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– Lem cree que eres gay -le dijo Desiree cuando abrió la puerta.

Melford se instaló ante el volante y se giró para mirarme. Me dedicó una amplia sonrisa.

– Mucha gente lo piensa, Lemuel. No te lo reprocho. Espero que no tengas nada en contra de los gays…

– No -espeté-. Esa no es la cuestión. Yo lo que quería era saber quién es Desiree y por qué nos sigue.

– ¿Qué tiene eso que ver con mi orientación sexual? -preguntó Melford-. Me he perdido.

– Yo también. -La voz me salió muy chillona.

Melford miró a Desiree.

– Lem tiene una pregunta válida. ¿Quién eres, y por qué nos sigues?

– ¿Yo? -dijo ella-. Una gente muy mala me pidió que te vigilara, Lem, y que averiguara si te llevas algo malo entre manos.

– ¿Y es así? -preguntó Melford.

– No, que yo sepa. Pero tendré que continuar siguiéndole para asegurarme. A menos -y echó una mirada a Melford- que alguien me distraiga.

La información fue llegando con cuentagotas mientras paseábamos arriba y abajo por la autopista. Tal como yo pensaba, Desiree trabajaba para B. B. Gunn, que tenía sede en Miami y utilizaba el negocio de los cerdos y la venta de enciclopedias como fachada para la venta de drogas. Desiree no parecía tener ganas de entrar en detalles. Dejó muy claro que quería dejar a B. B., y que, aunque no quería traicionarle, había llegado a la conclusión -gracias en parte al I Ching y en parte a Melford- de que tenía que compensar el daño que había hecho participando en aquello. Llevaba ya tiempo buscando algo, una especie de señal, y en el restaurante chino había visto que quizá ese algo era la preocupación de Melford por el bienestar de los animales. Yo no sabía si aquel impulso se vería reforzado o debilitado cuando supiera que el proyecto incluía matar a gente.

– Bueno, ¿y qué hacen los que luchan por los derechos de los animales? -preguntó-. ¿Vuelan mataderos y cosas así?

Melford meneó la cabeza.

– Normalmente no. La principal arma del movimiento es una asociación libre de activistas conocidos en conjunto con el nombre de Frente de Liberación Animal. Lo que hace que funcione tan bien es que para ser miembro del grupo solo tienes que abrazar sus valores, actuar y atribuir tus acciones al FLA. No hay campos de entrenamiento, ni adoctrinamiento, ni juramentos de lealtad. En una escala menor, ser miembro significa atacar locales de comida rápida o tiendas de material de caza, cualquier cosa que implique arrojar una piedra, por pequeña que sea, contra la maquinaria del maltrato a los animales. También hay operaciones más complejas, como rescatar animales de laboratorio o entrar en recintos de investigación o granjas y tomar fotografías que demuestren la crueldad a la que se les somete.

– No sé -dijo Desiree-. Suena a poca cosa. ¿De verdad quieres pasarte la vida atosigando a una gente para que deje de hacer algo que no dejará de hacer? Quizá tendríais que emprender acciones más radicales. Apalear a algún ejecutivo del negocio de la comida rápida, algo así.

– El FLA considera que no se debe dañar a nadie, ni siquiera a los más crueles torturadores de los animales, ya que la idea es que el ser humano puede vivir sin hacer daño a las demás criaturas.

Traté de no saltar cuando le oí decir esto.

– ¿No pueden matar a alguien por muy malo que sea?

Melford meneó la cabeza.

– Si alguien hiciera algo así, si sospecharan siquiera que planeaba algo así, la organización y el movimiento en pleno de lucha por los derechos de los animales lo repudiaría. Se trata de salvar vidas, incluso las de los seres humanos. Aunque las propiedades sí se consideran un objetivo legítimo.

– Eso me parece bien -dijo Desiree.

– Sin embargo, también hay quienes emprenden acciones en asuntos en los que el FLA no actuaría, que creen que en circunstancias extremas la violencia es un mal necesario. El núcleo del movimiento por los animales nunca lo aprobaría, ni siquiera en privado.

– Supongo que es lo correcto -dijo Desiree-. No tiene sentido que apoyes la idea de proteger los derechos de todos los seres vivos si luego empiezas a seleccionar quiénes tienen derecho y quiénes no. Sería como cuando estás en un restaurante y eliges el pescado que quieres que te cocinen de una pecera.

Melford sonrió.

– Es verdad.

Desiree sonrió ante aquella mentira tan grande de Melford, como si se alegrara de contar con su aprobación. Lo más absurdo es que yo sabía cómo se sentía. Y sabía que Melford estaba mintiendo. ¿Qué decía eso de la facilidad con la que había acabado valorando yo su opinión? De no haberlo sabido por experiencia, por la experiencia de haberle visto matar a dos personas, jamás habría pensado que mentía. De pronto me sentí inquieto, tenía ganas de bajarme del coche, de huir.

– ¿Puedo hacerte una pregunta? -dijo Desiree.

– Claro.

– ¿Qué pasa con la investigación médica? No sé, a lo mejor es desagradable utilizar a los animales como objeto de los estudios, pero conseguimos resultados. ¿No es importante encontrar una cura a las enfermedades?

– Absolutamente -concedió Melford-, pero utilizar a los animales para lograrlo es otra historia. Mira, aquí hay dos cuestiones, una ética y la otra práctica. La ética es que, incluso si es conveniente que torturemos y matemos a los animales por nuestras necesidades, ¿es correcto hacerlo? Si pudiéramos lograr mejores resultados utilizando a presos o niños no deseados o desgraciados, elegidos al azar, ¿sería correcto que lo hiciéramos? En otras palabras, ¿el fin justifica los medios? O valoramos la vida de los animales o no la valoramos, y si la valoramos, es una incongruencia que hagamos excepciones porque nos conviene.

– No sé si estoy de acuerdo. Son animales, no personas. ¿Por qué no aprovecharnos de nuestra posición privilegiada en la cadena alimentaria? No juzgamos a los leones por comer cebras.

– Los leones no pueden elegir no comer cebras. La ética no tiene nada que ver. Ellos están diseñados para hacer eso. Nosotros sí podemos elegir conscientemente si comemos o no animales, por tanto se nos puede juzgar por nuestras decisiones.

– De acuerdo, lo acepto -dijo Desiree-. Pero no estoy de acuerdo en que las enfermedades nos maten por no haber utilizado a los animales para investigar.

– Ese es un punto difícil. Seguramente es el que más le cuesta aceptar a la gente. Una persona con sentido de la ética puede renunciar a los perritos calientes y las hamburguesas, pero la cuestión de los experimentos con animales siempre presenta un dilema. Te diré algo que te hará reflexionar: la mayoría de los experimentos que se hacen con animales son completamente inútiles.

– Oh, vamos -intervine yo-. ¿Por qué iban a hacerlos si son inútiles?

– No nos engañemos. Seguramente los laboratorios médicos están llenos de investigadores bienintencionados, pero necesitan quien financie su trabajo. Tienen que solicitar subvenciones y presentar proyectos. Y para conseguir las subvenciones, deben experimentar con animales… así de simple. La gente que financia la investigación médica está convencida de la eficacia de la experimentación con animales, y ningún dato científico cambiará eso.

– A lo mejor lo creen porque funciona -sugirió Desiree.

– La mayoría de los animales que se utilizan en los laboratorios son mamíferos, y genéticamente están muy próximos a nosotros, pero eso no significa que respondan a una enfermedad o a un medicamento igual que nosotros. Los chimpancés, por ejemplo, son nuestros parientes más cercanos. Más que los gorilas. Pero ¿sabes lo que pasa si a un gorila le das PCP, polvo de ángel? Que se duerme. El PCP tiene un efecto sedante en los gorilas. Piénsalo. Una droga que a nosotros nos convierte en monstruos, a ellos les hace dormir. Y son lo más parecido a nosotros que hay. Así que, si una droga tiene o deja de tener efecto en un chimpancé, una rata o un perro, ¿qué nos dice eso sobre el efecto que tendrá en los humanos? En última instancia, no nos dice nada.