Tracy Chevalier
El azul de la Virgen
«Así como el amarillo siempre implica luz, cabe decir que el azul siempre comporta oscuridad. Ese color causa en la vista una impresión singular, indescriptible. Es, como color, una energía, pero pertenece al lado negativo, y en su pureza suprema es, por así decirlo, una negación estimulante. Su efecto es una mezcla de excitación y de serenidad.»
GOETHE, Teoría de los colores
1. La Virgen
Se llamaba Isabelle y, todavía niña, el pelo le cambió de color en el tiempo que tarda un ruiseñor en llamar a su compañera.
Aquel verano el duque de l'Aigle trajo de París una estatua de la Virgen con el Niño y un bote de pintura para el nicho sobre la puerta de la iglesia. En la aldea se celebró una fiesta el día en que se entronizó la estatua. Isabelle, sentada en el último travesaño de una escalera de mano, vio cómo Jean Tournier pintaba el nicho de azul intenso, el color del cielo despejado al atardecer. Cuando estaba terminando, el sol salió de detrás de un ejército de nubes e iluminó de tal manera aquel azul que Isabelle juntó las manos detrás del cuello y apretó los codos contra el pecho. Al tocarla los rayos del astro rey, sus cabellos adquirieron un tono cobrizo que no desapareció con la puesta de sol. Desde aquel día la llamaron La Rousse, por la Virgen María.
El apodo dejó de ser cariñoso algunos años después, cuando llegó a la aldea, con las manos manchadas de tanino, monsieur Marcel, que utilizaba palabras tomadas de Calvino. En su primer sermón, en el bosque, donde no podía verlos el cura de la aldea, les dijo que la Virgen les cerraba el camino hacia la Verdad.
– A La Rousse la han profanado con las estatuas, con las velas, con las baratijas. ¡Está contaminada! -proclamó-. ¡Se interpone entre vosotros y Dios!
Los aldeanos se volvieron para mirar a Isabelle, que se agarró al brazo de su madre.
¿Cómo se ha enterado?, pensó. Sólo mamá lo sabe. Su madre nunca hubiera dicho a monsieur Marcel que Isabelle había empezado a sangrar aquel mismo día, que ya llevaba un paño áspero atado entre las piernas y que sentía un dolor sordo en el estómago. Les fleurs, las había llamado su madre, flores especiales de Dios, un don del que no tenía que hablar porque la distinguía. Isabelle miró a su madre, que torcía el gesto ante las palabras de monsieur Marcel y que había abierto la boca como para hablar. Isabelle le tiró del brazo y su madre apretó los labios hasta convertirlos en una línea apenas visible.
Isabelle regresó después a casa entre su madre y su hermana Marie, los gemelos siguiéndolas más despacio. Los otros chicos de la aldea se rezagaron en un primer momento, cuchicheando. Finalmente, enardecido por la curiosidad, uno de ellos se acercó corriendo y agarró un mechón de los cabellos de Isabelle.
– ¿No le has oído, La Rousse? ¡Estas sucia! -gritó.
Isabelle lanzó un alarido. Petit Henri y Gérard se apresuraron a defenderla, contentos por fin de ser útiles. Al día siguiente -mucho antes que otras chicas de su edad- Isabelle empezó a usar pañuelo para la cabeza, ocultando así las hebras de color rojo.
Cuando cumplió los catorce años, crecían ya dos cipreses en un claro soleado cerca de la casa. En dos ocasiones Petit Henri y Gérard hicieron el viaje hasta Barre-les-Cévennes, una caminata de dos días, para traer los árboles. El primero fue el de Marie. Le creció tanto la tripa que todas las mujeres de la aldea dijeron que debían de ser mellizos; pero los dedos exploradores de su madre sólo encontraron una cabeza, aunque muy grande, hasta tal punto que le preocupó su tamaño.
– Ojalá fueran mellizos -le susurró a Isabelle-. El parto sería mucho más fácil.
Cuando llegó el momento, la madre de Marie hizo que se marcharan todos los varones: marido, padre y hermanos. Era una noche de frío glacial y el fuerte viento hacía que la nieve se amontonara contra la casa, contra los muros de piedra y contra las gavillas de centeno. Los hombres remolonearon junto al fuego hasta escuchar el primer alarido de Marie: pese a ser personas curtidas, acostumbradas a los aullidos de los cerdos durante la matanza, aquel grito tan humano los echó enseguida.
Isabelle ya había ayudado a su madre en otros partos, pero siempre en presencia de más mujeres que cantaban y narraban historias. Aquella vez el frío las había retenido en sus casas y estaban las dos solas. Isabelle miraba a su hermana que, inmóvil bajo el abultado vientre, tiritaba, sudaba y gritaba. El rostro crispado de su madre reflejaba ansiedad; hablaba muy poco.
Durante toda la noche Isabelle le dio la mano a su hermana, apretándosela durante las contracciones, al tiempo que le limpiaba el sudor de la frente con un paño húmedo. Rezó por ella, implorando en silencio a la Virgen y a santa Margarita que protegiesen a su hermana, sintiéndose todo el tiempo culpable: monsieur Marcel les había dicho que ni la Virgen ni los santos podían hacer nada y era inútil invocarlos. Pero ninguna, de sus palabras proporcionaba consuelo a Isabelle. Tan sólo las antiguas oraciones tenían sentido.
– La cabeza es demasiado grande -dictaminó la madre finalmente-. Tenemos que cortar.
– Non, maman -susurraron al unísono Marie e Isabelle, los ojos de la parturienta desorbitados y llenos de desesperación. Empezó a empujar de nuevo, llorando y jadeando. Isabelle oyó el ruido de la carne al rasgarse; y Marie lanzó un alarido de dolor antes de quedar fláccida y gris. La cabeza, negra y deforme, asomó en medio de un río de sangre, y cuando la abuela extrajo a la recién nacida ya estaba muerta, el cordón umbilical muy prieto en torno al cuello.
Los varones regresaron cuando vieron el fuego, nubes de humo que se alzaban en el aire matutino, procedentes de la paja ensangrentada.
Enterraron a madre e hija en un lugar soleado donde a Marie le gustaba sentarse cuando hacía buen tiempo. El ciprés se plantó sobre su corazón.
La sangre dejó un débil rastro en el suelo que nunca desapareció, por mucho que se barriera o se fregara.
El segundo árbol lo plantaron al verano siguiente. Sucedió en el momento de la puesta de sol, la hora de los lobos, cuando las mujeres no deben caminar solas. Isabelle y su madre habían atendido un nacimiento en Felgérolles. Parturienta y bebé sobrevivieron, rompiendo así una larga sucesión de muertes, comenzada con Marie y su hija. Aquella tarde se habían quedado un poco más, atendiendo a la comodidad de la madre y del pequeño, y escuchando los cantos y la conversación de las otras mujeres, de manera que el sol ya se había escondido detrás del Mont Lozère cuando la madre de Isabelle rechazó advertencias e invitaciones para pasar la noche y emprendieron el camino de regreso.
El lobo estaba tumbado en el camino como si las esperase. Madre e hija se detuvieron, depositaron en el suelo los sacos que llevaban y se santiguaron. El lobo no se movió. Lo contemplaron durante un momento, luego la madre recogió su saco y dio un paso hacia el animal. El lobo se incorporó e Isabelle pudo ver, pese a la oscuridad, que estaba muy flaco y que tenía sarnosa la piel gris. Le brillaban los ojos amarillos como si les hubieran encendido detrás una vela, y se movía con un trote extraño, desequilibrado. Sólo después de que estuviera tan cerca que la madre casi podía tocarle la piel grasienta extendiendo la mano, vio Isabelle la espuma en las comisuras de la boca y entendió. Todo el mundo había visto animales atacados por la locura: perros que corrían sin rumbo, el hocico salpicado de espuma, una malevolencia nueva en los ojos, ladridos ahogados. Evitaban el agua, y la protección más eficaz contra ellos, además del hacha, era un cubo lleno de líquido. Isabelle y su madre sólo llevaban consigo hierbas, ropa blanca y un cuchillo.
Al verlo saltar, la madre alzó los brazos de manera instintiva, lo que le prolongó la vida veinte días, si bien más tarde llegaría a lamentar que no le hubiera desgarrado la garganta rápida y piadosamente. Después de soltar la presa, cuando corría la sangre por el brazo de la víctima, el lobo miró unos instantes a Isabelle y se perdió en la oscuridad sin hacer el menor ruido.