Yasmina Khadra
El Atentado
Traducido del francés por Wenceslao Carlos Lozano
Título originaclass="underline" L'attentat
© Éditions Julliard, Paris, 2005
© de la traducción: Wenceslao Carlos Lozano, 2006
No recuerdo haber oído ninguna explosión. Quizá un silbido, como el crujido de una tela al desgarrarse, pero tampoco estoy seguro. Estaba pendiente de esa especie de divinidad rodeada de un enjambre de fieles a la que su guardia pretoriana intentaba abrir paso hasta su vehículo. «Dejen paso, por favor… Por favor, apártense.» Los fieles se daban codazos para ver al jeque de cerca y tocar su kamis. El venerado anciano se daba la vuelta de cuando en cuando para saludar a un conocido o dar las gracias a un discípulo. De su ascético rostro irradiaba una mirada afilada como un alfanje. Intenté sin éxito romper el cerco de los cuerpos en trance que me aplastaban. El jeque se metió en su vehículo y agitó una mano tras el cristal blindado mientras dos guardaespaldas se sentaban a cada lado de él… Y nada más. Algo desgarró el cielo y fulguró en medio de la calzada como si fuera un rayo; su onda expansiva me alcanzó de lleno, desarticulando al grupo cuyo frenesí me tenía cautivo. En una fracción de segundo, el cielo se vino abajo y la calle, hasta ahora henchida de fervor, quedó completamente patas arriba. El cuerpo de un hombre, o un chico, se cruzó ante mi aturdimiento como un flash oscuro. ¿Qué está pasando?… Una avalancha de polvo y fuego me succiona bruscamente y me catapulta entre mil proyectiles. Tengo la vaga sensación de estar deshilachándome, disolviéndome en la onda de choque… A pocos metros -o quizá a años luz-, el vehículo del jeque está ardiendo. Lo engullen unos tentáculos voraces que desprenden en el aire un espantoso olor a cremación. Su zumbido debe de ser aterrador, pero no lo percibo. Una fulminante sordera me ha arrebatado los ruidos de la ciudad. No oigo ni siento nada, sólo planeo y planeo. Planeo durante una eternidad antes de caer a tierra, grogui, descoyuntado pero curiosamente lúcido, con los ojos más grandes que el horror que acaba de abatirse sobre la calle. Justo cuando alcanzo el suelo, todo se detiene; las antorchas por encima del coche destartalado, los proyectiles, el humo, el caos, los olores, el tiempo… Una voz celestial sobrevuela el insondable silencio de la muerte, cantando un día regresaremos a nuestro barrio. No es exactamente una voz; parece un leve temblor, una filigrana… Mi cabeza rebota sobre algo… Mamá, grita un niño, con voz débil pero clara y pura. Viene de muy lejos, de alguna sosegada lejanía… Las llamas que devoran el vehículo se niegan a moverse, los proyectiles a caer… Mi mano se busca a sí misma entre las piedras, creo que estoy herido. Intento mover las piernas, alzar el cuello; ningún músculo obedece… Mamá, grita el niño… Aquí estoy, Amín… Ahí está mamá, surgiendo tras una cortina de humo. Avanza entre los escombros en suspensión, los gestos petrificados, las bocas abiertas al abismo. Por un momento creo que es la Virgen, con su velo lechoso y su mirada martirizada. Mi madre siempre ha sido así, triste y radiante a la vez, como un cirio. Cuando ponía su mano sobre mi frente ardiendo, desaparecía toda fiebre y desazón… Y ahí está, con su magia intacta. Siento cómo un escalofrío me recorre de pies a cabeza a la vez que libera el universo y pone en marcha el delirio. Las llamas recobran su macabra actividad, la metralla su trayectoria, el pánico su profusión… Un hombre harapiento, con la cara y los brazos tiznados, intenta acercarse al coche en llamas. Aunque gravemente herido, hace lo imposible por socorrer al jeque, movido por una especie de terquedad. Cada vez que alcanza la puerta del coche, una llamarada lo repele. Los cuerpos atrapados arden dentro del vehículo. Dos espectros ensangrentados se mueven del otro lado, intentan forzar la puerta trasera. Los veo aullar órdenes, o de dolor, pero no los oigo. Cerca de mí, un anciano desfigurado me mira fijamente, como alelado; no parece darse cuenta de que está destripado, de que su sangre cae en cascada dentro de un bache. Un herido se arrastra sobre los escombros, con una enorme mancha humeante sobre la espalda. Pasa justo a mi lado, gimiendo como un loco, y muere un poco más allá, con los ojos como platos, como si no admitiera que esto podía ocurrirle a él. Los dos espectros acaban rompiendo el parabrisas y se abalanzan en el interior. Otros supervivientes acuden en su ayuda. Arrancan con sus propias manos trozos de coche ardiendo, rompen los cristales, se ensañan con las puertas y consiguen extraer el cuerpo del jeque. Una decena de brazos se lo llevan en volandas y lo alejan de la hoguera antes de tumbarlo sobre la acera mientras una nube de manos se esfuerza en apagar las llamas de su ropa. Siento una miríada de punzadas en la cadera. Mi pantalón ha desaparecido prácticamente y sólo me cubren aquí y allá unos retazos calcinados. Mi pierna yace pegada a mi costado, a la vez horrible y grotesca, aún unida al muslo por un hilo de carne. De repente me abandonan todas mis fuerzas. Siento como si mis fibras se disociaran unas de otras y ya se estuvieran descomponiendo… Por fin oigo los aullidos de una ambulancia, y poco a poco regresan los ruidos de la calle, acuden en tropel y me ensordecen. Alguien se inclina sobre mi cuerpo, lo ausculta someramente y se aleja. Lo veo agacharse ante un amasijo de carne carbonizada, tomarle el pulso y luego hacer una señal a los camilleros. Otro hombre me toma el pulso y deja caer mi mano… «Éste está listo. No se puede hacer nada por él…» Tengo ganas de retenerlo, de obligarle a que me vuelva a examinar, pero mi brazo se amotina y reniega de mí. Mamá, vuelve a gritar el niño… Busco a mi madre en medio del caos… Sólo veo vergeles hasta donde me alcanza la vista… Los vergeles del abuelo… del patriarca… una tierra de naranjos donde siempre era verano… y un chaval soñando en lo alto de una cresta. El cielo es de un azul límpido. Los naranjos se dan los unos a los otros la mano. El niño tiene doce años y un corazón de porcelana. A esa edad en que todo son flechazos, pues su confianza es tan grande como sus alegrías, querría hincarle el diente a la luna como si fuera una fruta, convencido de que no hay más que tender la mano para aferrar toda la felicidad del mundo… Y allí, ante mis ojos, a pesar del drama que acaba de desfigurar para siempre el recuerdo de este día, a pesar de los cuerpos que agonizan sobre la calzada y de las llamas que siguen envolviendo el vehículo del jeque, el chico pega un bote y, con los brazos desplegados como si fueran alas de gavilán, echa a correr por el campo donde cada árbol es una maravilla… Tengo la cara surcada de lágrimas… «Quien te haya dicho que un hombre no debe llorar ignora lo que significa ser un hombre», me confesó mi padre cuando me pilló abatido en la cámara mortuoria del patriarca. «Llorar no es ninguna vergüenza, hijo. Las lágrimas son lo más noble que tenemos.» Como me negaba a soltar la mano del abuelo, se agachó ante mí y me cogió en sus brazos. «No sirve de nada quedarse aquí. Los muertos, muertos están, ya han expiado sus pecados. En cuanto a los vivos, no son sino fantasmas anticipados…» Dos camilleros me levantan y me echan sobre una camilla. Se acerca una ambulancia marcha atrás con sus puertas muy abiertas. Unos brazos me introducen en el interior de la cabina y casi me tiran en medio de otros cadáveres. Con un último sobresalto, oigo mi sollozo… «Dios, si se trata de una horrible pesadilla, haz que me despierte de inmediato…»
I
Tras la operación, nuestro director Ezra Benhaím viene a verme al despacho. Es un hombre ágil e impetuoso, a pesar de sus sesenta años cumplidos y su sobrepeso. En el hospital lo llaman el sargento de caballería por su excesivo militarismo, agravado por un sentido del humor de lo más inoportuno. Pero, a las duras, es el primero en remangarse y el último en abandonar la nave.