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Sus ojos, muy abiertos, eran como esferas de luz contra la oscuridad de su figura cubierta de heces. Sus ojos se movieron aquí y allá, y hubo un instante de quietud. Y luego, cogió la pistola y disparó, y una vez más oí gritar a Doe.

– ¡Joder! -grité-. ¡Deja ya de dispararle a la gente!

El olor de la pólvora impregnó el aire, pero al cabo de un momento quedó ahogado por el apestoso olor de mi cuerpo. A unos cinco metros, Doe estaba nuevamente tirado en el suelo, agarrándose la rodilla, que le sangraba copiosamente.

– Venía hacia nosotros -dijo Melford. Ahora estaba de pie, oscuro, mojado y con aspecto gelatinoso, como una criatura de un pantano. Igual que yo, supuse-. ¿No quieres saber si estoy bien?

Yo seguía mirando a Doe, escuchando sus gimoteos.

– Sí -dije-. Pero me da la impresión de que sí.

– Sí, eso creo -dijo él. Pequeñas y despaciosas avalanchas de excremento de cerdo caían por su cuerpo y se encharcaban a sus pies-. La bala solo me ha rozado el hombro. No creo ni que haya sangrado, pero la sorpresa me hizo tropezar y, en cuanto caí, la laguna me tragó. Creo que en estos momentos tendríamos que preocuparnos más por cosas como el cólera o la disentería.

Un pensamiento alegre. Entretanto, Doe trataba de arrastrarse con su rodilla buena, de alejarse de nosotros.

– Joder, joder, joder -repetía.

– ¿Te acuerdas cuando te dije que un disparo en la rodilla dolería? -me preguntó Melford-. No era broma. Míralo. Uf. -Sacudió las manos-. Creo que necesito una ducha.

Mentiría si dijera que disfruté viendo a Doe por los suelos, ni siquiera podía decir que ya me había acostumbrado a ese tipo de cosas. Pero se lo había buscado, no había duda. Y el hecho de que yo estuviera cubierto de mierda y meados de cerdo por culpa de sus crímenes reducía mucho mi capacidad de compasión. Aun así, no habría sabido decir si lo que experimentaba era satisfacción o alivio. Me sentía tan asqueroso como puede sentirse un hombre sano, pero estaba vivo, Melford estaba vivo, y no me había traicionado.

– ¿No le podías haber disparado cuando estabais dentro? -le pregunté-. ¿Tenías que asustarme de esta forma?

– Esperaba no tener que dispararle. -Melford inspeccionó su herida con el dedo-. Por consideración a ti, esperaba no tener que dispararle, porque sé que te molestan ese tipo de cosas. De todos modos, quería que saliera del edificio porque tu rescate solo era uno de los motivos por los que estamos aquí. -Miró hacia la nave-. Estaba planeando… ¡Mierda!

No tuve tiempo de mirar, Melford me cogió del brazo y echó a correr llevándome con él. En los últimos dos días habían pasado las suficientes cosas para que echara a correr detrás de Melford sin pararme a mirar. Y cuando por fin miré, lo que vi me cortó la respiración.

Cerdos. Docenas y docenas de cerdos corrían hacia nosotros. No, no hacia nosotros… hacia Doe. Trotaban sobre sus pezuñas, con las bocas abiertas y los ojos desbocados por la rabia. El suelo se sacudía bajo el peso de toda aquella ira contenida, su miedo, la felicidad salvaje de la libertad. Eran demonios, con tumores rojos, feos, gordos, con la boca abierta, los cerdos de los malditos corriendo hacia Doe, que estaba tirado en el suelo, gritando, tratando de alejarse. Se agarraba a la tierra seca, a la maleza, a las carcasas blancas fosilizadas, tratando desesperadamente de impulsarse, como un inoportuno vagabundo del desierto que intenta escapar a la explosión de un ensayo nuclear.

Sus dedos se hundían en la tierra mientras trataba de incorporarse sobre su pierna buena, pero el dolor superaba al miedo y volvía a caer. Se volvió a mirar la laguna y -por un instante lo vi en sus ojos- pensó en meterse. Trataría de pasar a través del pozo de mierda para escapar de los cerdos. Y si lo lograba, pensé yo, sería como una especie de redención.

Y entonces desapareció de mi vista. Los cerdos se lanzaron sobre él y durante un extraño momento solo se oyó el sonido de patas y gruñidos. Luego un grito agudo de Doe, más de sorpresa que de miedo. Sus gritos quedaban casi ahogados por el oink oink furioso de los cerdos que trataban de llegar a su cuerpo. Un oink oink aquí y otro allá.

Melford me hizo rodear la laguna con rapidez y volvimos hacia la nave a tiempo para ver a los cerdos congregados en torno al cuerpo. Los que estaban más atrás permanecían quietos, desorientados, como si acabaran de despertar. Luego, un minuto después, solo hubo silencio. Los cerdos seguían inmóviles, confundidos tal vez, y luego empezaron a deambular y a alejarse de la laguna. Como sonámbulos recién despertados, dejaron atrás la nave y se dirigieron a los árboles.

Melford y yo nos volvimos y vimos a Desiree salir de la nave. Llevaba unos vaqueros de color rosa y el top de un biquini verde. Tenía el cuerpo cubierto de sudor y la cicatriz parecía una herida abierta.

– Lo siento -gritó-. No quería que pasara esto. Se me han escapado. Eh, ¿y a vosotros qué os ha pasado?

– Ha sido un accidente -le gritó Melford a su vez.

– Vale. Oye, necesito unos minutos más. Hay una manguera en el otro lado, cerca de donde tenemos el coche. Mientras me esperáis, podéis lavaros un poco.

Las mudas que Melford llevaba en el maletero de su coche nos fueron muy útiles: Hacía demasiado calor para ponerse una sudadera, pero fue lo único de mi talla que encontré y, una vez me lavé y me quité mi ropa, acepté de buena gana aguantar el calor hasta que tuviera ocasión de volver a mi habitación y ducharme con jabón, como Dios manda.

Melford se limpió con esmero. La herida del hombro tendría unos cinco centímetros de largo, pero no era profunda. Lo ideal habría sido que fuera al hospital, pero en el botiquín que llevaba en el coche tenía una pomada con antibiótico. Se aplicó una generosa cantidad y luego me pidió que sujetara la gasa con cinta adhesiva. Después metió nuestra ropa sucia en una bolsa de basura, cogiéndola directamente con la bolsa para no tener que tocarla. La ató y la metió en una segunda bolsa. Supuse que para que el olor no calara.

Ya no nos quedaba más que esperar a que Desiree terminara lo que estaba haciendo. Los dos nos apoyamos contra el coche, yo con una sudadera, él con vaqueros negros, camisa blanca y bambas tobilleras. De no haber llevado el pelo mojado, nadie habría dicho que acababa de pasar por una prueba tan desagradable.

– ¿Se lo han comido? -susurré al fin, rompiendo el silencio.

Él se encogió de hombros.

– No lo habíamos planeado así. La idea era no hacer daño a nadie. Queríamos liberar a los cerdos, liberarte a ti y dejar que B. B., el Jugador y Doe se las arreglaran entre ellos. Con una pequeña ayuda de las fuerzas de la ley.

No sé por qué pensé que lo mejor era no decir nada de la muerte de B. B. Puede que Melford ya lo supiera, o puede que no.

– Entonces, ¿soltar a los cerdos formaba parte del plan desde el principio? Me dijiste que Cabrón y Karen no tenían nada que ver con los cerdos.

Melford sonrió.

– Has pasado por muchas cosas, pero aún no estás preparado para saberlo. No estás preparado para oír toda la historia.

Me mordí el labio, en parte lleno de orgullo y en parte avergonzado por tener que recitar aquello como un escolar inglés conjugando los verbos latinos.

– Tenemos cárceles -anuncié- no a pesar de que los criminales en ellas se vuelvan más hábiles, sino para eso.

Melford me miró.

– Creo que te había subestimado. Sigue.

Pensé en George Kingsley, el brillante adolescente que Toms me había enseñado, el buen chico que se había convertido en un criminal endurecido. Una mente prometedora, destinada a reformar y cambiar el mundo, ahora estaba despojada de expectativas y ambiciones. Se había convertido en un malvado de por vida.