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El cuello de Doe giró y escudriñó el vacío. No tuve tiempo de ver qué hacía Melford porque me abalancé sobre Doe. No tenía ni idea de lo que haría si conseguía llegar a él. Incluso si lo derribaba y le arrebataba la pistola, seguía quedando Melford. Bueno, me enfrentaría a él cuando llegara el momento. Aún no sabía si viviría tanto.

Calculé que estaba a unas diez zancadas de Doe y ya había dado dos de ellas cuando este comprendió que le había engañado como a un chino. Se dio la vuelta y me miró. Movió el arma.

A los tres pasos empezó a levantarla. Iba a dispararme. Ni siquiera habría conseguido acercarme y ya me habría derribado. Había sido una locura, pero al menos no moriría en el lago. Al menos moriría con dignidad.

Zancada cuatro y apuntó. Pero no me apuntaba a mí. Eché un rápido vistazo y vi que Melford miraba a Doe y también estaba levantando una pistola.

El guiño había sido auténtico. El resto había sido una farsa. Melford no me había traicionado. No. Seguía sin entender de qué iba todo aquello, ni el porqué, pero sabía que Melford no era mi enemigo y que me salvaría.

Entonces oí el disparo. La explosión no procedía del arma de Melford, sino de la de Doe. Había llegado a creer hasta tal punto en la magia de Melford que no se me había ocurrido que Doe pudiera ganar. Cuando Melford entró en la batalla, no dudé en ningún momento que él ganaría.

Seis pasos y lancé otra mirada atrás. Vi un chorreón de sangre saltar hacia el sol ardiente en el cielo despejado. Melford, con los brazos extendidos, caía hacia atrás, trastabillaba con la raíz del mangle, caía en el lago.

Las aletas de la nariz de Doe se hinchaban con rabia.

– Joder, lo sabía…

Pero no le dio tiempo a decir más porque entonces se dio cuenta de que me tenía encima. Estaba solo a tres zancadas.

En su irritación con Melford y su complacencia conmigo, Doe perdió un segundo antes de mover su arma hacia mí, y cuando lo hizo estaba descentrada. Yo sabía que Doe era un buen tirador, y rápido, pero si le obligaba a disparar a la desesperada quizá fallaría.

Solo nos separaban dos pasos. Di una zancada larga, dolorosamente larga. Vi que Doe entrecerraba un ojo, vi el movimiento de su muñeca. Me desvié hacia la izquierda. Doe no llegó a disparar, así que no hubo necesidad de que evitara la bala. Me arrojé hacia delante. Una zancada más y salté en el aire. No había jugado al rugby en mi vida, lo más que había hecho era participar en los brutales partidos de touch football en las clases de gimnasia, y no sabía nada, absolutamente nada, sobre las teorías del placaje. No sabía dónde golpear ni cómo, pero supe lo que tenía que hacer en aquel momento. Cuando me guiñó el ojo, Melford no estaba señalando el suelo, se estaba señalando la entrepierna, quería que pensara en la entrepierna de Doe.

Orientándome con instinto, impulso y escasas nociones de física, aterricé sobre el hombro, con fuerza, y descargué todo mi peso contra sus testículos.

Caímos juntos al suelo. Yo dejé escapar un gemido, pero él aulló tan lastimeramente que casi sonó como un canto tribal. No me pareció que le hubiera golpeado tan fuerte. Sentía que la fuerza del impacto se diluía, se perdía. Pero Doe se encogió en posición fetal. Sus manos, incluida la que sujetaba el arma, volaron a la entrepierna.

Melford tenía razón. Mi placaje debía de haberle dolido, pero no le había dejado fuera de combate. Recuperé el equilibrio, acuclillado y tenso, listo para saltar. A mi lado, inofensivo, Doe se mecía adelante y atrás con la boca abierta, aunque no profería ningún sonido. Las lágrimas brotaban de sus ojos. Eché el brazo atrás y, con toda la fuerza que pude reunir por la rabia, la ira y la frustración, disparé el puño contra el espacio que tenía entre las piernas.

Hice ademán de repetir la operación, pero me contuve. Doe había abierto la boca para dejar escapar otro aullido, pero no le salió. El color abandonó su rostro, sus ojos se levantaron al cielo y se quedó inmóvil.

Me resultaba difícil creer que pudiera haberle matado por un golpe en las pelotas, así que supuse que se había desmayado. Cogí la pistola, pesada y repugnante, de sus manos, y me levanté. Le di un par de golpes con el pie para asegurarme de que estaba inconsciente y me di la vuelta. De pronto había recordado a Melford.

Me volví justo a tiempo para verle hundirse bajo la superficie mugrienta de la laguna.

No sabía si cuando cayó en la laguna ya estaba muerto. No sabía si ya se habría ahogado. Lo único que sabía es que no me había traicionado, que me había salvado la vida. Ahora me tocaba a mí tratar de salvarle.

Corrí a la orilla, junto al mangle, solo a medias consciente de lo que quería hacer. En la superficie, en el punto donde se había hundido, había una ligera hendidura, como si Melford estuviera arrastrando la masa del pozo con él al fondo. Miré a derecha e izquierda buscando algo. Una esperanza quizá, alguna opción que me salvara de hacer lo que no quería hacer. Pero tenía que hacerlo.

Dejé el arma junto a la orilla, respiré hondo y tensé los músculos. Y me quedé helado. No podía hacerlo, no podía. Todo en mí -mi mente, mi corazón, mi estómago, las células que formaban mi cuerpo- me gritaba que bajo ninguna circunstancia debía hacer aquello. Todo mi ser se rebelaba. La misma sustancia de la vida, millones de años de memoria genética primate, se rebelaba contra ello.

Pero lo hice. Salté.

Lo primero que pensé era que se parecía más a saltar sobre un colchón, un colchón caliente y podrido, que a saltar al agua. Lo siguiente que pensé fue que estaba muerto. Una negrura espantosa y coagulada se elevaba a mi alrededor y me succionaba hacia abajo, como si tuviera pesas atadas a los pies. Me llegaba a los pies, a la cintura, al pecho. Sentí que el pánico se desbordaba a las puertas de mi mente y supe que solo tenía una oportunidad antes de perderme en la muerte y la desesperación.

Forcé los músculos, tratando de levantar una mano. Apreté los dientes y finalmente conseguí sacar un brazo de aquel cieno y sentir el frescor relativo de la superficie contra él. De alguna forma, di con una de las raíces del mangle y la agarré con fuerza; sentía su corteza rugosa contra mi piel pegajosa. Con la otra mano, todavía bajo la superficie, empecé a tantear en movimientos circulares y luego descendentes. Aquel lago era profundo y poco profundo a la vez. Movía la mano como podía, tan lejos como podía. Me estiraba cuanto podía, con miedo a perder mi asidero, porque, si eso pasaba, quedaría en medio de la laguna y estaría perdido.

Las ondas pesadas y lentas chocaban contra mi rostro. Notaba el sabor de aquella porquería en la boca, el olor de la que se endurecía ya en mi nariz. Los mosquitos, como minúsculos buitres, habían empezado a zumbar a mi alrededor, el fango tiraba con fuerza de mí, me succionaba, y entonces, de pronto, me di cuenta de que mi boca estaba bajo la superficie. Luego la nariz.

Todo en mí gritaba para que saliera, pero me estiré más, me hundí más. Y entonces noté algo duro… la goma y la lona de una de sus bambas tobilleras. Me incliné hacia delante para asegurarme de que cogía el tobillo, y no el zapato, y con la otra mano tiré de la raíz del mangle.

Salí a la superficie y abrí la boca tratando de respirar. Mal hecho, porque la porquería me entró en la boca y mi estómago se sacudió violentamente. No pensaba vomitar, no todavía. Tenía que mantener el control.

Con la mano libre, hundí los dedos en el suelo y me apoyé en la raíz. Unos centímetros más, y otros más, y entonces fue más fácil. Tenía todo el tronco fuera del cieno, luego saqué una rodilla y la apoyé en la tierra, y luego la otra. Estaba fuera. De alguna forma había conseguido salir y estaba arrastrando a Melford conmigo por la orilla. Lo dejé en el suelo y me senté a su lado.

Melford tenía el mismo aspecto que debía de tener yo, como un hombre de chocolate fundido… eso me repetía a mí mismo mientras trataba de contener las náuseas. No veía los detalles de su figura, así que no sabía si estaba grave. No sabía si estaba vivo. No veía sangre. Y entonces parpadeó.