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A Doe no le importaba. No le importaría quién llevara las riendas mientras las llevara alguien y el dinero siguiera entrando. Si el Jugador creía que tenía que demostrar que era un hombre duro, pues perfecto. Si creía que tenía que presionarle y exigirle que encontrara el dinero o le diera una explicación, también perfecto. No había llegado a donde estaba por no saber reaccionar en los momentos en que estaba sometido a presión.

Haría lo que el Jugador quería como una muestra de buena voluntad, así el hombre vería que las cosas funcionaban y que no tenía sentido cambiar nada. Entendería que el negocio iba adelante porque lo tenía controlado. Porque no llamaban la atención. Eso siempre significaba trabajar con grupos reducidos, exponerse lo menos posible y evitar el derramamiento de sangre. Aquel fin de semana habían muerto cuatro personas, y eso era mucho. El Jugador no lo quitaría de en medio, de ninguna manera. Aun así, era posible que tratara de dejarlo al margen o de quitarle responsabilidad. No le gustaba tener que suplicar, pero si eso significaba dinero… haría lo que fuera.

Todo lo cual significaba que tenía que llegar al fondo de aquella mierda. Y eso estaba bien, porque ahora Doe ya sabía qué era cada cosa. Sabía por qué el chico le había hablado de él al Jugador. Y sabía dónde estaba el dinero. Así de sencillo. Si encontraba al chico, encontraría el dinero.

34

Yo nunca había sido un corredor especialmente rápido. Se me daban mejor las carreras de fondo, pero tampoco en estas solía ganar. Aun así, de vez en cuando no lo hacía mal en los quinientos metros. En la mayoría de los maratones lo importante no era ganar, sino llegar al final. No obstante, aunque no fuera el corredor más veloz del condado, y ni siquiera de mi escuela, desde luego era mucho más rápido que un poli corrupto, entrado en años, nada en forma y con un espantoso corte de pelo.

Hice girar y girar mis piernas en la oscuridad, como un loco, hasta que me sentí como un personaje de dibujos animados cuya parte inferior no es más que una rueda emborronada bajo el cuerpo. A veces, al final de una carrera de fondo, me gustaba hacer un sprint, y me maravillaba que mis piernas pudieran hacer algo así, que mis pies se movieran tan deprisa y con tanta fuerza sin necesidad de fijarme en el suelo que pisaba.

Nunca había tenido que huir de aquella forma, en una oscuridad casi total, con un policía siguiéndome. No importaba. Corrí y seguí corriendo hasta que estuve seguro de haber corrido unos tres kilómetros o más. Estaba acostumbrado a seguir un tempo, a amoldar la velocidad a mis ritmos naturales, pero esa vez me limité a correr lo más rápido que pude. Lo demás no importaba.

Ya había dejado atrás el parque de caravanas y me encontraba en una zona de casas pequeñas y antiguas. De esas donde ves coches desmontados y medio oxidados en los patios traseros, donde el césped está surcado por tramos sin hierba y los columpios rotos chirrían en la brisa.

Me resultaba familiar. Estaba seguro de que había estado allí. Por un momento me puse a andar para recuperar el aliento. Tres kilómetros no eran gran cosa, pero había corrido muy deprisa. Y entonces, cuando andaba jadeando, medio doblado, me di cuenta de que había estado allí vendiendo libros.

Estaba cerca de la calle de Galen Edwine, en cuya fiesta de barbacoa había vendido cuatro enciclopedias, el famoso grand slam que al final no cuajó.

Pero a Galen Edwine le caí bien, como les pasa a veces a los vendedores de libros. Me dijo que volviera cuando quisiera, que si necesitaba lo que fuera no dudara en decírselo. Bien, pues ahora necesitaba algo. Necesitaba un sitio donde refugiarme y descansar, donde supiera que Jim Doe no me buscaría.

Tardé unos cinco minutos en encontrar la casa. Estaba seguro de que era aquella por los gnomos del jardín que tanto me atrajeron la primera vez. Eran más de las dos de la mañana y la casa estaba a oscuras.

Llamé al timbre.

Llamé un par de veces para que se viera que era urgente y para asegurarme de que el timbrazo no se desvanecía en medio de un sueño. Vi que una luz se encendía en el dormitorio y oí un chirrido detrás de la puerta.

– ¿Quién es? -preguntó una voz asustada.

– Galen, soy Lem Altick. No sé si se acuerda, pero traté de venderle una enciclopedia hará un par de meses. Me dijo que si alguna vez necesitaba algo… -y dejé la frase suspendida en el aire.

La puerta se abrió lentamente y los ojos somnolientos de Galen, que llevaba unos boxers y una camiseta, me miraron desde la base de su calva incipiente.

– No esperaba que me tomaras la palabra -dijo, aunque el tono no era desagradable; si acaso parecía divertido.

– Tengo una especie de emergencia -le dije-. Necesito un sitio donde quedarme. Solo por unas horas.

Galen se rascó la cabeza con una mano y abrió la puerta del todo con la otra.

– Pasa.

Lisa, su mujer, salió en bata, dijo «Hola» con un bostezo y se volvió a la cama. Si le pareció extraño que un vendedor apareciese en su casa en mitad de la noche, no dijo nada. Galen y yo fuimos a la cocina y el hombre preparó café y sacó una caja de donuts recubiertos de chocolate. Yo miré los ingredientes y vi que incluían mantequilla, leche y huevos. Me abstuve.

– ¿Me quieres contar qué pasa?

Y se lo conté. No todo, ni siquiera casi todo. Pero sí lo suficiente. Le dije que había huido de Jim Doe de Meadowbrook Grove y que quería inculparme por un crimen que seguramente había cometido él.

Galen meneó la cabeza.

– Sí, ya lo conozco. Aquí todos lo conocemos. No es trigo limpio, Lem. Pero te diré una cosa, sé que la gente del sheriff lo tiene vigilado, y no me extrañaría que también el FBI. No se librará. Ve a la policía del condado y cuéntaselo todo. Créeme, te tratarán como a un héroe.

Yo asentí y traté de parecer aliviado, pero la verdad era que la sugerencia no me ayudaba. No quería tener que sobrevivir mientras durara una investigación que tal vez me libraría de los cargos y los haría recaer sobre Doe. Lo único que quería era salir de allí con vida.

– Bueno -dijo Galen al cabo de unos minutos-, a lo mejor encuentras algo útil en esas enciclopedias que me vendiste.

Le miré.

– ¿Qué quiere decir?

– ¿Cómo que qué quiero decir?

– No llegó a comprar las enciclopedias -le dije.

– Claro que sí.

– No aprobaron la solicitud de crédito.

– Claro que sí. No tengo ningún problema con mi crédito.

Galen me llevó a la sala de estar: la enciclopedia al completo ocupaba un lugar de honor en la estantería que había junto al televisor. En el resto de los estantes había adornos y fotografías de su hijo y de gente mayor que supuse que serían los padres y los suegros. No se veía ningún otro libro.

– Pero si me dijeron que no habían aprobado la solicitud de crédito… No lo entiendo. -Pero sí lo entendía. Lo entendía muy bien-. ¿Y sus amigos? ¿También tienen su enciclopedia?

– Sí.

Bobby. El bueno de Bobby estaba robando a su equipo de ventas. Nos decía que no se aprobaban las solicitudes para quedarse él la comisión.

– Te han robado, ¿verdad? -dijo Galen en un tono inesperadamente grave.

– Sí -dije-. Sí.

– No puedo decir que me sorprenda. Este tipo de negocios no siempre son tan honrados como debieran, y seguramente el tuyo lo es aún menos. ¿Sabes?, el mismo fin de semana que tú estuviste aquí, un par de chicos pasaron por la casa de mi hermano menor, a unos diecinueve kilómetros de aquí. También vendían libros y hablaban como tú. Mi hermano no está casado y no tiene hijos, así que cuando les dijo que no quería nada trataron de venderle speed. Uno pareció molesto porque su compañero lo hubiera mencionado, pero es que mi hermano da esa imagen. Está muy delgado, tiene el pelo largo, tatuajes… Debieron de pensar que era un alma gemela y decidieron arriesgarse. ¿Te lo puedes creer?