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– En su mayor parte los criminales proceden de las zonas marginales de la sociedad, o sea que son los que menos tienen que ganar de la cultura. Podrían ganar cambiándola o incluso destruyéndola y sustituyéndola por un nuevo orden que les favoreciera. Si ese orden sería mejor o peor, eso es otra historia. No tiene importancia. Y, como están en los márgenes, acaban juntándose con gente que viola las leyes y les enseña a violar las leyes. A veces acaban en la cárcel, y allí aprenden a romper leyes más importantes. Y cuando quieres darte cuenta, aquellos revolucionarios en potencia se han convertido en criminales. La sociedad puede absorber enseguida a los criminales, pero a los revolucionarios no. Los criminales tienen su sitio en el sistema, los revolucionarios no. Por eso tenemos prisiones. Para convertir a los desheredados en asesinos. Eso hace daño a la sociedad, es desagradable, pero no la destruye.

– Uau. -Melford me observó con asombro-. Es eso exactamente.

– ¿Cómo lo sabes?

Melford me miró.

– ¿Qué quieres decir?

– Todos vivimos inmersos en la ideología, ¿no? Entonces, ¿cómo puede ser que tú tengas razón y todos los demás se equivoquen? ¿Cómo sabes que tienes razón?

Él asintió.

– No lo sé. Lo que hace que tengas razón doblemente. Pero confío en mí mismo. Y ahora tú también. Así que ya puedes saberlo todo.

Desiree seguía en la nave. Melford arrancó el coche y puso música a un volumen muy bajo. Miró la nave y vi que se preocupaba por Desiree como yo me preocupaba por Chitra, y eso hizo que me gustara más, que sintiera que lo comprendía mejor. Por muchas cosas disparatadas que hubiera hecho, por muy impronunciables que fueran los principios por los que se regía su vida, en ese momento me pareció alguien amable y familiar.

Había hecho cosas terribles, cosas que yo jamás aceptaría… y sin embargo, a pesar del abismo moral que había entre los dos, estábamos unidos por aquella emoción, el amor que sentíamos por una persona especial y valiente. Y en eso no éramos tan distintos: el vendedor de libros y el asesino. Tal vez, argumentaría Melford, aquello nos unía del mismo modo en que yo había estado unido a los cerdos de la nave, que habían sufrido tormento, confinamiento y pánico, y luego habían conocido la libertad y la venganza.

– Fue por los perros y los gatos -dije para ayudarle a empezar-. Viniste para investigar la historia de las mascotas desaparecidas. Descubriste que Karen y Cabrón las secuestraban y las vendían a Oldham Health Services.

– Eso es. Muy bien. ¿Sabes? De pequeño yo tenía un gato, un gato enorme y atigrado que se llamaba Bruce. Era mi mejor amigo, quizá el mejor amigo que he tenido nunca. Cuando yo tenía dieciséis años, el gato estaba en el patio de un vecino y aquel tipo, un hombre grandullón, un borracho que había sido jugador de rugby en el instituto, lo golpeó hasta matarlo con el casco de rugby… solo por darse el gustazo. Yo no le gustaba, le parecía raro, y por eso mató a mi gato. Bruce era tan persona como el que más. Si existe el alma, sé que Bruce tenía una. Tenía deseos y preferencias, gente que le gustaba y gente que no, cosas que le gustaban y cosas que le aburrían. Sí, quizá no habría sabido cuadrar las cuentas de un libro de contabilidad, o comprender el funcionamiento de la luz eléctrica, pero era un ser con sentimientos.

– Es terrible -dije, sin saber muy bien qué decir.

– Quedé destrozado. Mis padres y mis amigos me decían «Solo era un gato», como si el hecho de que fuera un gato pudiera hacer que me doliera menos. Fui a la policía y lo único que conseguí fue un «Oh, es terrible, pero es tu palabra contra la suya; sus padres dirán que el gato le atacó y trató de arrancarle los ojos». Algo así. Yo insistí, pero la gente empezó a ponerse nerviosa. Los padres del chico que mató a mi gato se quejaron a mis padres por mi insistencia, y mis padres no me defendieron. No, lo que hicieron fue regañarme y finalmente se ofrecieron a comprarme otro gato, como si fuera una máquina de escribir… tanto vale una como otra. Y hasta puede que una nueva funcione mejor.

– ¿Fue entonces cuando pensaste en hacerte vegetariano?

– No, ya hacía años que lo era. Había hecho esa conexión hacía mucho tiempo. Si Bruce era como una persona, entonces también lo era el animal del que procedía la chuleta… simplemente, era una persona a la que yo no conocía. Pero cuando Bruce murió, decidí dejar mi actitud pasiva. Mi madre siempre me había dicho que no estaba bien decir a los demás que no comieran carne. Que era ofensivo. Pero ¿cómo puede ser ofensivo decir a la gente que cese en un comportamiento inmoral? Sería como decirle a un policía que es ofensivo que arreste a un criminal.

– Entonces, cuando descubriste lo de Karen y Cabrón, ¿fuiste a por ellos?

– Es más complicado que eso. Ya hace años que participo en ataques de guerrilla.

– ¿Y el jugador de rugby borracho?

Melford meneó la cabeza.

– Murió trágicamente. Una noche bebió demasiado, se cayó a un estanque y se ahogó. Un asunto muy triste.

– Entonces, ¿vas por ahí matando a gente que mata animales? Es una locura.

– Es justicia, Lem. No me meto con la gente que cría animales para comerlos. No creen que estén haciendo nada malo. Y estoy de acuerdo con el movimiento cuando dicen que nuestra labor es reeducar. Pero a veces la gente que hace daño a los animales es consciente de lo que está haciendo. Cuando me llegó el rumor, un breve sobre la desaparición de mascotas en esta zona, vine a investigar. Mi idea no era resolver el problema por mí mismo, sino ponerlo al descubierto. Pero cuando llegué aquí me encontré con el mismo problema que cuando pasó lo de Bruce. A la policía no le interesaba. Me soltaron un montón de tonterías sobre la falta de pruebas. Pero ¿sabes lo que no dijeron?… Que Oldham Health Services compraba animales perdidos sin hacer preguntas. Te presentas con un animal, dices que es callejero y te dan cincuenta pavos. Y Oldham da mucho trabajo en la zona. Muchos puestos de trabajo y muchos ingresos dependen de su funcionamiento. Así que si no tenían pruebas de que se estuviera secuestrando mascotas para la investigación quizá era porque no querían tenerlas.

– Y decidiste matar a Karen y Cabrón.

– No había otra salida, Lem. Como hoy con Doe. O él o tú. Con Cabrón y Karen… traté de hacer lo más correcto, pero si me hubiera ido sin hacer nada sabiendo que iban a torturar y asesinar a muchos más animales… ¿cómo podría vivir con eso?

Por un momento no dije nada.

– Pero el caso es que estamos hablando de animales, Melford, no de personas. Puedes tener un vínculo con un animal, pero eso no lo convierte en persona.

– Llevamos metidos en esto el tiempo suficiente para que intuya que estás casi de mi lado -dijo Melford-. ¿Crees que está mal que arranquen a los animales del lado de unas personas que los quieren, para torturarlos y matarlos y causar pena y dolor a sus dueños? ¿Crees que hacer eso por dinero es aceptable?

– Por supuesto que no, pero…

– Nada de peros. Está mal secuestrar animales y someterlos a una tortura innecesaria. En eso ya estamos de acuerdo. Muy bien. Entonces, si yo sé que están matando gatos y acudo a las autoridades y las autoridades se desentienden, ¿qué tengo que hacer?

– No sé. Eres periodista. Podrías haber escrito una historia.

– Cierto, podría. Y lo hice, pero mi editor no quiso publicarla. Dijo que no demostraba nada. Hasta pedí a mi padre que los presionara, pero no conseguí nada. Así que en última instancia se trata de detenerlos o de desentenderme con la satisfacción de haber hecho lo que podía.

– Pero eso no puede ser lo correcto. Tiene que haber una solución que no pase por asesinar a la gente que no comparte tus principios.

– Mucha gente estaría de acuerdo contigo, seguramente la mayoría de los miembros del movimiento en defensa de los animales. Jamás aprobarían mis métodos, por más que sus enemigos perpetren crueldades a una escala inimaginable en la historia de la humanidad. Respeto los principios de los pacifistas. Los envidio. Pero alguien tiene que recoger la espada, y ese alguien soy yo. Y no es que lo que hago sea un error, simplemente queda fuera de los márgenes de lo que la ideología permite. Mira a los grandes héroes de la guerra de Secesión. Robert E. Lee. Ahí tienes a un hombre que llevó a miles de hombres a la muerte, que los llevó a matar a miles y miles de hombres, y ¿para qué? Para que los descendientes de la población africana pudieran seguir siendo esclavos. Y hay institutos que llevan su nombre.