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No me desvié de mi objetivo, el cheque. Al menos no hasta que vi que Karen abría los ojos como platos, se ponía blanca y su boca se abría formando un cómico O de sorpresa. En ese mismo momento, Cabrón se cayó al suelo con silla y todo, derribado por un puño invisible que le dejó un bonito agujero en la frente, oscuro y sanguinolento.

Esta vez sí lo oí. Un paf escueto, y Karen cayó también, pero sin la silla, solo ella. El segundo disparo no fue tan limpio como el primero. Era como si alguien le hubiera golpeado entre los ojos con la parte ganchuda de un martillo. La sangre empezó a formar un charco alrededor de su pelo sobre el suelo de linóleo. Había un olor muy fuerte y desagradable. Pólvora. Yo nunca había olido la pólvora, pero sabía que eso era lo que estaba oliendo. Y junto con aquel olor tan fuerte, sentí una certeza terrible. Se habían efectuado dos disparos, habían disparado a dos personas en la cabeza. Dos personas habían sido asesinadas.

Yo no tenía que estar allí. Me habían admitido en la Universidad de Columbia, pero mis padres se negaron a pagar. Yo solo quería reunir el dinero. Quería dinero para poder pagar la universidad. Nada de todo aquello tenía que ver conmigo, así que cerré los ojos con fuerza, esperando que la escena se evaporara. Pero no se evaporó.

Me di la vuelta.

3

Unos días antes de que yo llegara al pueblo con los otros vendedores, Jim Doe se sentía inquieto. Se decía a sí mismo que tenía que dejarlo, que el riesgo no valía la pena. Estaba en su coche patrulla, vigilando los coches que pasaban, dejando que algunos de aquellos gilipollas que iban quince o incluso veinte kilómetros por encima del límite de velocidad escaparan porque sentía demasiada pereza para salir a detenerlos. Aquello le excitaba. Había algo en el hecho de estar allí sentado, con la radio puesta muy baja, oyendo los gorgoritos de los Oak Ridge Boys o Alabama, envuelto en el olor de las patatas fritas de Burger King, con el fuerte toque de chocolate y bourbon de su botella de Yoo-hoo adulterada. Le recordaba exactamente lo que sabía que no tenía que hacer. Después de todo, se trataba de instinto. No se le puede pedir a un lobo que deje de ser lobo. Doe vio un deportivo rojo que parecía perfecto y puso la sirena. Solo de oírla se le levantaba; era como volver a tener diecisiete años.

Puedo imaginarme al lector refunfuñando. ¿Cómo -te estarás preguntando-, cómo sé yo todo esto? ¿Soy secretamente Jim Doe además de Lem Altick? ¿Se trata de una historia de personalidad múltiple?

No. Pero los acontecimientos de aquel fin de semana fueron muy relevantes en mi vida, todo lo relevantes que podían ser, y he dedicado mucho tiempo a hablar con los supervivientes, con las personas que escaparon, las que esquivaron a la policía, los policías a los que esquivaron, con la gente que fue a la cárcel y la que evitó ir a la cárcel. He hablado con todos. Y he hecho una síntesis. Así que creo que tengo una idea bastante aproximada de lo que pasaba por la cabeza de Jim Doe.

Además, has leído esas memorias; ya sabes a cuáles me refiero. Las de la miserable infancia del escritor irlandés que recuerda con una claridad sobrenatural qué sombrero se puso su tía Siobhan en la fiesta de su séptimo cumpleaños, a qué sabía el pastel y quién le regaló la naranja y quién el huevo cocido. No, no me lo trago. Nadie recuerda esa clase de detalles. No es más que una licencia creativa para vestir una historia real. Y eso es lo que estoy haciendo. Esta es mi historia, y pienso contarla como quiera.

Bueno, volvamos a Jim Doe y al deportivo rojo.

La mujer que lo conducía no era tan atractiva como Doe esperaba, pero tendría veintitantos. Como mucho treinta y pocos. El pelo rubio y rizado le gustó, y vestía muy sexy, con una de esas camisetas sin cuello a las que las mujeres se aficionaron tanto después del estreno de Flashdance. Nada de aquello compensaba la nariz grande y los labios gruesos que tenía como empotrados en la cara, ni los ojos, que eran demasiado pequeños para aquella cabeza. Aun así, la hizo parar. A ver qué pasaba.

Estaba empezando a oscurecer. Ya tendría que haber llegado a casa de Pam. Era el cumpleaños de Jenny, y tenía que llevarle algo. La niña tenía cuatro años y sabía lo que era un cumpleaños. Si su padre no se presentaba, si no le llevaba ningún regalo, seguramente le sentaría muy mal. Pam se encargaría de eso. Y no solo ella, también esa zorra de Aimee Toms.

Tarde o temprano se encontraría con Aimee en el Thirsty Bass, o en Sports Hut, o en Denny's, y entonces ella se acercaría para sentarse con él, pondría cara compungida, le sonreiría levemente y le contaría la decepción de Jenny al ver que su padre no le había llevado nada para su cumpleaños. Siempre tenía aquella actitud. La misma que todos aquellos idiotas del departamento del sheriff, aunque Aimee era la peor. Lo miraba por encima del hombro. ¡Ja! Aimee mirándolo a él por encima del hombro. Si tan lista era, ¿cómo es que parecía una tortillera? A ver si alguien puede contestar a eso.

Así que se acercaría, con sus hombros de jugadora de rugby bien cuadrados, y menearía la cabeza, o le estrecharía la mano. Y le soltaría el rollo. Que si ella no era quién para decirle lo que tenía que hacer. Que si era una situación incómoda, pero era amiga de Pam, y además policía, y sabía lo duro que aquello era para los dos. Muchos policías se divorciaban, pero los hijos… los hijos son lo que importa.

A lo mejor, si alguna vez alguien se emborrachaba lo suficiente como para dejarla preñada, sabría si los niños eran importantes o no. Evidentemente, a Doe no le gustaba acordarse de la vez en que él estaba tan borracho que se le acercó por detrás, le echó mano al culo y se puso a cantar «Amy what you gonna do?», esa canción espantosa de los Pure Prairie League. Y ella se apartó como si se creyera la reina de Inglaterra. O porque le gustaban las mujeres, supuso. Como Pam. Seguramente Aimee se entendía con su ex. ¿Por qué el mundo estaba tan loco?

Así que, si le venía con el cuento, Jim tenía muy claro lo que iba a hacer. En realidad era muy simple. Sacaría su arma y le volaría la tapa de los sesos a Aimee. ¡Bang! Así, sin más. Oh, mierda, Aimee, ¿dónde está la tapa de tus sesos? A ver si juntos podemos encontrarla. Después de todo, eres amiga de Pam y además policía.

Que Aimee Toms le mirara con esa suficiencia… ella, que no era más que una vulgar policía del condado. Allí Doe era el jefe de la jodida policía. Y alcalde. ¿Cuánto ganaba Aimee? Con suerte sacaría unos treinta mil al año… si es que aceptaba algún pequeño soborno, aunque ella no haría eso jamás, por supuesto, porque eso no estaba bien. Que Pam fuera su amiguita tortillera. Así ella le haría de padre a Jenny y le ahorraría a él muchas molestias.

Decidió que cuando terminara con la mujer del deportivo se pasaría por el drugstore y le compraría algo a su hija. Una muñeca, algún juguete de Play-Doh. De verdad, él lo único que quería era evitar que Pam le insultara con esa bocaza que tenía y que Aimee le dedicara esa mirada de lástima que cualquier día conseguiría que le saltara la tapa de los sesos. Pero la cuestión era que no soportaba a Jenny, siempre agarrada de su pierna, enganchada a él, «Papá, papá, papá». Pam se estaba haciendo mayor, pero aún tenía una cara aceptable, y las tetas, y el culo, aunque cada vez lo tenía más gordo, y la niña veía a su papaíto como el gran jefe. Entonces, ¿por qué su hija le resultaba tan repulsiva? Y tenían que cambiarle la alimentación, porque era más fea que Picio y se estaba poniendo como una foca. Doe había vivido mucho y llamaba a las cosas por su nombre, y sabía muy bien que la grasa y la fealdad eran una combinación muy mala para una chica.

Se apeó del coche y se quedó allí plantado un momento, observando a la mujer a través de sus gafas de sol de espejo. Quería verla bien y que ella tomara conciencia del policía grande y malo que la tenía en su punto de mira. Sabía muy bien la imagen que daba. Nunca se le pasaban por alto las sonrisitas apocadas. «Oh, hola, agente.» Como si fuera uno de esos strippers masculinos que contrataban para las despedidas de soltera. ¿Y qué si tenía un poco de barriga? A las mujeres no les importan esas cosas. Lo que les importa es el poder y la autoridad, y él tenía mucho de eso.