– El jeque ya está en el almimbar.
– Lo siento, hermana, tengo que hablar con mi sobrina.
– ¿Y cómo la voy a localizar? -se irrita-. Hay cientos de mujeres en el interior, y el jeque va a iniciar su predica. No pensará que le voy a quitar el micro. Vuelva después de la oración.
– ¿La conoce usted, hermana, sabe si ha entrado?
– ¿Cómo? ¿Ni siquiera está seguro de que esté dentro y viene a marearme en un momento como éste? Váyase o llamo a los milicianos.
No tengo más remedio que esperar el final de la prédica.
Regreso a mi esquina en el recodo de la calle para no perder de vista la mezquita y el ala reservada a las mujeres. La voz cautivadora del imán Marwan resuena por el altavoz, soberana en medio del silencio sideral que envuelve el barrio. Es prácticamente el mismo discurso que escuché en el taxi clandestino que tomé en Belén. Se oye de cuando en cuando una ovación entusiasta que corea las evocaciones líricas del orador…
Un coche se detiene chirriando delante de la mezquita. Salen dos milicianos agitando su walkie-talkie. Parece que algo va mal. Uno de los recién llegados señala febrilmente el cielo. Los demás se consultan antes de ir a buscar a un responsable, que resulta ser mi carcelero, el de la chaqueta de paracaidista. Escruta el cielo con unos prismáticos durante unos minutos. La gente se alborota alrededor de la mezquita. Hay milicianos corriendo por todas partes. Tres pasan jadeando delante de mí. «Si no hay helicóptero es que se trata de un misil», supone uno de ellos. Los veo desaparecer a la carrera. Otro coche frena en seco delante de la mezquita. Sus ocupantes gritan algo al de la chaqueta de paracaidista, dan marcha atrás con un zumbido inquietante y enfilan hacia la plaza. Se interrumpe la prédica. Alguien agarra el micro y pide a los fieles que mantengan la calma, pues podría tratarse de una falsa alarma. Aparecen dos todoterrenos. Algunos fieles empiezan a evacuar la mezquita. Me doy cuenta de que me tapan la vista del ala reservada a las mujeres. No puedo volver a rodear la manzana sin arriesgarme a que Faten se me escape si sale por la puerta trasera. Decido pasar delante de la puerta principal, entre la muchedumbre, para llegar directamente al sector de las mujeres… «Apártense, por favor», grita un miliciano. «Dejen pasar al jeque…» Los fieles se dan codazos para ver de cerca al jeque y tocar su kamis. Un movimiento de masas me alza por encima del barullo cuando el imán aparece en el umbral de la mezquita. Intento sin éxito librarme de los cuerpos en trance que me están aplastando. El jeque se mete en su vehículo y agita una mano tras el cristal blindado mientras sus dos guardaespaldas se sientan a cada lado de él… Y nada más. Algo desgarra el cielo y resplandece en medio de la calzada como si fuera un rayo; su onda expansiva me alcanza de lleno, desarticulando al grupo cuyo frenesí me tenía cautivo. En una fracción de segundo el cielo se viene abajo y la calle, hasta ahora henchida de fervor, queda completamente patas arriba. El cuerpo de un hombre, o un chico, se cruza ante mi aturdimiento como un flash oscuro. ¿Qué está pasando?… Una avalancha de polvo y fuego me succiona bruscamente y me catapulta entre mil proyectiles. Tengo la vaga sensación de estar deshilachándome, disolviéndome en la onda expansiva… A pocos metros, el vehículo del jeque está ardiendo. Dos espectros ensangrentados intentan sacar al jeque de esa hoguera. Arrancan con sus propias manos trozos de carrocería incandescente, rompen los cristales, se ensañan con las puertas. No consigo levantarme… Percibo una sirena de ambulancia… Alguien se inclina sobre mí, ausculta brevemente mis heridas y se aleja sin darse la vuelta. Lo veo agacharse ante un amasijo de carne carbonizada, tomarle el pulso y luego hacer una señal a los camilleros. Otro hombre me toma el pulso y deja caer mi mano… «Éste está listo…» En la ambulancia que me lleva, mi madre me sonríe. Quiero alcanzar su rostro con la mano pero mi cuerpo no obedece. Siento frío, dolor y pena. La ambulancia se adentra aullando en el patio de un hospital. Unos camilleros abren las puertas, me levantan y me dejan en un pasillo, directamente sobre el suelo. Unas enfermeras pasan por encima de mí corriendo en todas direcciones. Las camillas con ruedas ejecutan un ballet vertiginoso con su carga de heridos y de horror. Espero con paciencia mi turno. No entiendo por qué nadie se ocupa de mí. Se detienen, me miran y se van. No es lo normal. Hay otros cuerpos alineados a mi lado. En torno a algunos se concentran familiares, y lloran a grito pelado unas mujeres. Otros son irreconocibles, no hay manera de identificarlos. Un anciano se arrodilla ante mí. Evoca el nombre del Señor, posa su mano sobre mi rostro y me cierra los párpados. Todas las luces y ruidos del mundo desaparecen de improviso. Un miedo absoluto se apodera de mí. ¿Por qué me ha cerrado los ojos?… Lo entiendo al no conseguir reabrirlos. Así que todo acabó, he dejado de ser…
Doy un último coletazo para intentar sobreponerme, pero no consigo mover una sola fibra… Sólo ese rumor cósmico que se va apoderando de mí y me va arrastrando hacia la nada… Y, de repente, desde el fondo del abismo, una luz infinitesimal… Se agita, se aproxima, se perfila poco a poco; es un niño… que corre; su fantástica zancada hace retroceder penumbras y opacidades… Corre, le grita la voz de su padre, corre… Alborea sobre los vergeles en fiesta. Las ramas se ponen a brotar, a florecer, a colmarse de frutos. El niño rodea los matorrales y se dirige a la carrera hacia el Muro, que se derrumba como un tabique de cartón, ensanchando el horizonte y exorcizando los campos que cubren las llanuras hasta perderse la vista… Corre… Y el niño corre riendo a carcajadas con los brazos abiertos como un pájaro. La casa del patriarca se levanta de sus propias ruinas; sus piedras se desempolvan y se colocan en su sitio en mágica coreografía, las paredes se alzan, las vigas se cubren de tejas; la casa del abuelo se yergue al sol, más hermosa que nunca. El niño es más veloz que las penas, más veloz que el destino, más veloz que el tiempo… Y sueña, le dice el artista, sueña que eres guapo, feliz e inmortal… Ya libre de angustias, el niño corre aleteando por la cresta de las colinas, con el rostro radiante y los ojos alborozados, y sube al cielo a lomos de las palabras de su padre: Pueden quitarte todo; tus bienes, tus mejores años, todos tus méritos y alegrías, hasta la última camisa; pero siempre te quedarán los sueños para reinventar el mundo que te han confiscado.
Yasmina Khadra