Todo era cierto. A corto plazo, Doe tenía relativamente poco que ganar con aquello y nada a largo plazo. De hecho, la única razón por la que seguía dudando de Doe era aquel chico, Altick, que decía haberle visto merodeando cerca de la caravana de Cabrón. Pero supuso que eso podía ser por la chica.
Durante unos minutos, permaneció sentado en silencio, pensando.
– ¿Y esos son los dos puntos?
– No, hay uno más. El punto número tres es que B. B. ha llamado hoy a la comisaría tratando de fingir otra voz y ha dicho que tú mataste a Cabrón y te llevaste la pasta. Bueno, no sé quién tiene el dinero, pero a lo mejor no es tan importante, porque lo que está claro es que B. B. ha decidido joderte y seguro que prefieres tenerme de tu lado.
– Si forzaba la voz, ¿cómo sabes que era B. B.?
– Porque es un imbécil y le reconocí. Además, ¿quién sabe que Cabrón está muerto aparte de tú, yo, B. B., y esa puta?
– ¿Y cómo sé que no eres tú el que trata de joder a B. B.?
– Tendrás que decidir a quién crees, porque si B. B. descubre que no voy a por ti, es posible que tenga un plan de emergencia y te coja por sorpresa.
El Jugador terminó su bebida y dejó su vaso de plástico.
– De acuerdo -dijo al cabo de un minuto, un minuto que dejó pasar sobre todo para hacer esperar a Doe-. Lo tendré presente. Pero dejemos clara una cosa. No me importa si te has llevado el dinero o no. Este es tu territorio, y tú tienes que mantenerlo limpio. Comprobaré lo que me has dicho de B. B. Si descubro que me estás engañando, me voy a enfadar mucho. Pero si lo que dices es verdad, tendremos una nueva dirección, y la nueva dirección quiere que soluciones este embrollo. -Se puso en pie-. Porque si no eres capaz de hacer eso, no me sirves. Así que para el lunes por la mañana quiero tener el dinero o que me expliques adónde ha ido a parar. Y si te decides por el número dos, ya puedes esmerarte para convencerme. Y ahora lárgate.
Doe se terminó su botella y la dejó caer en el suelo.
– Eso me gusta -dijo-. Me gusta ese tono autoritario. Es lo que necesitamos por aquí. -Fue hasta la puerta y se dio la vuelta-. ¿Quieres que me ocupe de B. B.?
– ¿Por qué? ¿Es que te va todo tan bien que te sobra tiempo?
– No -dijo Doe-. Había pensado que preferirías no mancharte las manos. Pero haz lo que quieras, jefe.
Cuando Doe se fue, el Jugador se levantó para ponerse otra bebida. Así que ese cabrón de B. B. estaba tratando de joderle… ¿Por qué? En realidad era tan patoso que no le preocupaba. Una llamada anónima. Había perdido el control, pero, aun en el caso de que no tramara nada malo contra él, lo mejor era quitarlo de en medio.
Tal vez sí había un orden en el universo, pensó. Tal vez había una forma de convertir los pasivos en activos. Y, tal vez, pensó, había una forma de convertir la ira inapropiada de Scott en algo mucho más útil.
Después de la poco satisfactoria reunión con el Jugador, B. B. se fue a un McDonald's a tomar un batido de fresa y empaparse un poco del color local. Le gustaban los McDonald's. Siempre había montones de niños felices comiendo aquella porquería con la que tanto disfrutaban. En su trabajo en la Young Men's Foundation él solo veía a niños que no eran felices. Pero los otros también le gustaban.
Se había llevado un periódico, pero no pudo leer. Se quedó mirando la nada, tratando de evitar la mirada del chico negro de ojos grandes que estaba tras el mostrador y que actuaba como si nunca hubiera visto a un hombre bebiendo un batido de fresa. Pero seguro que no era la primera vez, allí debía de pasar con bastante frecuencia.
Después de casi una hora sin nadie interesante a quien mirar, B. B. volvió al hotel. Tendría que haber estado pensando en el dinero, pero eso era trabajo de Desiree. ¿Dónde estaría? No había sabido nada de ella en todo el día, salvo por aquella llamada apresurada en la que le dijo que el chico parecía inofensivo y limpio y que le seguiría un poco más. No era propio de ella no llamar con más frecuencia.
Cuando iba hacia su habitación desde el aparcamiento, vio que en la puerta había un papel sujeto con celo. Era una hoja de color amarillo y con líneas anchas, arrancada de una libreta. Cuando lo despegó, el celo se llevó un buen trozo de la pintura azul aqua de la puerta.
Sería del Jugador o de Doe, tal vez de Desiree. Pero la letra era torpe e infantil.
Señor, mi padre dice que volverá tarde y mi hermano se ha ido con su tía. ¿Puedo tomar ese helado ahora y hablarle de una cosa que me ha pasado con mi padre? Carl, habitación 232.
Dobló la nota y la sujetó con las dos manos. Y luego la desdobló y volvió a leerla. Sostuvo el papel en una mano, luego en la otra, como si pudiera evaluar su importancia por el peso.
¿Sería una broma? Pero ¿quién podía gastarle una broma así?
¿Y para qué? Por otro lado, ¿cómo sabía el niño el número de su habitación? Quizá había preguntado al indio de recepción. Se suponía que no tenía que dar ese tipo de información, pero sabe Dios la idea que tendrían de la privacidad en un país donde el ganado entraba y salía a sus anchas de las casas. Además, Carl no era más que un crío, y seguramente no pretendía nada malo. Carl, pensó. Carl.
Entró en su habitación y se lavó la cara, se peinó y se puso un poco de loción para después del afeitado. No mucha, a los niños no les gustaba, pero lo bastante para oler a hombre maduro y sofisticado. Eso es lo que a los niños de la edad de Carl les gustaba de un mentor. Les gustaba estar en presencia de un hombre que supiera cómo hablar con un niño.
Y no es que Carl valiera tanto esfuerzo. No había razón para pensarlo. Tenía a Chuck Finn esperándole en casa, y él sí lo valía. Aun así, pasar un rato con Carl podía resultar productivo. Desde luego, al chico le sería de ayuda, y al fin y al cabo ese era su trabajo. Lo hacía por los chavales, aunque también por sí mismo. Le gustaba sentirse útil. Y había otra cosa, algo que tenía en la periferia de su mirada, que quedaba justo fuera del alcance de su oído, un olor demasiado impreciso para identificarlo pero lo bastante intenso para que lo notara. Pero no, aún no había llegado el momento, quizá la semana siguiente, quizá con Chuck, pero no ahora.
B. B. se sentía como si se hubiera manchado el traje en la autopista, así que se sacudió la ropa, salió de la habitación, subió la escalera y fue hacia la parte de atrás, hasta que dio con la puerta. A lo lejos oía la música electrónica procedente de alguna habitación. Aquellos idiotas tendrían que aprender a ponerla más baja. Pero la habitación de Carl estaba en silencio. Las cortinas estaban echadas, pero había una luz encendida, y se oía el zumbido del televisor. Antes de llamar, sacó la nota y volvió a leerla, para asegurarse de que estaba en la habitación correcta y de que no había malinterpretado las intenciones del chico. No, no había error posible. Le había invitado.
Llamó con firmeza pero con suavidad. Al menos eso esperaba. Oyó una voz que le decía que entrara. B. B. probó el picaporte y vio que la puerta no estaba cerrada, así que empujó y abrió.
Sobre la cama había un tractor de juguete amarillo, y supo que estaba en la habitación correcta. Pero allí no había ni rastro de Carl e, inexplicablemente, unas láminas de plástico translúcido cubrían el suelo.
– Hola -llamó.
– Ya salgo -dijo la voz, estridente e infantil.
Por un momento B. B. sonrió. Dio otro paso y miró alrededor. Era como cualquier otra habitación de un motel, pero estaba demasiado ordenada para ser un sitio donde dos niños habían estado solos todo el día. La cama estaba hecha, no se veía ropa por ningún lado, y no había juguetes aparte del tractor. La mayoría de las luces estaban apagadas, y el televisor, donde había puesta una comedia, emitía una luz azulada en aquella penumbra. Se oyeron risas y B. B. se acercó un poco más para ver qué tenía tanta gracia.