Le doy la mano.
– ¿Lo estoy molestando?
– Para nada -le aseguro.
– Muy bien. Últimamente viene muy poca gente por aquí. Por culpa del Muro. Qué horror de Muro, ¿verdad?; ¿cómo se pueden construir barbaridades semejantes?
– No sólo la infraestructura es una barbaridad.
– Desde luego, se han pasado totalmente. ¡Un Muro! ¿Qué sentido tiene un Muro? El judío ha nacido libre como el viento, inexpugnable como el desierto de Judea. Si omitió delimitar su patria hasta el punto de que casi se queda sin ella, es porque durante tiempo creyó que la Tierra Prometida era aquella donde ninguna muralla impidiese que su mirada llegase más lejos que sus gritos.
– ¿Y qué hace con el grito de los demás?
El anciano agacha la cabeza.
Recoge un terrón del suelo y lo desmenuza con los dedos.
– ¿A mí qué, tanto sacrificio vuestro? Harto estoy de holocaustos.
– Isaías 1,11 -digo.
El anciano pestañea de admiración:
– Bravo.
– ¡Cómo se ha hecho adúltera la villa leal! -recito-. Sión llena estaba de equidad, justicia se albergaba en ella, pero ahora, asesinos.
– Pueblo mío, tus regidores vacilan y confunden tus derroteros.
– Por el arrebato de Yahvé la tierra ha sido quemada, y es el pueblo como pasto de fuego; nadie tiene piedad de su hermano, corta a diestra y queda con hambre, come a siniestra y no se sacia; cada uno se come la carne de su brazo.
– Pues bien, cuando hubiere dado remate el Señor a todas sus empresas en el monte Sión y en Jerusalén, pasará revista al fruto del engreimiento del rey de Asiria y al orgullo altivo de sus ojos.
– ¡Y Sharon, que se ande con cuidado, amén!
Soltamos una carcajada.
– Me has quitado el hipo -me confiesa-. ¿Dónde has aprendido esos versículos de Isaías?
– Todo judío de Palestina es un poco árabe y ningún árabe de Israel puede evitar ser un poco judío.
– Estoy totalmente de acuerdo contigo. Entonces, ¿por qué tanto odio en esta consanguinidad?
– Porque no hemos entendido las profecías ni las leyes elementales de la vida.
Asiente con tristeza.
– Entonces, ¿qué podemos hacer? -me pregunta.
– De entrada, demos su libertad a Dios, que es rehén de nuestra mojigatería desde hace demasiado tiempo.
Se acerca un coche desde la granja, dejando una larga polvareda tras sí.
– Vienen a buscarte -me avisa el anciano-. A mí siempre me vienen a buscar en burro.
Le doy la mano, saludo y bajo a la carrera la colina hacia la pista transitable.
Hay un montón de gente en casa del patriarca. Hasta la tía Nayet ha venido. Estaba en casa de su hija en Tubas y ha regresado nada más enterarse de que he vuelto. Sigue intacta a sus noventa años. Segura sobre sus piernas, los ojos vivarachos y el gesto preciso, como siempre. Es la madre de todos nosotros, la esposa más joven y la única viuda del patriarca. Cuando mi madre me regañaba, me bastaba con gritar su nombre para librarme… Llora sobre mi camisa. Otros primos, tíos, sobrinos, sobrinas y parientes esperan con paciencia su turno para abrazarme. Nadie me guarda rencor por haberme ido lejos y por haber tardado en volver. Todos se alegran de verme otra vez, de recuperarme durante el instante que dura un abrazo; todos me perdonan que los haya ignorado durante años, que haya preferido los rascacielos rutilantes a las colinas polvorientas, los grandes bulevares a los senderos de cabras, el relumbrón a la sencillez. Viendo cómo me quiere toda esta gente y no teniendo para ofrecerle más que una sonrisa, me doy cuenta de hasta qué punto me he empobrecido. Al dar la espalda a esta tierra maltratada y amordazada, pensé romper amarras. No quería parecerme a los míos, padecer sus miserias y alimentarme de su estoicismo. Me recuerdo correteando detrás de mi padre, que, con su lienzo a modo de escudo y el pincel a modo de lanza, se empeñaba en acosar quimeras en un país en el que las leyendas entristecen. Cada vez que un marchante negaba con la cabeza, nos anulaba a los dos. Era monstruoso. Mi padre no se rendía, convencido de que acabaría provocando el milagro. Sus fracasos me enfurecían, su perseverancia me fortalecía. Precisamente para no depender de un banal gesto con la cabeza renuncié a los vergeles del abuelo, a mis juegos infantiles, hasta a mi madre. Pensaba que era la única manera de convertir mi destino en epopeya, ya que todas las demás me eran negadas de oficio…
Wisam ha degollado tres corderos para gratificarnos con un mechuí digno de los grandes acontecimientos. Me flaquean las piernas por la emoción del reencuentro. Toda una época regresa al galope, soberbia como una cabalgata corriendo la pólvora. Me presentan a pequeñines asustadizos, a nuevos matrimonios, a futuros parientes. Se acercan los vecinos, antiguos conocidos, amigos de mi padre y chavales ya mayores. La fiesta no decae hasta la madrugada.
Al cuarto día, la casa del patriarca recobra su quietud. Faten vuelve a hacerse con el control. La tía Nayet y el decano pasan el día en el patio, mirando revolotear los mosquitos en el huerto. Wisam nos pide permiso para regresar a Yenín. Acaba de recibir una llamada. Prepara su bolsa, abraza a los ancianos y a su hermana Faten. Antes de irse, me dice que se alegra de haber podido conocerme a tiempo. No he captado el sentido de ese a tiempo, y no me quedo tranquilo al verlo irse. Algo en su mirada me ha recordado a Sihem en la estación de autocares y a Adel baldado en el patio cubierto de escombros de Yenín.
Me alegro de haber hecho escala entre mi gente. Su calor me reconforta, su generosidad me tranquiliza. Me paso los días en la granja, haciendo compañía al decano y a haya Nayet, y en la colina, donde el viejo Zeev me cuenta sus historias hilarantes sobre la credulidad de la gente sencilla.
Zeev es un personaje fascinante, un poco loco pero sabio, una especie de santo contestatario que prefiere tomarse las cosas como vienen -mejor a granel que procediendo a seleccionarlas-, como quien toma un tren en marcha con la excusa de que todo descubrimiento contribuye a enriquecer a los condenados a un destino inclemente. Si por él fuera, trocaría su báculo de Moisés por una escoba de bruja y procuraría -haciendo pasar su indigencia por abstinencia y su marginación por ascesis- que sus sortilegios fueran tan terapéuticos como los milagros que promete a los damnificados que vienen a implorar su misericordia. Con él he aprendido mucho sobre la gente y sobre mí mismo. Su humor atenúa el peso de las vicisitudes, su sobriedad mantiene a raya la cara amarga de una realidad que olvida las promesas y mata las esperanzas. Con sólo escucharlo desaparecen mis preocupaciones. Cuando se sumerge en sus teorías torrenciales sobre la furia y las vanidades humanas, no hay quien lo frene; se lo lleva todo por delante, empezando por mí. «La vida de un hombre vale más que un sacrificio, por elevado que sea éste -me confiesa mirándome a los ojos-. Porque la más grande, la más justa, la más noble Causa en este mundo es el derecho a la vida…» Este hombre es una delicia. Le sobra talento para no dejarse desbordar por los acontecimientos y decencia para no ceder ante el asedio de los infortunios. Su imperio es la choza donde vive; su festín, la comida que comparte con los seres que aprecia; su gloria, un simple pensamiento en el recuerdo de quienes van a sobrevivirle.
Conversamos durante horas en lo alto de la colina, sentados sobre piedras, dando la espalda al Muro y mirando obstinadamente hacia los escasos vergeles que conserva el territorio tribal…