Toms meneó la cabeza.
– George Kingsley. ¿Le has visto bien?
– Lo bastante para saber que me rebanaría el pescuezo solo para divertirse.
– Exacto. Mira, Lem, el caso es que conozco a ese chico desde que tenía doce años. Su padre tenía muchos problemas con la ley, por eso le conocí, pero la madre era una buena mujer que se ocupó de que fuera a la escuela y no se metiera en problemas. Sin embargo el chico hizo más que limitarse a seguir las normas. Siempre estaba leyendo y hablando. Era un chaval de solo doce o trece años y tenía ya unas ideas políticas… Quería arreglar todos los problemas del mundo. Quería ser político y ayudar a los negros. Y sabía qué leyes revocaría y cuáles aprobaría. Era increíble.
– Pues no parece que le haya ayudado mucho.
– Por lo que sé, un día estaba en compañía de gente poco recomendable cuando uno de ellos decidió que fueran a un supermercado. Kingsley pensó que iban a por golosinas. Pero el otro fue y sacó una pistola. Fue una estupidez. No creo que los otros supieran que planeaba nada, pero no quisieron dejar tirado a un amigo. Así que Kingsley acabó en un correccional por haber ido a comprar chocolatinas con quien no debía. Solo estuvo dieciocho meses, pero cuando salió ya no era el mismo. Fue como si le hubieran destrozado el corazón a palos. Cuando entró, era un joven lleno de vida, comprometido, alguien que quizá habría podido hacer del mundo un lugar mejor; cuando salió, era un matón más salido de la fábrica de matones.
– Una tragedia -dije tratando de sonar convincente. Pero tenía tantos problemas que me costaba concentrarme en los problemas de George Kingsley.
– Sí, una verdadera tragedia. ¿Quieres acabar igual? Dices que quieres ir a la Universidad de Columbia, ¿no? ¿Y qué tal una universidad donde te violan todas las noches?
Estaba tratando de desquiciarme, pero ¿para qué? Ya estaba bastante desquiciado. No era ningún niño duro que necesitara que lo asustaran. Pero sí seguía siendo un listillo.
– Si todo el mundo sabe que violan a los prisioneros más débiles -dije-, ¿por qué nadie hace nada?
– No lo sé -dijo ella-. Quizá puedas preguntárselo a los guardas cuando te encarcelen.
No quería pensar en el dilema que Melford me había planteado sobre las prisiones porque por fin conocía la respuesta. Por fin entendía lo que quería decirme. Entendía por qué tenemos prisiones aunque todo el mundo sabe que no funcionan. Si metemos a la gente que viola las leyes en las academias de criminales es para convertirlos en criminales aún más peligrosos, sanguinarios y enajenados. Sabía por qué Kingsley había entrado siendo una víctima y salió convertido en un verdugo. Las cárceles estaban montadas de aquella forma porque funcionaban, solo que lo hacían de una forma mucho más siniestra de lo que habría creído jamás.
Nos sentamos en una pequeña sala de interrogatorios, alrededor de una endeble mesa metálica que habían sujetado al suelo con tornillos. A lo mejor pensaban que algún ladrón se la llevaría si no la sujetaban al suelo. Las paredes eran del mismo hormigón verde claro de los pasillos, con la excepción de un espejo que tenía enfrente. Sabía que podía haber alguien mirando del otro lado, pero dudaba que nadie se molestara en hacerlo.
Toms se sentó frente a mí y apoyó los codos en la mesa.
– Muy bien. Ya sabes por qué estás aquí.
– No, no lo sé. No sé por qué estoy aquí.
No era del todo cierto. No tenía idea de lo que sabían y lo que no sabían. Lo que más me sorprendió fue lo tranquilo que estaba. Tal vez fuera porque sabía que Aimee Toms era amable o porque en los pasados dos días había vivido escenas más temibles (un montón de escenas más temibles) que aquella. Me sentía bien. Sentía que si mantenía la calma, como Melford, todo iría bien.
– Hablemos de Lionel Semmes -dijo ella.
Hice un respingo. No porque reconociera el nombre, sino de exasperación. ¿Lionel Semmes? ¿Había más jugadores metidos en aquello? ¿Hasta dónde llegaría la trama?
– ¿Y ese quién es?
Toms suspiró.
– Quizá le conozcas como Cabrón.
– Oh, Cabrón. Sí. ¿Qué le pasa?
– Háblame de él.
– Bueno -dije pensativo-, traté de venderle unas enciclopedias, pero al final él y su mujer no aceptaron. Lo recuerdo porque no suelo pasar tanto tiempo con una familia sin cerrar una venta. Y además él fue bastante desagradable y maleducado.
– ¿Y?
Me encogí de hombros.
– Y ya está. No sé nada más. ¿Por qué?
– Cabrón no estaba casado, pero él y su novia han desaparecido. Nadie los ha visto desde el viernes por la noche. Por lo que sabemos, eres la última persona que los vio con vida. Eso por sí solo te convierte, o podría convertirte, en sospechoso. Pero luego te encuentro en el lugar donde trabaja Cabrón, acosado por Doe, que es el jefe de Cabrón. Y luego te paseas por la zona haciendo preguntas sobre él. Ves por dónde voy, ¿verdad?
De pronto me sentí mareado. Ya me había parecido que lo de preguntar a los vecinos era un error. Ahora lo sabía. ¿Por qué había insistido Melford en que lo hiciera? No podía dejar de oír el eco de las dudas de Chitra en mi cabeza. ¿Quería Melford que me vieran?
– Yo no he hecho eso -mentí.
– Algunos vecinos dicen que ayer pasaste por sus casas haciendo preguntas sobre Karen y Cabrón. O por lo menos vieron a alguien que encaja con tu descripción. Si quieres podemos hacer una rueda de reconocimiento, pero creo que los dos sabemos cómo acabará.
– Adelante -dije encogiendo los hombros. Era lo único que se me ocurría, hacerme el duro. Tuve que contener una leve sonrisa porque sentía que me estaba pasando lo mismo que ya les había pasado a otros. Allí estaba yo, un sospechoso al que el sistema estaba convirtiendo en algo mucho peor. Si pasaba el tiempo suficiente en la cárcel, es posible que me volviera peligroso.
– Registramos su caravana -dijo Aimee-. Encontramos restos de sangre.
La estudié. No dijo nada acerca del cadáver de un tipo que se echaba el pelo que le quedaba sobre la calva, así que supuse que Doe se había llevado el cuerpo.
– Encontramos montones de huellas. Estoy segura de que algunas serán tuyas.
– Ya le he dicho que traté de venderles unos libros. Claro que encontrarán mis huellas.
Ella se encogió de hombros.
– ¿Y qué me dices de la sangre? ¿Alguna idea?
– Pues no. No vi que nadie sangrara mientras estuve dentro.
– Podría ser de ellos. Quizá los mataste y limpiaste la sangre pero cometiste errores.
– Eso es una locura. ¿Por qué iba a matarlos? No los conocía. ¿Y cómo me iba a deshacer de los cuerpos? Ni siquiera tengo coche.
– Yo creo que colaboraste. También creo que la persona que lo hizo arrojó los cuerpos en la laguna de desechos. En cuanto tengamos las pruebas suficientes para pedir una orden, lo comprobaremos. Eso explicaría por qué estabas allí.
– Agente, usted me vio. ¿Tenía pinta de acabar de tirar dos cuerpos en ese pozo apestoso? Estaba un poco magullado y despeinado, pero no estaba cubierto de sudor.
– Da igual -concedió ella-. El caso es que no lo sabemos. Trabajamos sobre hipótesis. Esa sangre podría ser de Karen y Cabrón. O no. Hace un par de días que la madre de Karen no aparece, así que quizá sea ella quien les ha matado.
La madre de Karen, pensé. El tercer cuerpo.
– Hay otras posibilidades -añadió-. Cabrón robaba mascotas, la sangre podría ser de animal.