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– No es lo mismo. Lo entiendo, Melford, de verdad. Pero no puedo evitar pensar que está mal matar a una persona por un animal. No me parece correcto.

– Porque no te molestas en salir del sistema. Tu mente está tratando de liberarse, pero, cuando te alejas demasiado, la ideología extiende sus tentáculos y vuelve a atraparte. No te esfuerzas con el suficiente empeño. ¿Te acuerdas de la nave con los cerdos? Lo tenías delante, lo estabas viendo y seguías diciendo que no podía ser verdad. Tu mente se rebelaba contra tus sentidos porque la información que te daban no coincidía con lo que se supone que tienes que creer.

– ¿Porque aún no me he liberado de la ideología?

– Nunca te liberarás. Puede que ninguno de nosotros lo consiga. Pero no quiero dejar de intentarlo. Haré lo que considere correcto mientras pueda, y si caigo por eso, estoy preparado para afrontar las consecuencias. Había que detener a Karen y a Cabrón, y nadie iba a hacerlo. Así que lo hice yo. Así es como actúo.

Meneé la cabeza.

– Pero no debes hacerlo.

– Claro que no. -Melford asintió-. Tú limítate a repetir esas palabras y el desgarrón en el tejido de la realidad se arreglará solo. Y pronto ni siquiera estarás seguro de haberme conocido. Todo en tu experiencia te dirá que fui producto de tu imaginación, y la realidad de las facturas, los anuncios de la televisión y el cheque semanal se tragará al pobre Melford.

– Te echaré de menos -dije-, pero en parte también lo estoy deseando.

Cuando levanté la vista, Desiree corría hacia nosotros. Sus pechos escasamente cubiertos se movían salvajemente, y no dejaba de gesticular con las manos. No sabía qué quería decirnos, pero parecía importante.

Abrió la puerta de atrás y entró de un salto.

– Corre -le dijo a Melford.

Él pisó el acelerador. Era un coche viejo y no respondió excepcionalmente bien, pero respondió, y ya habíamos llegado al camino de tierra y nos dirigíamos hacia la autopista cuando Melford pudo preguntar.

– Es el laboratorio -dijo ella-. Va a estallar, pero no sé cuánto tiempo tenemos. Mejor nos alejamos de explosiones y nubes tóxicas.

Un buen argumento, pensé. Aun así, sus temores eran innecesarios. Ya estábamos a unos seis kilómetros de allí cuando una densa nube de humo negro se elevó a nuestra espalda. No oímos la explosión, solo la serenata de las sirenas policiales.

37

Para cuando llegamos al motel, había media docena o más de coches de la policía del condado en el exterior; las luces giraban en silencio contra la nube negra que habíamos dejado atrás. Todos los clientes estaban fuera de las habitaciones, algunos totalmente vestidos, otros en bata, pijama o calzoncillos. Una niña con un camisón rosa, cogida de la camiseta de su madre, aferraba una jirafa de peluche en una mano.

Nos apeamos del coche de Melford justo a tiempo para ver cómo se llevaban al Jugador. Iba esposado, inclinado. Detrás, un par de agentes se llevaban a Ronny Neil y Scott. La agente Toms estaba tomando declaración a algunos miembros del grupo del Jugador. Bobby estaba a un lado, con cara de perplejidad. De no haber sabido lo de su pequeño engaño, quizá me habría sentido mal por él, tal vez incluso me habría culpado por haber arruinado su carrera. El desempleo era lo menos que merecía.

– No me esperaba esto -dije en voz baja.

– Tú puede que no. ¿No te paraste a pensar por qué vine aquí y les dije que tú eras mi fuente? En parte fue para buscarles problemas a tus enemigos, claro. Pero había más.

– ¿Y qué es lo que había?

– Dejé unos cuantos objetos procedentes de la caravana de Cabrón en la habitación y luego hice una llamada anónima. No tendrán que indagar mucho para encontrar la conexión entre el Jugador y el negocio que Doe y los otros tenían con la droga. Todo quedará explicado.

Meneé la cabeza.

– No me malinterpretes, el Jugador es una mala persona, pero él no les ha matado. Le acusarán de asesinato múltiple.

– Sí -dijo Melford-. Él lo único que hacía era utilizar a sus vendedores de enciclopedias para vender speed a adolescentes, muchos de los cuales seguro que han muerto. De los que vivan, prácticamente todos llevarán una vida que solo será una sombra de lo que podía haber sido. Pero, uf, sí, qué castigo tan injusto.

– Pero ¿no crees que…?

– ¿Que qué? ¿Que tendría que cargar personalmente con la culpa para que el Jugador quede libre? Olvídalo. Soy un vigilante posmarxista y tengo un trabajo que hacer. Trato de hacer del mundo un lugar mejor. Y ese mundo estará mucho mejor sin que el Jugador ande por las calles.

– ¿El mundo también estará mejor sin B. B. Gunn? Está muerto, ¿lo sabías?

– Sí, lo sé. O lo mató el Jugador o Doe, así que de una forma o de otra se ha hecho justicia.

– Tu justicia.

– ¿Quién está preparado para juzgar a la humanidad sino yo? -Fue a la parte de atrás del coche y abrió el maletero. Levantó la moqueta que cubría el fondo y sacó un maletín-. Esto es tuyo. No lo cojas ahora, esto está lleno de policía, te lo daré antes de que nos separemos.

– ¿Qué es?

Melford se rió.

– No te hagas el tonto conmigo, chico. Sabes perfectamente qué es. Son los cuarenta mil dólares que estaban buscando. Cógelos y ve a la universidad. Quién sabe, a lo mejor aún estás a tiempo de asegurarte una plaza para este curso.

– Mierda. ¿Qué puede uno decir en un momento como este? ¿Por qué me lo das?

Se encogió de hombros y cerró el maletero de un golpe.

– Porque si me quedara el dinero a cambio de lo que hago, me volvería corrupto. Nunca me planteo una misión por el dinero; si lo hiciera, perdería el rumbo. Tú has sentido los tentáculos de la ideología, y yo tengo que hacer lo que pueda por resistirme a ellos. Creo que en estos últimos días te he orientado por el buen camino. Vete, recibe una buena educación en humanidades. Estudia literatura y filosofía, empápate de las ciencias sociales y trata de hacer algo útil con tu vida.

– Se supone que tendría que rechazarlo -dije-. Porque es dinero sucio, porque no quiero participar en esto.

– Me decepcionarías mucho si lo hicieras, Lemuel. No seas otro autómata que abraza una falsa moral e ignora el verdadero mal. Coge tu dinero y huye de Florida.

Asentí.

– De acuerdo. Lo haré.

Melford rió.

– Creo que contigo llegaremos lejos.

Y entonces sentí que alguien me agarraba. Estuve a punto de golpear con el codo la cabeza de mi atacante, pero algo en mi cerebro de reptil reconoció un aroma, y me frené. No me estaban aferrando, me estaban abrazando. Me volví y vi a Chitra sonriéndome. Tenía los ojos muy abiertos, los labios rojos y levemente entreabiertos.

– Pensaba que te había dicho que te fueras -le dije.

– No te hice caso. Me alegra tanto que estés bien… Pero ¿por qué vas vestido así?

Me miré la sudadera.

– Es una historia muy larga.

La besé tiernamente, como si lleváramos juntos tanto tiempo que besarse fuera ya algo normal.

– Os dejo solos un momento -dijo Melford.

Se fue hasta el coche y subió. Oí que ponía música y vi que movía la cabeza siguiendo el ritmo.

Chitra se apartó, pero no bruscamente.

– Creo que el negocio de las enciclopedias se acabó.