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Y entonces se dio cuenta. La voz que le había contestado no se parecía a la del niño de la piscina. La voz del niño de la piscina no sonaba tan joven ni tan infantil. De hecho, cuanto más lo pensaba, menos le parecía una voz de niño.

Y entonces oyó que la puerta se cerraba.

B. B. se volvió y vio a uno de aquellos idiotas que trabajaban para el Jugador allí sentado. El gordo. Despedía un olor como a meado. Los ojos de cerdo del chico estaban muy abiertos por la emoción y tenía la boca abierta en una especie de sonrisa, como si le acabara de dar el golpe de gracia a una piñata. En ese instante B. B. supo que aquel idiota era la menor de sus preocupaciones.

Se dio la vuelta y vio al otro, Ronny Neil. Ronny Neil también le miraba con una sonrisa. Y sostenía un bate de béisbol de madera con un montón de muescas que indicaban que se había utilizado para cosas muy distintas del béisbol.

– Jodido pervertido -dijo Ronny Neil.

El bate se levantó muy por encima de su cabeza. B. B. alzó las manos para protegerse, pero sabía que no le serviría de nada.

32

La caminata hasta el Kwick Stop a buen paso me llevó algo más de quince minutos. Estaba seguro de haber visto fuera un cartel que decía abierto las 24 horas. Cuando llegué, compré una linterna, pilas y un café para el camino.

Salí y me senté en el exterior a poner las pilas en la linterna. El café estaba tibio, quemado y demasiado espeso, pero me lo bebí deprisa. A los cinco minutos ya estaba otra vez listo para echar a andar.

La idea de merodear por Meadowbrook Grove de noche no me hacía mucha gracia. Estaría en el territorio de Jim Doe, y si el policía me veía no cabía duda de que tendría problemas. Graves problemas. La clase de problemas de los que no regresas.

De todos modos, ya tenía ese tipo de problemas. ¿No era eso lo que había aprendido de Melford, lo que había aprendido a poner en práctica aquella noche con Ronny Neil? Lo importante no era la cantidad de problemas que tenías, sino cómo tratabas de salir de ellos. No podía quedarme sentado en mi habitación del motel. Seguramente eso era lo que habría hecho una semana antes. Pero ya no.

Me mantuve apartado de la carretera. Trataba de avanzar por los patios traseros, sin preocuparme por los insectos y por los saltos, carreras y deslizamientos que provocaba a mi paso entre las criaturas nocturnas que despertaba o molestaba al pasar. Y tenía que ir con cuidado con las mascotas. Unos ladridos frenéticos habrían llamado demasiado la atención. A raíz de mis incursiones nocturnas con los libros durante las largas horas en que trataba desesperadamente de hacer alguna venta antes de volver a casa, sabía que los perros ladran y que los propietarios no hacen caso. Al menos a las nueve y media de la noche no. Pero casi a las dos de la mañana un ladrido furioso seguramente llamaría bastante más la atención.

Cuando llegué a la calle de Karen y Cabrón, avancé pegado a las caravanas, tratando de evitar las luces. La caja con archivos donde ponía oldham health services estaba allí desde el principio, en la caravana. Allí estaba la clave de todo, la explicación de por qué Melford los había matado y qué me ocultaba.

Me sentía extrañamente exaltado. Cuando leyera aquellos archivos, por fin lo entendería todo. Por fin sabría quién era realmente Melford, qué buscaba. Y sabría si de verdad tenía intención de dejarme salir ileso de todo aquello.

Miré por la parte de atrás de la caravana y vi que la puerta de la cocina estaba abierta. Fuera no había ningún coche, ni se veía ningún haz de luz en el interior. Me acerqué a la puerta y escuché. Nada.

Era una estupidez, una idiotez. Lo sabía, pero de todos modos entré. Tenía que verlo.

Encendí la linterna para echar un vistazo rápido. Era un aparato bastante malo, y emitía una luz anémica; aun así, vi que había algo en el suelo de la cocina.

Se suponía que debería haberme acostumbrado a la muerte, pero lo cierto es que cuando vi aquel nuevo cadáver fue como si me hubieran dado un puñetazo en el estómago. Di un paso atrás, tambaleante, y topé con el mostrador de la cocina.

Volví a enfocar aquella luz endeble sobre el cuerpo para asegurarme. No, no había error posible. Bajo la luz amarilla y distorsionada de la linterna vi el rostro del hombre al que había visto en la habitación del Jugador, el del traje de lino, el que parecía distraído. El que pensé que era B. B. Gunn.

Tenía la cara ensangrentada, pero no habría sabido decir cómo había muerto. Tampoco me interesaba especialmente. Me volví con la intención de salir huyendo, pero una linterna mucho más potente que la mía me enfocó a los ojos. No puedo decir que me sorprendiera. En cierto modo, parecía inevitable.

Me detuve en seco. La luz era demasiado fuerte para que viera quién había detrás, pero ya lo sabía. Solo podía ser una persona.

– Vaya, vaya, si tenemos aquí al aficionado a los detectives privados -dijo Jim Doe.

Me lo quedé mirando. ¿Cómo sabía eso?

– Idiota -me dijo con una risa aguda-. Quieres averiguar algo sobre B. B. y vas y contratas a un colega mío. ¿No se te ocurrió pensar que un tipo que vive en Meadowbrook Grove seguramente me conocería? En fin, ya no importa. Estás arrestado por asesinato.

Durante un segundo, puede que dos, no me moví, pero en ese tiempo se me pasaron un sinfín de cosas por la cabeza. Pensé en lo improbable que era que Doe disparara a un vendedor de enciclopedias desarmado. No le interesaba llamar la atención. Y, teniendo en cuenta que nuestro encuentro anterior había sido presenciado por Aimee Toms -policía del condado que había advertido a Doe que se mantuviera lejos de mí-, un disparo atraería el tipo de investigación que Doe no podía permitirse. Por otro lado, también cabía la posibilidad de que me disparara e hiciera desaparecer mi cuerpo. Y no volvería a ver a Chitra.

Así que corrí.

33

El mocoso salió huyendo. Bueno, ¿y qué esperaba? ¿Que se quedara allí sentado y dijera «Sí, creo que no tengo más remedio que ir contigo y dejar que me mates»? Y cómo corría… No tenía intención de perseguirle. Jesús, con aquel dolor en las pelotas casi no podía caminar, así que no digamos correr. Lo intentó, corrió unos treinta metros quizá, pero tuvo que parar. Parecía que iba a desmayarse. O a vomitar.

Bueno, que se fuera. No necesitaba detener a nadie por el asesinato de B. B. Lo arrojaría a la laguna de desechos. Seguramente era la mejor opción.

Doe se quedó allí doblado, respirando con dificultad, con las manos en las rodillas, tratando de aclararse las ideas y disipar los remolinos negros que le nublaban la vista. El problema era deshacerse del cadáver de B. B., y en eso estaba solo. Un rato antes su teléfono había sonado, y desde el otro lado de la línea alguien que fingía la voz -el segundo de la noche, aunque lo reconoció, sabía que era aquel mocoso que trabajaba para el Jugador, Ronny Neil- le dijo que fuera a la caravana de Karen. Que le esperaba una sorpresa.

No culpaba a aquel mierda por engañarle. Desde luego, encontrarse con el cuerpo de B. B. había sido una sorpresa. Le habían dado a base de bien, le habían golpeado tanto que tenía las piernas como mantequilla y la cara hecha un cromo. Uno de los ojos estaba muy abierto, prácticamente se salía del globo ocular. Lo habían hecho picadillo.

No encontró mensajes, ni instrucciones, pero Doe no necesitaba que le dijeran lo que tenía que hacer. El Jugador había quitado de en medio a B. B., y eso estaba bien. Para él era un alivio que el Jugador hubiera tomado el mando. Como había dicho antes, había cosas muy importantes en juego, mucho más importantes que su ego. Había dinero, e incluso si B. B. no hubiera querido joder al Jugador, no dejaba de meter la pata. Aun así, su cuerpo planteaba ciertos problemas reales, y el primero era que aquella zorra tan rara pensaría que lo había hecho él. Habían dejado el cuerpo en su territorio para buscarle problemas, para que le quedara claro que era el Jugador quien mandaba.