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Me sentía más tranquilo de lo que esperaba, más quizá de lo que me convenía. El corazón me latía con fuerza y las manos aún me temblaban, pero no me importaba. La calidez que emanaba de Chitra, su silencio apreciativo, su sonrisa aliviada y divertida, eran como el péndulo de un hipnotizador.

Pasamos de largo junto a la piscina y volvimos a la protección del motel. No tenía ni idea de adónde íbamos, y creo que Chitra tampoco. Nadie de los grupos de ventas se alojaba en aquella parte del motel. Subimos la escalera y caminamos por la galería de la primera planta mirando por la barandilla, que estaba pintada de blanco pero ya empezaba a oxidarse. Nos detuvimos donde el edificio giraba y el ala tomaba la forma de un bumerán. Allí había otro par de máquinas expendedoras -de comida y bebida- y una máquina de hielo.

Chitra volvía a estar apoyada contra una máquina expendedora y yo estaba algo inclinado ante ella, como Ronny Neil antes. Solo que esta vez ella sonreía. Me cogió de las manos.

– Eres muy listo.

– Entonces ya somos dos. ¿Qué hacías detrás de los arbustos con ese idiota?

Chitra se rió y su piel color caramelo se oscureció por el rubor.

– Me dijo que en la máquina había un refresco indio. No entiendo cómo pude creerle.

– Yo tampoco. Uau.

Rió de nuevo.

– Sé que suena idiota, pero resulta que los propietarios de este motel son indios. No sé, tampoco sería tan raro.

– Cierto. Se puede comprar chutney en la máquina del vestíbulo.

Seguía riéndose.

– Deja de burlarte de mí.

– Vale. Quizá lo haga.

Durante un rato no dijimos nada. Ella me mantenía la mirada y sonreíamos. Yo sabía que tenía que besarla. Lo sabía. Pero era de la India. ¿Cómo hacían estas cosas allí? A lo mejor la ofendía. A lo mejor besarse era lo último que Chitra tenía en la cabeza, quizá estaba enzarzada en algún misterioso ritual hindú de agradecimiento y si intentaba algo me odiaría. Sería tan malo como Ronny Neil.

Pero de pronto Chitra ya no estaba sujetándome las manos. Me había cogido por los brazos y me los frotaba arriba y abajo. Di un paso al frente, Chitra me puso las manos detrás del cuello y tiró de mí para besarme.

Tenía los labios suaves y cálidos, sentía su aliento formando pequeños remolinos en mi boca. Y entonces se apartó. Y sonrió.

Yo… no sé, esperaba algo más apasionado y desgarrador. Por otra parte, me gustó su dulzura.

– Me alegra que hayas sido tú quien me ha salvado -dijo Chitra-. No me habría gustado tener que besar a Scott de esta forma.

– A mí tampoco. Mira, Chitra. Estás muy guapa a la luz de esta máquina de Coca-Cola. No me malinterpretes. Pero, me estaba preguntando si podíamos ir a algún sitio más… ya sabes, más privado.

– ¿No estarás tratando de llevarme a tu habitación?

Se me escapó una risa nerviosa que incluso a mí me pareció idiota.

– Oh, ¿para que nos encontremos con Ronny Neil otra vez? No, la verdad, no era eso lo que tenía en mente. Había pensado en un sitio con sillas. Podríamos llamar a un taxi y salir a tomar algo. El caso es salir de aquí.

– ¿Quieres una hamburguesa?

– No -dije-. La verdad es que no.

– Yo tampoco. Ya vale de tomarte el pelo. Sabes, es sorprendente que no te fijes en las cosas que te rodean. No imaginas las posibilidades que se abren ante ti, ni siquiera cuando las tienes delante.

Me la quedé mirando. Sonaba demasiado parecido a algo que hubiera podido decir Melford.

– Chitra, me gustas mucho. Pero, de verdad, no sé qué pretendes decirme.

Sus grandes ojos, oscuros y muy abiertos, se clavaron en los míos.

– Lo que pretendo decirte es que en este motel hay habitaciones que cuestan treinta y nueve dólares la noche.

Me sentí como si me hubiera dado una patada en la barriga el pie más maravilloso de la Tierra. Estaba asustado, aterrado. Quería decir que no, pisar el freno, pero esa habría sido otra forma de cobardía, y yo lo sabía.

– ¿De verdad?

– Segurísimo. A la entrada hay un gran letrero con el precio. -No me refería a eso.

– Ya sé que no te referías a eso. Me gustaría compartir una habitación contigo. No sé lo que pasará dentro, pero creo que puedo confiar en ti. Solo quiero alejarme de todo y de todos por un rato, hablar en privado, que tengamos nuestro propio espacio. Sé que hablar en una habitación de un motel suena muy sugerente, pero confío en que no pase nada para lo que no esté preparada. ¿Puedo confiar en ti?

– Por supuesto -le dije, extrañamente aliviado por no tener que perder mi virginidad todavía-. Pero si lo descubren -añadí-, te despedirán.

– No quiero volver si tú ya no estás.

Esta vez la patada en el estómago fue menos placentera. No le había hablado a nadie de mis planes de no volver, ni siquiera a Melford.

– ¿Cómo sabes eso?

– Oh, vamos. Esta noche te vi bajar del coche de tu amigo Melford. Está claro que ya ni siquiera intentas vender.

– Es muy complicado -dije.

– No tienes por qué darme explicaciones.

– Quiero hacerlo, pero en estos momentos no puedo.

– ¿Tienes algún problema? No te habrá metido en alguna cosa peligrosa o ilegal…

No quería mentirle abiertamente, así que enfoqué el asunto de otro modo.

– Melford es una persona complicada.

– Veo que no me contestas. Sigo pensando que hay algo raro en él.

– En Melford no hay nada que no sea raro. Pero que no quiera vender no tiene nada que ver con él. Ha salido de mí. Ya no quiero seguir haciendo esto. Pagan bien, pero no vale la pena.

– Te entiendo perfectamente. El fin de semana pasado gané tanto dinero que casi ni me di cuenta de lo mal que me sentía. Pero este fin de semana es como si fuera a marchas forzadas. Esperaba poder verte, pero si no piensas volver creo que me sentiré fatal.

No podía creer que me estuviera diciendo aquello. Me sentía indigno.

– Yo siento lo mismo -dije. Muy estúpidamente, imagino. Ella rió un poco.

– Mi padre se alegrará cuando lo sepa. Necesitamos el dinero, pero no le gusta que venda de casa en casa.

– ¿Crees que le caeré mejor que Teddy?

– Se llama Todd. Y mientras no seas ni Todd ni paquistaní, todo es negociable.

– Entonces ya tengo dos puntos a mi favor. Bueno, vamos a por esa habitación -dije-. Pago yo.

– A las mujeres nos gustan los hombres generosos.

Nos volvimos hacia la escalera y nos detuvimos en seco. Bobby estaba allí, con los brazos cruzados y los ojos convertidos en dos rayas acusadoras.

– Me han dicho que habías venido hacia aquí.

Bobby nos miraba con expresión iracunda. Me miraba con expresión iracunda. Su rostro redondeado estaba muy rojo. También los ojos estaban rojos, como si hubiera estado llorando.

Abrí la boca para darle alguna débil excusa, como, por ejemplo, que solo estábamos tomando un refresco. Decidí ahorrármela.

– El Jugador quiere que vayas ahora mismo a su habitación -dijo.

Su voz tenía un tono sombrío. Tardé un instante en reconocer lo que era, pero cuando lo supe, era inconfundible. Era más que ira. Era rabia.

– ¿Para qué?

– Tú limítate a seguirme.

Miré a Chitra.

– No sé. No quiero dejar a Chitra sola. Ronny Neil estaba acosándola hace un rato y es posible que siga por aquí buscando problemas. No es seguro.

– A nadie le gustan los chivatos -dijo Bobby.

– ¿Chivatos? No sé si se puede hablar de chivarse cuando lo que denuncias es un intento de violación.

Él siguió impertérrito. Pero Chitra me puso una mano en el hombro.

– No pasa nada. Iré a la piscina y procuraré quedarme donde haya gente.

– No vayas sola a ningún sitio.

Ella sonrió.

– No lo haré.