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– Encima de la ropa, cielo. Queremos ser invisibles para poder entrar, pero una vez estemos dentro tenemos que parecer normales. -Miró el top de su biquini-. Aunque mejor luego te dejas puesto el jersey.

Cuando estuvimos vestidos de negro y con los pasamontañas puestos, Melford nos dio la señal y avanzamos hacia el césped como un trío de comandos, con la cabeza gacha, al encuentro con lo desconocido.

Yo ya estaba sudando, pero también sentía la adrenalina. Por un instante comprendí por qué Melford era Melford, entendí la emoción de hacer algo prohibido, de saltarse las barreras, de rechazar lo mundano y lo estable. Y no éramos ladrones movidos por la codicia. Estábamos desafiando a la autoridad por una causa moral. Que creyera o no en esa causa parecía irrelevante. El hecho de estar allí hacía que me sintiera vivo.

El exterior estaba muy mal iluminado; Melford nos hizo seguir por uno de los lados del edificio hasta unos escalones de hormigón que subían a una puerta lateral metálica. Abrió su bolsa y sacó la ganzúa, la que había utilizado en la caravana de Karen, y en un par de minutos la puerta se abrió. Entramos.

Dentro estaba muy oscuro, no había luces ni ventanas. Melford sacó una linterna y nos dijo que nos quitáramos los pasamontañas y la ropa… menos el jersey de Desiree.

– La seguridad es mínima -dijo en un susurro-. Hay algunos guardas, pero casi no hay cámaras. Si aparece algún guarda, dejad que hable yo.

Después de meter la ropa en su bolsa, se la echó al hombro y seguimos avanzando. Estábamos en una especie de almacén… había estantes de metal llenos de cajas, la mayoría con la etiqueta de Suministros Médicos. Había tarros de cristal con líquidos de aspecto peligroso, bolsas de comida para perro, para gato, para conejo, rata y mono. Cada una de estas cosas despedía su propio olor, pero por debajo se percibían olores de hospital, a productos químicos y antiséptico.

Melford encontró la puerta y salimos del almacén a un largo pasillo con paredes de hormigón, adornado con una inexplicable franja de color verde azulado, y con suelo de linóleo beis. Las luces principales estaban apagadas, pero había los suficientes fluorescentes encendidos para que Melford pudiera apagar su linterna. Aquello parecía un hospital por la noche.

Giramos a la derecha, luego otra vez a la derecha y después subimos unas escaleras hasta otra planta que se parecía bastante a la que acabábamos de dejar. Seguimos a Melford por un pasillo, hasta una puerta donde ponía Laboratorio 6. Estaba cerrada, así que la ganzúa apareció de nuevo. Desiree vigilaba mientras yo trataba de ver algo por el cuadrado de cristal tintado y Melford trabajaba con la cerradura. En menos de un minuto ya estábamos dentro.

Cuando la puerta se abrió, supe que había cruzado algo mucho más metafórico pero también más tangible que una puerta. Sí, había visto la granja de cerdos, había visto lo terrible que era, la degradación -si es que ese término puede aplicarse a los cerdos- y las condiciones tan míseras en las que tenían a los animales, pero aquello era distinto. Después de todo, la granja de cerdos pertenecía a un policía corrupto, y su propósito era criar cerdos para poder sacrificarlos. Era una parada entre la nada y la muerte, y nadie esperaba que fuera otra cosa. Los cerdos no eran más que prebeicon, prechuletas, prehamburguesas, su sacrificio estaba predestinado y era inevitable. La granja era un lugar donde reinaban el horror y la miseria, un horror y una miseria tal vez innecesarios, pero no dejaba de tener su sentido.

En cambio lo que estaba viendo era otra cosa. Tres de las paredes estaban cubiertas de pequeñas jaulas, y en cada una había un pequeño mono grisáceo, del tamaño de una muñeca, delgado, con rostro expresivo. La habitación apestaba, pero no como la granja -que olía a miedo y excrementos-, sino a seres vivos que se están pudriendo. Olía a excrementos frescos, a vómito, a orina, a podredumbre. Al principio pensé que los monos estaban dormidos, pero cuando Melford encendió la luz, vi que tenían los ojos abiertos. Estaban tendidos de costado, y la mayoría jadeaba, con los ojos muy abiertos, siguiendo nuestros movimientos con un terror inconfundible. Muchos emitían una especie de gemido. Uno se mordía el labio y se aferraba a las rejas de su jaula con un movimiento repetitivo y desesperado.

Al otro lado de la habitación, otro se incorporó, se mantuvo derecho como pudo y nos chilló… Era un chillido débil pero desafiante. Enseñó los dientes. Y entonces sus patas parecieron ceder bajo el peso del cuerpo y cayó sobre un montón de color marrón que podían ser excrementos o comida.

Melford sacó la cámara de su bolsa y se la pasó a Desiree.

– Empieza a hacer fotos -le dijo. Entretanto, él se puso a registrar el laboratorio. No tardó en encontrar una carpeta, y nos la enseñó-. Muy bien, aquí está. ¿Sabéis qué prueban con estos monos? ¿Una cura para el cáncer? ¿Regeneración cerebral para las víctimas de una apoplejía? ¿Cirugía vascular para bebés con defectos congénitos? Pues no. Forman parte de un DL50, es decir, una «Dosis Letal 50%». Se trata de estudios rutinarios para determinar qué cantidad de cada producto de uso doméstico causa la muerte del cincuenta por ciento de los sujetos de estudio. Los hacen con los desatascadores de tuberías, el jabón de los platos, el aceite de motor, lo que quieras. ¿Sabéis qué están probando con estos? Papel de fotocopiadora. ¿Cuánto papel de fotocopiadora pueden obligar a comer a estos monos antes de que el cincuenta por ciento de ellos muera?

Desiree dejó de hacer fotografías. Su mirada se posó en un mono que estaba tumbado de costado, con un brazo hacia atrás y el otro caído sobre la cara. Su pecho subía y bajaba dolorosamente.

– Pero ¿por qué? ¿Qué sacan con eso?

– Exactamente lo que he dicho… saber cuánto papel de fotocopiadora hace falta para matar al cincuenta por ciento de los sujetos de estudio -dijo Melford-. Mirad, lo que debéis entender es que estos tests ya no tienen ningún objetivo. Quizá hubo una época en que sí se utilizaban para descubrir algo útil. No por eso eran más correctos, pero al menos eran prácticos. Ahora no son más que otro formalismo. Se hacen porque las empresas de seguros quieren datos para elaborar sus tablas de peligrosidad. Porque si no algún abogado podría denunciar a la compañía por no realizar los pertinentes tests de seguridad. Los hacen porque es la norma. Millones y millones de animales son torturados y asesinados todos los años porque sí.

– No me lo creo -dijo Desiree.

Yo había dicho lo mismo aquella tarde. Tenía delante a los cerdos, Melford me estaba explicando cómo los tenían, por qué, y lo que eso podía suponer para la gente que se los comería, y no le creí. Lo estaba viendo y no me lo acababa de creer.

– Créelo -dijo Melford-. Lemuel, mira, allí. Estamos de suerte. Hemos encontrado unas cintas de vídeo.

Mientras Desiree terminaba de hacer las fotografías, él y yo metimos las cintas de vídeo en su bolsa. Luego apagamos la luz y salimos. Melford consultó su reloj.

– No conviene tentar a la suerte, y no queremos que nuestro amigo Lemuel se convierta en calabaza si no llega a tiempo para que le recoja su carruaje, pero ¿por qué no entramos en otro laboratorio? Quería ver el Laboratorio 2 por mí mismo. He oído cosas.

Le seguimos, giramos la esquina y Melford abrió otra puerta. Esta vez fuimos recibidos por el sonido de unos gimoteos apagados. El olor no era muy distinto del que había en el laboratorio de los monos, pero cuando Melford encendió la luz nos encontramos con una habitación llena de jaulas de perros, unas encima de las otras. Estaban separadas por delgadas láminas de madera que no servían de gran cosa: las heces de los animales de arriba caían sobre los de abajo.

Algunos soltaron un ladrido vacilante, pero la mayoría se limitaron a observarnos. Descansaban con la cabeza sobre las patas y los ojos muy abiertos, mirándonos. A lo lejos oí que uno lloriqueaba.