Выбрать главу

– ¿Robaba mascotas? -Traté de parecer sorprendido y horrorizado-. ¿Para qué?

– Y yo qué sé. Teníamos un montón de reclamaciones, pero no podíamos demostrar nada. Hablé con él personalmente, pero… -Se encogió de hombros-. Mucha gente estaba convencida de que era él, pero sin pruebas no podíamos hacer nada. Y si había alguna clase de prueba en la caravana de su novia, en la jurisdicción de Doe, estábamos con las manos atadas porque Cabrón trabajaba para Doe.

– ¿Y no hicieron nada? -pregunté-. Se lleva los gatos y los perros de la gente ¿y le dejan que siga?

– Ya te lo he dicho, legalmente no podíamos hacer nada… no sin pruebas.

– No suena muy convincente.

– ¿Podemos ceñirnos al tema?

– Sí, sí. Solo es que me parece raro.

– El problema no es que desaparezcan gatos y perros, sino que han desaparecido unas personas y quizá estén muertas. Y creo que tú sabes algo.

– No, yo no sé nada. ¿Puedo llamar a un abogado?

– No estás arrestado.

– Entonces, ¿puedo irme?

La mujer parecía estar considerando la pregunta cuando llamaron a la puerta.

Se excusó y volvió al cabo de un minuto, meneando la cabeza.

– Acabamos de recibir una llamada. Cabrón, Karen y la madre de Karen han aparecido. Están visitando a unos parientes en Tennessee. Parece ser que Karen ha llamado a un vecino, él le ha dicho que todos la daban por muerta y por eso ha llamado a la comisaría.

Melford ataca de nuevo, pensé. Traté de no sonreír.

– Entonces, si no están muertos, no hay asesinato y usted no tiene que velar por que no se me acuse erróneamente.

Ella hizo una mueca.

– Eso parece. Pero te digo una cosa, chico: no creo que estés siendo sincero conmigo. No sé lo que te traes entre manos, pero hazlo en otra parte. No quiero estas cosas por aquí.

No dije nada. No ganaba nada volviendo a negarlo, pero tampoco quería asentir como si ella tuviera razón.

– Entonces me voy. Pero creo que tendrían que tomarse más en serio lo de las mascotas. -¿Por qué me inmiscuía en aquello en vez de salir corriendo?

– Mira, tenemos robos, drogas y violaciones de sobra. Los garitos y los perritos desaparecidos están bastante abajo en nuestra lista de prioridades.

– O sea, que un tipo como Cabrón puede hacer lo que quiera siempre y cuando lo niegue. -Me felicité a mí mismo por aquel uso magistral del presente.

– Básicamente sí. La próxima vez que te pierdas y vayas a parar a la granja, echa un vistazo dentro. Cuando veas cómo tratan a esos cerdos, a lo mejor lo ves de otra forma. ¿En qué se diferencian de esas mascotas, aparte de en que no son monos y peludos? Si no es un crimen matar a unos, ¿por qué tiene que serlo matar a los otros?

Buena pregunta, pero tenía la sospecha de que Melford diría que estaba enfocando el tema de forma equivocada.

Hasta que no salí no se me ocurrió que necesitaba un medio de transporte para regresar al motel. Volví a entrar y le dije al policía de recepción que necesitaba que me llevaran.

– Esto no es un servicio de taxi -me dijo.

– Bueno, yo no he pedido que me trajeran acusado de matar a unas personas que no están muertas, así que quizá alguien tendría que llevarme.

– Esto no es un servicio de taxi -repitió.

Vale, tenía razón, le dije, aquello era una comisaría. Pregunté si podía darme el número de un servicio de taxis.

– Esto no es una guía de teléfonos.

– Por favor, ¿puede decirme cómo conseguir un taxi?

El tipo se encogió de hombros, miró detrás de su mesa, me pasó unas páginas amarillas y luego me señaló un teléfono de pago. Al menos llevaba monedas, y no tuve que oírle decir que aquello no era una máquina de cambio.

Devolví las páginas amarillas y salí fuera a esperar el taxi. Llegó cinco minutos después. Le dije al taxista que me llevara a la estación de autobuses. Esperaba llegar a tiempo para encontrar a Chitra. Me instalé en el asiento de atrás, me recosté contra el cuero roto y cerré los ojos, casi pensando en dormir.

Cuando noté que el coche aminoraba la marcha, abrí los ojos y vi que aún estábamos lejos de la estación. No, estábamos en el arcén cubierto de hierba, un tramo de unos tres o cuatro metros de pata de gallina y maleza que separaba la carretera del canal de algas verdes. Vi el destello rojo y azul de las luces de policía. El coche que venía detrás era azul marino y blanco, y reconocí aquel tramo de carretera. Meadowbrook Grove. Doe se apeó del coche y se acercó.

36

Doe se acercó al taxi lentamente, relamiéndose. Se lo estaba pasando en grande. Durante un momento miró fijamente al taxista.

– ¿Sabe que conducía demasiado rápido?

– No, señor, no es verdad. Estoy en una zona de setenta y circulaba a setenta.

– Iba a setenta y tres.

El taxista se rió.

– Tres kilómetros. ¿Me va a multar por eso?

– Mire -dijo Doe-. Ese es el límite. El límite no es una indicación aproximada, es el límite. La velocidad que no debe superar y que preferiblemente no debe alcanzar.

– Eso no es verdad -dijo el taxista.

– Vaya a los tribunales. -Y le sonrió.

Doe volvió a su coche y escribió la multa. Volvió y se la entregó.

– Le aconsejo que no vuelva a conducir a esa velocidad en este municipio.

El taxista no dijo nada.

– Ah, por cierto, ¿sabía que lleva a un criminal buscado en el asiento de atrás? -Dio unos toquecitos en el cristal con los nudillos-. Eh, amigo. Estás arrestado.

Al menos esta vez no me esposó. Se limitó a hacerme subir a la parte de atrás de su coche. Todo había salido fatal. Yo no dejaba de decirle al taxista que llamara a la policía y él me decía que aquel hombre ya era la policía.

– La policía del condado -dije yo-. Llame a la agente Toms del departamento del sheriff y dígale que este individuo me ha detenido.

– Mira, no sé qué quieres, chico -dijo el taxista cuando Doe se me llevaba.

– Ya se lo he dicho -grité, pero Doe me dejó encerrado en su coche, volvió a cruzar unas palabras con el taxista, y me dio la impresión de que mi mensaje no llegaría a su destino.

Y ahí estaba yo otra vez, en la parte de atrás del coche de Doe, que olía a patatas fritas rancias, Yoo-hoo y sudor, mirando por la ventanilla, observando la maleza de las parcelas vacías. El aire acondicionado casi ni se notaba, y el sudor me caía a chorros por los costados.

Tampoco es que importara gran cosa, seguramente no tardaría en estar muerto. Consideré esta idea con serenidad, aunque quizá «serenidad» no sea la palabra. Resignación, más bien. Consideré las diferentes posibilidades -que Doe me arrestara, me interrogara, me entregara al Jugador, me torturara, me dejara marchar, todas-, pero siempre llegaba a la misma conclusión inevitable: lo más probable es que me matara. Evidentemente, había razones que lo desaconsejaban -que Aimee Toms estaba pendiente de la situación y demás-, pero si Doe me mataba y se deshacía del cuerpo parecería que había huido. Y eso era lo que quería hacer. Mientras no encontraran el cuerpo, Doe estaría a salvo.

Así que no intenté convencerme de que todo iría bien. No lo creía. Es más, me parecía altamente improbable que todo fuera bien. Sin embargo, sentía una especie de calma, como la que debe de experimentar un soldado antes de lanzarse a una batalla desesperada, o un piloto cuando sabe que le han dado y que se estrellará sin remedio. Sí, allí estaba. Y me iba a estrellar.

Doe me llevó a la granja de cerdos. No fue ninguna sorpresa. Aparcó en la parte de atrás, para que nadie viera el coche, y entonces me hizo salir y me empujó hacia el edificio, sin esposar.

Quizá tendría que correr, pensé. Ya le había dejado atrás una vez, y el hombre caminaba con dificultad, con las piernas muy separadas, muy lento. Pero había demasiado espacio abierto y estábamos demasiado lejos para que nadie pudiera verme ni oírme. Sería un blanco fácil para Doe si decidía dispararme. Una persona más lanzada habría tratado de reducirle, pero yo sabía que eso solo podía acabar mal. Así que dejé que me empujara, esperando una oportunidad, rezando para poder escapar o al menos para conservar mi dignidad.