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Aquella noche hicimos el amor, y Rick evitó cuidadosamente mi psoriasis. Después esperé pacientemente a dormirme y a tener la pesadilla. Cuando llegó fue menos impresionista, más tangible que nunca. El azul colgaba sobre mí como una lámina brillante, balanceándose hacia adentro y hacia fuera, adquiriendo textura y forma. Al despertarme, las lágrimas me corrían por las mejillas y era mi voz lo que resonaba en mis oídos. No me moví.

– Un vestido -susurré-. Era un vestido.

Por la mañana fui corriendo a la biblioteca, pero sólo encontré a la colega de Jean-Paul, y tuve que volverme de espaldas para ocultar mi decepción e irritación por aquella ausencia inesperada. Deambulé, perdida, por las dos habitaciones, seguida por la mirada de la bibliotecaria. Finalmente le pregunté si Jean-Paul aparecería por allí en algún momento del día.

– No, no -respondió, frunciendo un poco el ceño-. Faltará unos cuantos días. Se ha marchado a París.

– ¿París? ¿Por qué?

Me miró, sorprendida ante mi pregunta.

– Se casa su hermana. Regresará después del fin de semana.

– Oh. Merci -dije antes de marcharme. Era extraño pensar en Jean-Paul con una hermana, una familia. Maldita sea, pensé, descendiendo pesadamente las escaleras hasta salir a la plaza. Madame, la de la boulangerie, se hallaba junto a la fuente, conversando con la mujer que me había permitido descubrir la biblioteca. Las dos dejaron de hablar y me miraron un buen rato antes de reanudar su charla. Váyanse al diablo, pensé. Nunca me había sentido ni tan aislada ni tan llamativa.

Aquel domingo nos invitaron a comer en casa de uno de los colegas de Rick, nuestra primera actividad verdaderamente social desde el traslado a Francia, descontando las ocasiones improvisadas y rápidas en las que habíamos tomado una copa con conocidos de Rick del trabajo. Estaba nerviosa y mi preocupación se centró en la ropa. No tenía ni idea de lo que significaba un almuerzo dominical desde el punto de vista francés, ignoraba si había que ponerse de tiros largos o no.

– ¿Tengo que ir bien vestida? -importuné a Rick una y otra vez.

– Lleva lo que quieras -replicaba sin ayudarme en lo más mínimo-. Les dará lo mismo.

Pero no a mí, pensé, si llevo lo que no debo.

Estaba el problema añadido de mis brazos: era un día caluroso, pero no soportaría las miradas furtivas a mi piel deteriorada. Finalmente elegí un vestido sin mangas, de color hueso, que me llegaba hasta media pantorrilla y una chaqueta blanca de lino. Me pareció que con aquel conjunto encajaría más o menos en cualquier ambiente, pero cuando nuestros anfitriones abrieron la puerta de su gran casa en las afueras y vi los vaqueros y la camiseta blanca de Chantal y los pantalones cortos de color caqui de Olivier, me sentí, al mismo tiempo, demasiado arreglada y pasada de moda. Me sonrieron cortésmente y sonrieron de nuevo al aceptar las flores y el vino que les llevábamos, pero me fijé en que Chantal abandonó las flores, todavía envueltas, en un aparador del comedor, y que nuestra botella, cuidadosamente elegida, no apareció en la mesa durante el almuerzo.

Tenían dos hijos, chica y chico, tan corteses y tranquilos que ni siquiera me enteré de cómo se llamaban. Al final de la comida se levantaron y desaparecieron en el interior de la casa como llamados por una campana que sólo los niños pudieran oír. Probablemente se fueron a ver la televisión y, a decir verdad, hubiera preferido acompañarlos: la conversación entre nosotros, los adultos, me pareció aburrida y en ocasiones desmoralizadora. Rick y Olivier pasaron casi todo el tiempo analizando, en inglés, los negocios de su empresa. Chantal y yo charlamos incómodamente en una mezcla de francés e inglés. Yo trataba de hablar sólo en francés, pero ella se pasaba una y otra vez al inglés cuando tenía la impresión de que me perdía. Hubiera sido descortés por mi parte seguir hablando en francés, de manera que me pasaba al inglés hasta que hacíamos una pausa; entonces iniciaba otro tema en francés. El diálogo se convirtió en un cortés forcejeo entre las dos, creo que Chantal disfrutaba un tanto demostrando que su inglés era mucho mejor que mi francés. Y no le interesaban las trivialidades; en el espacio de diez minutos había repasado todos los grandes problemas del mundo y me miraba desdeñosa cuando yo no tenía una respuesta contundente para cada uno de ellos.

Tanto Olivier como Chantal estaban pendientes de las palabras de Rick, aunque yo me esforzaba mucho más por hablar con los dos en su idioma. Pese a todo mi empeño por comunicar, apenas me escuchaban. Pero me molestaba tener que comparar mi actuación con la de Rick: era algo que no había hecho nunca en los Estados Unidos.

Nos marchamos a última hora de la tarde, con besos corteses y promesas de invitarlos a Lisle. Qué divertido sería, pensaba yo mientras nos alejábamos. Cuando los perdimos de vista me quité la chaqueta, empapada en sudor. Si hubiéramos estado en California con nuestros amigos, no habría importado el aspecto de mis brazos. Por otra parte, si estuviésemos aún en los Estados Unidos, tampoco habría tenido psoriasis.

– Vaya, qué gente tan agradable, ¿no es cierto? -Rick inició nuestro cambio ritual de impresiones.

– No han tocado ni el vino ni las flores.

– Sí, pero con una bodega como la suya, no me sorprende mucho. ¡Vaya sitio!

– No estaba pensando en sus posesiones materiales.

Rick me miró de reojo.

– No parecías encontrarte muy a gusto. ¿Qué es lo que no ha funcionado?

– No lo sé. Sólo siento…, sólo siento que no encajo, eso es todo. No parece que sea capaz de hablar con la gente como en Estados Unidos. Hasta ahora, la única persona con quien he mantenido conversaciones normales, además de madame Sentier, ha sido Jean-Paul, y tampoco se trata de verdaderas conversaciones. Parecen más bien batallas, más bien…

– ¿Quién es Jean-Paul?

Traté de quitarle importancia.

– Un bibliotecario de Lisle. Me está ayudando a informarme sobre la historia de mi familia. Ahora mismo está fuera -añadí sin venir a cuento.

– ¿Y qué es lo que habéis descubierto entre los dos?

– No demasiado. Un poco gracias a mi primo suizo. ¿Sabes? Había empezado a creer que tener más información sobre mis antepasados franceses haría que me sintiera mejor, pero ahora pienso que no es verdad. La gente sigue viéndome como americana.

– Eres americana, Ella.

– Sí, ya lo sé. Pero tengo que cambiar un poco mientras estoy aquí.

– ¿Por qué?

– ¿Por qué? Porque de lo contrario destaco demasiado. La gente quiere que sea lo que ellos esperan; quieren que sea como ellos. Y de todos modos no puedo evitar que me afecte el paisaje, las personas y su manera de pensar, al igual que el idioma. Todo eso me va a hacer diferente, un poco distinta al menos.

Rick pareció desconcertado.

– Pero tú eres tú -dijo, cambiando de carril tan bruscamente que los coches de detrás tocaron el claxon, indignados-. No necesitas cambiar.

– No se trata de eso. Más bien es cuestión de adaptarse. Es como… Aquí los bares no sirven café descafeinado, de manera que me estoy acostumbrando a tomar menos café de verdad o a prescindir por completo del café.

– Mi secretaria me prepara descafeinado en la oficina.

– Rick… -me callé y conté hasta diez. Parecía tergiversar aposta mis metáforas, empeñarse en ver el lado positivo de las cosas.

– Creo que serías mucho más feliz si no te preocuparas tanto por encajar. A la gente le parecerás bien tal como eres.

– Quizá -miré por la ventanilla. Rick poseía el don de que lo aceptaran sin tener que molestarse en encajar. Era como su coleta: la llevaba con tanta naturalidad que nadie se le quedaba mirando ni pensaba que fuese raro. Yo, por otra parte, pese a mis esfuerzos por encajar, destacaba como un rascacielos.