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Rick necesitaba pasar una hora en su despacho; yo había pensado sentarme a leer o entretenerme con uno de los ordenadores, pero estaba de tan mal humor que salí a dar un paseo. La empresa de Rick se hallaba exactamente en el centro de Toulouse, en una zona de calles estrechas y tiendas, llena de domingueros que miraban escaparates. Empecé a callejear, a mirar ropa elegante, joyas de oro, lencería imaginativa. El culto de los franceses por la lencería siempre me había sorprendido; incluso pueblos como Lisle-sur-Tarn tenían una tienda especializada. Era difícil imaginarme llevando las prendas exhibidas, con sus complicados tirantes y encajes y dibujos que destacaban las zonas erógenas del cuerpo. Había algo muy poco americano en todo en toda aquella ritualización del atractivo sexual.

De hecho las francesas de las ciudades eran tan distintas de mí que con frecuencia me sentía invisible entre ellas, fantasma desmelenado que se apartaba para dejarlas pasar. Las mujeres que paseaban por Toulouse llevaban blazers entallados, vaqueros y discretas pero macizas joyas de oro en orejas y cuello. Siempre calzaban zapatos de tacón. El corte de pelo muy cuidado, caro, las cejas bien delineadas, la piel sin defectos. No costaba trabajo imaginárselas con complicados sujetadores o combinaciones, braguitas de seda que dejaban las caderas al descubierto, medias, ligueros. Se tomaban muy en serio su imagen. Al pasar entre ellas sentía que me miraban disimuladamente, que me juzgaban por el pelo hasta los hombros, que estaba tardando un poco más de la cuenta en cortarme, por la ausencia de maquillaje, por las blusas siempre arrugadas, por las ruidosas sandalias sin tacón que me habían parecido tan a la moda en San Francisco. Estaba segura de advertir en sus rostros fogonazos de compasión.

¿Saben que soy americana?, me pregunté. ¿Es tan evidente?

Lo era; yo misma reconocí a la pareja de compatriotas de mediana edad que me precedía a un kilómetro de distancia, sin otra referencia que la ropa que llevaban y su forma de andar. Contemplaban el escaparate de una bombonería y al pasar junto a ellos les oí debatir la conveniencia de volver al día siguiente y comprar algo para llevar a Estados Unidos.

– ¿No se derretirán en el avión? -preguntaba la mujer. Tenía las caderas muy bajas y anchas y llevaba una blusa suelta de color pastel y zapatillas de deporte. Colocaba los pies muy separados y las rodillas juntas.

– No, cariño; a diez mil metros de altura hace mucho frío. No se van a derretir, pero tal vez se aplasten. Quizá nos podamos llevar otra cosa -el varón lucía una tripa considerable, subrayada por un cinturón que la dividía al abrazarla. Le faltaba la gorra de béisbol, pero podría haberla llevado. Probablemente la había dejado en el hotel.

Alzaron la vista y sonrieron alegres, una esperanza iluminándoles la cara. Su ingenuidad me resultó penosa; rápidamente torcí por una calle lateral. Detrás de mí oí decir al varón: «Perdóneme, señorita, sel-vu-plei», No me volví. Me sentí como una niña que se avergüenza de sus padres delante de sus amigas.

Al final de da calle encontré el Musée des Augustins, un viejo edificio de ladrillo que albergaba una colección de pintura y escultura. Me volví para mirar: la pareja de americanos no me había seguido. Entré rápidamente. Después de pagar tuve que empujar la puerta para entrar en un claustro, un lugar soleado y tranquilo, dos pasillos en ángulo recto flanqueados por esculturas y en el centro un jardín muy cuidado de flores, hortalizas y hierbas aromáticas. En uno de dos pasillos había una larga hilera de perros de piedra, hocicos hacia lo alto, aullando alegremente. Di la vuelta a todo el claustro y después me paseé por el jardín, admirando las matas de fresas, las lechugas en hileras muy rectas, el estragón, la salvia, las tres clases de menta y el frondoso arbusto de romero. Me senté, me quité la chaqueta y dejé que las placas de psoriasis se empaparan de sol. Cerré los ojos y durante un rato no pensé en nada.

Finalmente me espabilé y me levanté para ver la iglesia anexa. Era un lugar enorme, tan grande como una catedral, pero se habían retirado todos los bancos, habían quitado el altar y colgado cuadros de las paredes. Nunca había visto una iglesia transformada tan descaradamente museo. Me detuve en el umbral, admirando el efecto del gran espacio vacío que quedaba por encima de los cuadros, abrumándolos y empequeñeciéndolos.

Un destello captado con el rabillo del ojo me hizo volverme hacia un cuadro de la pared opuesta. Un rayo de sol lo iluminaba, y todo lo que yo veía era una mancha azul. Me dirigí hacia él, parpadeante, con el corazón encogido.

Representaba un descendimiento, y Jesús yacía sobre una sábana en el suelo, la cabeza en el regazo de un anciano. Lo contemplaban un hombre más joven, una muchacha con un vestido amarillo y en el centro da Virgen María, con una túnica precisamente del azul de mis pesadillas, que servía para enmarcar un rostro asombroso. El cuadro mismo era estático, una composición meticulosamente equilibrada, cada personaje colocado con sumo cuidado, cada inclinación de cabeza o gesto de las manos medido para conseguir un determinado efecto. Sólo el rostro de da Virgen, centro absoluto de la escena, se movía cambiaba, porque en sus facciones luchaban el dolor y una extraña paz mientras, enmarcada por un color que reflejaba su sufrimiento, contemplaba el cadáver de su hijo.

Todavía inmóvil delante del cuadro, la mano derecha se me alzó bruscamente y, de manera involuntaria, me santigüé. No había hecho nunca un gesto así en toda ni vida.

Miré el rótulo a un lado del cuadro y leí el título el nombre del pintor. No me moví durante mucho tiempo todo el espacio de la iglesia suspendido a mi alrededor. Luego me volví a santiguar, dije «Santa María, ayúdame» y me eché a reír.

Nunca se me habría ocurrido que existiera un pintor en la familia.

3. La huida

Isabelle se incorporó y volvió los ojos hacia la cama de los niños. Jacob, despierto ya, se abrazaba las piernas, la barbilla apoyada en las rodillas. Tenía el oído más fino de toda la familia.

– Un caballo -dijo sin alzar la voz.

Isabelle le dio con el codo a Etienne.

– Un caballo -susurró.

Su marido se levantó de un salto, medio dormido, el cabello oscurecido por el sudor. Al tiempo que se ponía los pantalones, zarandeó a Bertrand hasta despertarlo. Juntos se deslizaron por la escalera de mano en el momento en que alguien empezaba a aporrear la puerta. Isabelle atisbó por encima de la barandilla del altillo y vio reunirse a los hombres, empuñando hachas y cuchillos. De la habitación de atrás salió Hannah con una vela. Después de susurrar a través de la rendija de la puerta, Jean dejó el hacha y descorrió el cerrojo.

Al administrador del duque de l'Aigle lo conocían todos. Se presentaba periódicamente para consultar a Jean Tournier y utilizaba su casa como centro de operaciones cuando recogía los diezmos de las granjas de los alrededores, anotándolos con cuidado en un cuaderno de pastas de cuero de becerro. Bajo, gordo y completamente calvo. compensaba la falta de estatura con una voz tronante que Jean trataba ahora en vano de conseguir que reprimiera. No existían secretos con una voz así.

– ¡Han asesinado al duque en París!

Hannah dejó escapar un grito ahogado y se le cayó la vela. Isabelle se santiguó sin darse cuenta, luego se agarró el cuello y miró alrededor. Los cuatro niños se habían incorporado formando una hilera; Susanne se sentó a su lado en el borde de la cama, en difícil equilibrio, el vientre enorme y dilatado. Estará lista pronto, pensó Isabelle, con un cálculo maquinal. Aunque ahora no los utilizaba nunca, no había olvidado los antiguos saberes.