La desgracia me vuelve a alcanzar una tarde tras despedirme de él.
Veo en el patio unas mujeres vestidas de negro y, algo apartada, a Faten agarrándose la cabeza con las manos. Los sollozos estoquean los gemidos e inundan la granja de funestos presagios. Algunos hombres, familiares y vecinos, charlan junto al gallinero.
Busco al decano y no lo veo.
¿Se habrá muerto?…
– Está en su habitación -me dice un primo-. Haya está con él. Ha encajado mal la noticia…
– ¿Qué noticia?
– Wisam… Cayó esta mañana en el campo de honor. Cargó su coche de explosivos y se lanzó contra un puesto de control israelí…
Los soldados toman la huerta al amanecer. Desembarcan en vehículos enrejados y rodean la casa del patriarca. Sigue un tráiler con un bulldozer encima. El oficial pregunta por el decano. Como Omr está indispuesto, yo lo represento. El oficial me informa de que, debido a la operación kamikaze perpetrada por Wisam Jaafari contra un puesto de control, y conforme a las órdenes que ha recibido de la superioridad, tenemos media hora para evacuar la casa, pues debe proceder a su destrucción.
– ¿Que van a destruir la casa? -protesto-. ¿Cómo puede ser eso?
– Le quedan veintinueve minutos, señor.
– Ni hablar. No permitiremos que destruyan nuestra casa. ¿Se han vuelto locos? ¿Y dónde va a ir la gente que vive en ella? Hay dos ancianos casi centenarios que intentan vivir lo más dignamente posible el tiempo que les queda. No tienen derecho… Ésta es la casa del patriarca, el referente más importante de la tribu. Lárguense de aquí ahora mismo.
– Veintiocho minutos, señor.
– Nos quedaremos dentro. No nos moveremos de aquí.
– Eso no es problema mío -dice el oficial-. Mi bulldozer es ciego. Cuando se arranca, lo arrasa todo. Quedan avisados.
– Ven -me dice Faten agarrándome del brazo-. Esa gente no tiene más corazón que su máquina. Salvemos lo que podamos y salgamos de aquí.
– Pero van a destruir la casa -exclamo.
– ¿Qué es una casa cuando se ha perdido un país? -suspira.
Unos soldados bajan el vehículo del tráiler. Otros mantienen a raya al vecindario que empieza a acudir. Faten ayuda al decano a acomodarse en su silla de ruedas y lo pone a resguardo en el patio. Nayet no quiere llevarse nada con ella. Dice que esos objetos pertenecen a la casa. Antiguamente se enterraba a los señores con sus bienes. Esta casa se merece conservar los suyos. Es una memoria que se apaga con sus sueños y sus recuerdos.
Los soldados nos obligan a alejarnos hasta un cerro pelado. Omr está desmoronado en su silla. Creo que no sabe exactamente lo que está ocurriendo; observa la agitación a su alrededor sin hacerle caso. Tras él se encuentra haya Nayet, muy digna, Faten a su izquierda y yo a su derecha. El bulldozer brama y suelta una espesa humareda por su chimenea. Al girar sobre sí mismo, sus orugas de acero destrozan ferozmente el suelo. Los vecinos rodean el cordón de seguridad delimitado por los soldados y se acercan a nosotros en silencio. El oficial ordena a algunos de sus hombres que verifiquen si queda alguien dentro de la casa. Tras asegurarse de que está vacía, hace una señal al conductor del bulldozer. Justo cuando empieza a caer la tapia, me ciega la cólera y me lanzo contra el vehículo. Un soldado me corta el paso; lo empujo y me abalanzo contra el monstruo que está arrasando mi historia. «Pare», grito… «Pare», me ordena el oficial. Otro soldado me intercepta; su culatazo me alcanza la mandíbula y me desplomo como un cortinón recién descolgado.
He permanecido todo el día en lo alto del cerro, contemplando el montón de escombros que hace años luz, bajo un cielo esplendoroso, fue mi castillo de principito descalzo. Mi bisabuelo lo construyó con sus propias manos, piedra a piedra; en él salieron del cascarón varias generaciones con los ojos más abiertos que el horizonte, y varias esperanzas han libado en sus jardines. Ha bastado esa máquina para convertir en polvo, en pocos minutos, toda la eternidad.
Al atardecer, cuando el sol se atrinchera tras el Muro, un primo viene a buscarme.
– De nada sirve quedarse ahí -me dice-. Lo hecho hecho está.
Haya Nayet ha regresado a casa de su hija, en Tubas.
Al decano lo alberga su bisnieto en una aldea no muy alejada de los vergeles.
Faten se ha escudado en un mutismo impenetrable. Ha decidido quedarse con el decano, en la casucha del bisnieto. Siempre se ha hecho cargo del anciano y sabe lo dura que es la tarea. Omr no aguantaría sin ella. Lo cuidarían al principio, pero acabarían desatendiéndolo. Por eso se quedó ella a vivir en casa del patriarca. Omr era como su bebé. Pero el bulldozer se ha llevado consigo el alma de Faten. Ahora es una mujer desfallecida, despavorida y silenciosa, una sombra que se olvida de sí misma en un rincón hasta que la noche se confunde con ella. Un día regresó a pie al vergel siniestrado, con el pelo suelto -ella que no se quitaba el pañuelo-, y se quedó de pie toda la noche ante los escombros bajo los cuales yacía lo esencial de su vida. Se negó a seguirme cuando fui a buscarla. No brotó ni una lágrima de sus ojos vacíos, de su mirada vidriosa, de esa mirada que no engaña y que he acabado temiendo. Y al día siguiente, Faten desaparece. Removimos cielo y tierra buscándola, pero se ha volatilizado. Viendo que estoy alertando a las aldeas circundantes, y por temor a que las cosas empeoren, el bisnieto me coge aparte y me confiesa:
– Yo la llevé a Yenín. Insistió mucho. De todos modos, nadie puede hacer nada, siempre ha sido así.
– ¿Qué me estás contando?
– Nada…
– ¿Por qué ha ido a Yenín, y a casa de quién?
El bisnieto de Omr se encoge de hombros.
– Son cosas que la gente como tú no comprende -me dice alejándose.
Ahora sí comprendo.
Tomo un taxi, regreso a Yenín y pillo a Jalil en su casa. Cree que he venido para ajustar cuentas con él. Lo tranquilizo. Sólo quiero ver a Adel. Éste llega de inmediato. Le comunico la desaparición de Faten y mis sospechas sobre sus motivos.
– Esta semana no ha ingresado en nuestras filas ninguna mujer -me confirma.
– ¿Por qué no buscas en la Yihad Islámica o en otras falanges?
– No merece la pena… Ya les cuesta entenderse entre ellos en lo esencial. Además, no tenemos cuentas que rendirnos. Cada cual lleva su guerra santa como la entiende. Si Faten anda entre ellos, es inútil intentar recuperarla. Es adulta y perfectamente libre de hacer lo que quiera con su vida. Y con su muerte. No hay dos varas de medir, doctor. Quien toma las armas tiene que aceptar que los otros también lo hagan. Cada cual tiene derecho a su parte de gloria. No puedes elegir tu destino pero sí tu final. Es una manera democrática de mandar a la mierda la fatalidad.
– Te lo suplico, encuéntrala.
Adel sacude la cabeza, apenado.
– Sigues sin entender nada, ammu. Ahora me tengo que largar. El jeque Marwan va a llegar de un momento a otro. Dentro de una hora estará predicando en la mezquita del barrio. Deberías ir a escucharlo…
Ya está, pienso: Faten está en Yenín para que el jeque la bendiga.
La mezquita rebosa de gente. Cordones de milicianos protegen el santuario. Tomo posición en la esquina de la calle y vigilo el ala reservada a las mujeres. Las rezagadas se apresuran en llegar a la sala de oraciones por una puerta trasera de la mezquita, unas envueltas en ropajes negros y otras cubiertas con velos de colores vivos. No veo a Faten. Doy un rodeo por una manzana de viviendas para acercarme a la puerta donde una gorda monta guardia. Se escandaliza al verme en una parte del santuario por la que ni siquiera los milicianos, por pudor, se atreven a aparecer.
– Usted por el lado de los hombres -me suelta.
– Ya lo sé, hermana, pero necesito hablar con mi sobrina, Faten Jaafari. Es urgente.