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Asentí. Me lo creía, sí. De eso se trataba. Todo aquello no era más que una tapadera para distribuir speed. Por eso Ronny Neil había dicho que Bobby no sabía nada, que era mejor estar con el Jugador que con Bobby.

Cabrón trabajaba en la granja de cerdos. Me daba la impresión de que también estaba metido en lo de la droga, y cuando le dispararon, Jim Doe y el Jugador debieron de pensar que el motivo era ese. Por eso se deshicieron de los cuerpos. No les interesaba que la policía del condado y el FBI metiera las narices y les echara a perder el negocio.

– ¿Cree que podría acompañarme a cierto lugar por la mañana? -pregunté.

– Claro.

– Tengo que estar de vuelta en el motel antes de las nueve. -¿Qué piensas hacer?

– Recogeré a una amiga, saldré pitando y no volveré nunca más.

Galen asintió.

– Es un buen plan.

El agotamiento obró su magia sobre mí y conseguí dormir unas horas en el sofá de Galen antes de la mañana. Desayuné extrañamente feliz. En realidad, solo comí algo de fruta, con Galen, Lisa y su hijo de seis años, Toby. Galen me dijo que me llevaría de camino a su trabajo.

Le pedí que me dejara en la parte de atrás del motel y le di las gracias con vehemencia. Llamé a la puerta de la habitación de Chitra.

No parecía haber dormido mucho. Tenía los ojos hundidos y enrojecidos y hasta es posible que hubiera estado llorando.

– Lem -dijo con un jadeo.

Me hizo entrar, se pegó a mí y me abrazó con fuerza. En aquellas circunstancias, era justo lo que necesitaba.

Lo malo es que no parecía el momento más oportuno para tener una erección. Era imposible que no lo notara pero, si le pareció de mal gusto, fue lo bastante delicada para callárselo.

– Dime qué está pasando.

Le conté todo lo que pude de forma algo desordenada. Le hablé de Jim Doe y las drogas, de los cerdos y los asesinatos, aunque no mencioné a Melford. No habría sabido cómo explicar que Melford era un asesino y yo no le había denunciado y hasta me había convertido en su amigo. No tenía sentido, así que mejor no mencionarlo, sobre todo porque ella desconfiaba de Melford.

– Tenemos que irnos -le dije-.Al Jugador no le hará mucha gracia verme, ni tampoco a ese Doe. Llamaremos a un taxi y nos iremos. No importa adónde. No me quieren por aquí, y si me encuentran seguro que me harán daño, pero no creo que nos sigan. Solo quieren que me vaya, y es lo que pienso hacer.

– ¿No quieres venir conmigo? A mi casa, solo unos días, por si van a buscarte a la tuya.

– Sí -susurré-. Quiero ir contigo.

Llamamos a un taxi y diez minutos más tarde salimos, decididos a abandonar cualquier objeto personal que quedara en nuestras habitaciones: ropa de trabajo, artículos de tocador… No, no pensaba volver a por esas cosas por nada del mundo.

Delante del motel había un taxi amarillo, pero cuando nos dirigíamos hacia allí percibí con el rabillo del ojo el destello de las luces de un coche policial.

Empezaba a procesar los detalles con rapidez, y enseguida me di cuenta de que era un coche de la policía del condado, marrón, no el azul de Meadowbrook Grove. Algo era algo. Noté un hormigueo en el estómago, como si estuviera sujeto a la silla eléctrica con una capucha negra sobre la cabeza. Por un instante sentí, movido por mis pies y un instinto puramente animal, el impulso de correr. Echaría a correr y me iría. Pero no lo hice.

Aimee Toms, la mujer del día anterior, se apeó del vehículo. Su expresión era de indiferencia, impasible, y extrañamente atractiva y autoritaria.

– Tengo que hablar contigo -me dijo-. Quiero que me acompañes.

– ¿Estoy arrestado?

– Solo quiero hacerte unas preguntas.

Me volví hacia Chitra.

– Vete -le dije-. Ve a la estación de autobuses y vete a casa. Te llamaré. Iré a verte.

– No me iré sin ti.

– Tienes que hacerlo. Créeme, yo estoy hasta el cuello, pero tú estarás a salvo si no estoy contigo y estaré más tranquilo si no tengo que preocuparme por ti.

Ella asintió. Y entonces me besó. No puedo deciros exactamente cuál fue el significado de aquel gesto, pero me gustó mucho, mucho.

Y entonces la agente Toms me hizo subir en la parte de atrás de su vehículo y nos fuimos.

35

Aimee Toms miraba al frente, o eso me parecía, pero no estaba seguro porque las gafas de sol de espejo le ocultaban los ojos. Y cuando me hablaba, ni siquiera movía la cabeza. Yo, desde atrás, veía su poderosa mandíbula mascando un chicle que, sin necesidad de preguntar, supe que sería sin azúcar.

– Bueno, ¿cuál es tu historia, chico? -me preguntó cuando salimos del motel.

«Yo no les maté. Estaba allí pero no lo hice y no pude hacer nada por evitarlo.» Las palabras estaban ahí, me atraían a su pozo de gravedad, trataban de dar forma a mi respuesta como las vías determinan el camino del tren. Pero no pensaba rendirme. Me resistiría. Y si las cosas se ponían feas, siempre podía ceder más adelante.

– Yo solo quiero reunir dinero para pagar la universidad. Me han aceptado en Columbia, pero no me lo puedo permitir.

– ¿En Carolina del Sur?

– En Nueva York.

– No la conozco. La universidad, no la ciudad. Sí, tienes aspecto de universitario -comentó-. Por eso justamente no entiendo que te hayas metido en esto.

– ¿En qué? -Mi voz chirriaba como su goma de mascar.

– Dímelo tú.

– Siento mucho haber entrado en una propiedad privada, pero ayer no le pareció tan importante. ¿Por qué ahora sí?

– Entrar en una propiedad privada no es importante -concedió la agente Toms-. En cambio, las drogas y el asesinato… eso ya es otra cosa.

– No la entiendo -dije. No soné convincente, el miedo oscilaba en mi boca, el vapor caliente del miedo flotaba en el frío del aire acondicionado del coche.

– Escucha, Lemuel. ¿Lem?

– Lem -confirmé.

– Escucha, Lem. Se me da muy bien juzgar el carácter de la gente. Te miro, hablo contigo y sé que no eres una mala persona. Créeme, llevo haciendo esto lo bastante para saber que la buena gente a veces acaba metida en cosas malas. A veces no entienden muy bien lo que hacen. Otras simplemente están en el lugar equivocado en el momento equivocado. Pero, en vez de salir, se esconden, mienten y violan más leyes para encubrir lo que han hecho.

Aquello se acercaba desagradablemente a la realidad, y nada de lo que yo dijera lo cambiaría. Así que miré por la ventana.

– Lo único que digo -añadió- es que si me explicas qué pasa, haré lo que pueda por ayudarte y evitar que te castiguen porque has sido víctima de las circunstancias. Incluso si crees que es demasiado tarde para hablar, no lo es.

– No sé a qué se refiere -dije-. Lo único que hice fue acercarme demasiado a una granja. No entiendo a qué viene tanto revuelo.

– Bueno, si lo prefieres así -dijo ella, y no añadió nada más hasta que llegamos a la comisaría.

El lugar parecía un viejo edificio de oficinas y, con la salvedad de los uniformes, los policías de dentro podrían haber sido unos empleados municipales cualesquiera. El aire acondicionado borboteaba poderosamente pero no acondicionaba mucho, y en el techo unos ventiladores eléctricos giraban despacio para no volar los papeles de las mesas.

Toms me había puesto una mano en la parte superior del brazo y apretaba con una mezcla de compasión y firmeza. Yo llevaba los brazos a la espalda. No me había esposado, pero me pareció buena idea ponerlos a la espalda, por respeto, para que supiera que era consciente de que podía esposarme y que no quería hacerme el gallito. Cuando avanzábamos por un pasillo de color verde claro con paredes de hormigón que parecía el anexo olvidado de mi antiguo instituto, vimos a un oficial de paisano que conducía a un individuo negro esposado en la dirección contraria. No era más que un adolescente, alto y delgado, con la cabeza afeitada y vello en el bigote. Quizá fuera de mi misma edad, pero sus ojos tenían la expresión endurecida de un criminal, violenta, apática. Cuando nos cruzamos, le eché una mirada con la que pretendía decirle que los dos éramos víctimas de un sistema opresivo, pero el chico me miró con rabia; creo que de haber tenido ocasión me habría matado.