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Melford creía realmente que yo tenía el dinero. Quizá pensaba que todo el asunto de las enciclopedias era mentira, o había descubierto que no le hablé del Jugador. Quizá pensaba que todos jugaban, mentían y manipulaban porque es lo que hacía él, y que mis quejas y mis miedos y mis vacilaciones no eran más que una artimaña para engañarle. Y quizá había matado a Karen y a Cabrón por algo tan sencillo como que quería el dinero, y ahora estaba dispuesto a matarme para conseguirlo.

No lo había visto antes, pero allí estaba. Ideología. La única cosa sobre la que Melford no había mentido. Vemos lo que creemos que tenemos delante, no lo que hay. Nunca vemos lo que hay.

– Eso es una idiotez -dije con una indignación que no me sabía capaz de manifestar. Pero es que era una idiotez. Era una idiotez suprema, cósmica.

Por un momento, Doe me estudió y luego se volvió hacia Melford.

– Tú acudiste a mí, me dijiste que podías ayudarme. No me gustaría descubrir que me estás jodiendo.

– Yo nunca jodería contigo, Jim.

– No me quieras liar, gilipollas.

– Bueno, ¿y qué tal esto? Quiero mi parte y no tengo ninguna razón para joderte.

– ¿Estás seguro de que lo tiene él?

– En este mundo tan loco no se puede estar seguro de nada. Hay quien piensa que lo del aterrizaje en la luna fue un montaje. Aunque, claro, eso no fue en este mundo. -Hizo una pausa y observó la expresión de Doe-. Estoy bastante seguro de que lo tiene.

– Muy bien -dijo Doe-. Vamos fuera.

– ¿Ya no se lo vas a dar a los cerdos? -preguntó Melford.

– Tengo una idea mejor.

Me hicieron caminar hacia la laguna de desechos, bajo un sol deslumbrante. Casi no podía respirar por el miedo y el hedor, y pensé que no quería morir con aquel olor a mierda en la nariz. No quería morir de ninguna manera, pero mis metas se volvían menos ambiciosas conforme las opciones menguaban.

Sabía que Doe y su pistola estarían a unos tres metros detrás de mí, porque le oía caminar con esos andares patosos. Melford estaba entre los dos, porque sospecho que fuera cual fuese el acuerdo que había entre él y Doe no había confianza entre ellos.

Doe me ordenó que me detuviese al borde de la laguna, donde las estacas señalaban el perímetro clavadas en la tierra seca y las moscas revoloteaban con un zumbido ávido y maníaco. Un mangle negro y solitario que sumergía sus raíces retorcidas en el lago proporcionaba algo de sombra.

Doe me dijo que me diera la vuelta. Los dos hombres permanecieron uno al lado del otro, pero solo un momento. Doe le hizo una señal a Melford con el arma.

– Apártate un poco, ve hasta allí. Quiero tenerte vigilado.

– ¿No confías en mí?

– Joder, pues no. Confiaré en ti cuando vea mi dinero y no vuelva a saber de ti. Mientras tanto, creo que me la quieres jugar. Así sobrevive uno en este negocio.

– ¿Significa eso que tú también estás a punto de jugármela? -preguntó.

– Tú quédate ahí y deja de tocarme las narices.

– Buen consejo cuando estás ante un hombre armado al borde de un lago de desechos -dijo Melford. Dio unas zancadas en la dirección que Doe le había indicado, de modo que se convirtió en el tercer vértice de un triángulo equilátero. Seguramente Doe pensaba que ahí podía controlarlo, pero no matarlo accidentalmente si surgía la necesidad de dispararme a mí. Algo así.

Traté de no establecer contacto visual con Melford. La rabia y la impotencia que sentía eran tan grandes que no podía soportar la idea de mirar al causante de aquellos sentimientos. Me había colado en la habitación de un criminal, había fisgoneado en el patio trasero de Jim Doe, había estado en un laboratorio de experimentación animal, había plantado cara a Ronny Neil Cramer y había conseguido a la chica. En resumen, el Lem débil había sido reemplazado por un nuevo Lem que llevaba las riendas de su vida. Y ahora me estaban apuntando con un arma al borde de un mar de mierda por haber confiado en un hombre en el que no tendría que haber creído.

A pesar de mis deseos, establecí contacto visual con Melford. Un destello indecente le pasó por la cara. Me guiñó un ojo al tiempo que señalaba al suelo con un dedo.

Sentí emoción, entusiasmo. Una señal, aunque no muy clara. Lo del guiño lo entendía, después de todo, era una señal universal. Pero ¿qué significaba lo del dedo? ¿Qué significaba todo aquello? ¿Me había traicionado o no? Y si no lo había hecho, ¿qué hacía allí? ¿Qué pensaba hacer con Doe? No, aquello solo podía ser un truco, un engaño para que bajara la guardia, pero ¿con qué propósito?

– ¿Qué te parece ese pozo de mierda? -me preguntó Doe.

– ¿Comparado con otros pozos de mierda o, no sé…, con un campo de naranjos?

– Te crees muy duro, ¿eh?

Tuve que contener el impulso de reír. Doe se estaba tragando mi papel de duro. Algo era algo. No mucho, pero algo.

– Estoy tratando de afrontar una situación difícil -dije.

Melford ladeó ligeramente la cabeza. La mirada picara, el guiño cómplice habían desaparecido. Parecía un ave estudiando el bullicio de los humanos de lejos, con una mezcla de curiosidad e indiferencia. A la luz del sol tenía un aire menos infernal que en la granja, pero solo un poco. Ahora solo parecía cadavérico y mezquino.

– Siempre he querido ver a alguien ahogarse en un pozo de mierda -dijo Doe-. Desde pequeño.

– También te gustaría ver a alguien devorado por los cerdos. En esta vida siempre hay que elegir.

– Bueno, parece que hoy al menos cumpliré un deseo. Antes de que nos pongamos a negociar, quiero que te metas ahí hasta que la mierda te llegue a la cintura. -Y se rió.

Yo miré la laguna. Quería seguir con vida, lejos de las balas, pero no me metería allí. Además, si entraba, estaría más muerto que vivo. No podría escapar. Tenía que huir, pero si lo intentaba acabaría muerto en cuestión de segundos. Mi determinación de morir en la huida se desvaneció como una gota de colorante en la superficie lisa de un lago. Haría lo que me pedía. Trataría de ganar tiempo y cada segundo que pasara esperaría un milagro: un policía del condado, un helicóptero, una explosión… lo que fuera.

– Vamos -dijo Doe-. Muévete.

– Un momento -intervino Melford-. Primero déjale que conteste a unas preguntas.

Doe se volvió bruscamente para mirarle. Por un momento pensé que los puños iban a volar.

– ¿Te me estás volviendo blando? -dijo desafiándolo.

– No es mi blandenguería lo que debería preocuparte -le explicó él-, es el fondo de la laguna. Ahí todo es mierda sedimentada, no hay un fondo sólido. Antes de que nos diéramos cuenta podría haberlo succionado, y entonces nos quedaríamos sin respuestas. Y si no hay respuesta, no hay dinero.

– Bueno, pronto lo sabremos, ¿eh? -Y me hizo un gesto con el arma-. Entra. Quiero ver cómo te hundes en la mierda.

– Pero ese es justamente el motivo por el que no debo entrar -dije, tratando débilmente de utilizar mis técnicas de venta.

Doe se limitó a mirarme con desagrado.

Yo miré la laguna, tan muerta como un agujero negro. Tenía que ir a la universidad, tenía que acostarme con Chitra, tenía que vivir lejos de Florida. No podía morirme en un pozo de excrementos de animales. Era demasiado patético. Pero lo único que se me ocurrió fue el truco más viejo del mundo. Era ridículamente estúpido, pero era lo único que tenía, y lo utilicé.

– Oh, Dios, menos mal -dije señalando por detrás de Doe-. La policía del condado.