, Melford paró en un 7-Eleven porque tenía sed y quería asearse un poco. Cuando se fue, sentí pánico. No quería quedarme a solas con Desiree. No tenía ni idea de quién era realmente, aparte de una empleada de B. B. Gunn. No sabía lo que quería.

Pero Desiree no parecía incómoda. Se dio la vuelta y me sonrió con gesto conspirador.

– Es tan sexy, ¿verdad?

Yo me puse a juguetear con la funda de una casete que había encontrado en el suelo.

– No sé si eres su tipo. Como eres mujer…

– ¿No pensarás que es gay?

– Bueno, más o menos. Pero eso no importa. ¿Quién eres?

– ¿Por qué crees que es gay, porque es vegetariano?

– Claro que no -dije-. Me da igual si es gay o no. Solo digo que a lo mejor no eres su tipo. Pero eso podemos hablarlo cuando me digas por qué nos sigues. A lo mejor a Melford no le importa, pero a mí sí.

– Está muy feo sacar conclusiones sobre los demás basándose solo en las apariencias. Llevo tiempo tratando de comprenderme a mí misma, he leído sobre las auras, la reencarnación, y he utilizado el I Ching. ¿Y tú? ¡Vamos! Decides que es gay porque sí.

– Mira, a mí me da lo mismo. Solo era un comentario.

– ¿Se lo has preguntado?

– No, no se lo he preguntado porque me da igual. -Mi voz era cada vez más aguda-. Tampoco le he preguntado cuál es su color favorito.

– ¿Por qué estás tan molesto?

Melford salió de la tienda con una botella de agua en una mano y las llaves en la otra.