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Petit Jean empezó a sacar punta a un trozo de madera con la navaja que siempre llevaba encima, incluso en la cama. Jacob, de ojos grandes y marrones como los de su madre, guardaba silencio. Marie y Deborah se apoyaban la una en la otra, Deborah medio dormida, Marie con ojos brillantes.

– Mamá, ¿qué es asesinato? -preguntó con una voz que sonó como una sartén de cobre al golpearla.

– Calla -susurró Isabelle. Fue hasta el pie de la cama para oír lo que decía el administrador. Susanne vino a sentarse a su lado y las dos se inclinaron hacia adelante, los brazos sobre la barandilla.

– …hace diez días, en la boda de Enrique de Navarra. Cerraron las puertas y miles de seguidores de la Verdad fueron pasados a cuchillo. Coligny igual que nuestro duque. Y la persecución se ha extendido al campo. Por todas partes matan a gente honrada.

– Pero estamos muy lejos de París y aquí todos somos seguidores de la Verdad -replicó Jean-. Los católicos no llegarán hasta aquí.

– Dicen que viene un destacamento desde Mende -tronó el administrador-. Para aprovecharse de la muerte del duque. Vendrán a por ti, como representante suyo. La duquesa va a refugiarse en Alés y pasará por aquí dentro de unas horas. Tendrás que venir con nosotros para salvar a tu familia. La duquesa sólo se ha ofrecido a recoger a los Tournier. A nadie más.

– No.

Fue Hannah quien respondió. Había vuelto a encender la vela y permanecía, firme, en el centro de la habitación, la espalda ligeramente encorvada, y la trenza de plata cayéndole hasta muy abajo por la espalda.

– No necesitamos abandonar esta casa -continuó-. Aquí estamos protegidos.

– Y tenemos cosechas que recoger -añadió Jean.

– Ojalá cambies de idea. Tu familia, cualquier persona de tu familia, será bien recibida en el séquito de la duquesa.

A Isabelle le pareció captar un destello -dirigido a Bertrand- en los ojos del administrador. Susanne, al mirar a su esposo, se agitó inquieta. Isabelle le cogió la mano: estaba tan fría como el río. Miró a los pequeños. Las niñas, demasiado jóvenes para entender, se habían vuelto a dormir; Jacob seguía sentado con la barbilla en las rodillas; Petit Jean, vestido ya y apoyado en la barandilla, contemplaba a los mayores.

El administrador se marchó para advertir a otras familias. Jean echó el cerrojo y dejó el hacha, mientras Etienne y Bertrand desaparecían en el establo para cerrarlo desde dentro. Hannah se acercó al hogar, colocó la vela sobre la repisa y se arrodilló junto al fuego, oculto bajo las cenizas durante la noche. Isabelle pensó en un primer momento que iba a reavivarlo, pero su suegra no lo tocó.

Isabelle apretó la mano de Susanne y señaló el hogar con la cabeza.

– ¿Qué hace?

Susanne contempló a su madre, al tiempo que se limpiaba la mejilla por donde se había deslizado una lágrima.

– La magia está en el hogar -susurró por fin- La magia que protege la casa. Mamá le reza.

La magia. Se había aludido a ella de manera indirecta a lo largo de los años, pero ni Etienne ni Susanne lo explicaban nunca, e Isabelle jamás se había atrevido a preguntárselo ni a Jean ni a Hannah.

Lo intentó una vez más.

– Pero ¿de qué se trata? ¿Qué hay dentro?

Susanne negó con la cabeza.

– No lo sé. De todos modos, hablar de ello disminuye su poder. Ya he dicho demasiado.

– Pero ¿por qué reza? Monsieur Marcel asegura que no hay magia en las oraciones.

– Eso es más antiguo que las oraciones, más antiguo que Monsieur Marcel y sus enseñanzas.

– Pero no es más antiguo que Dios. Ni más antiguo que… -la Virgen, terminó para sus adentros.

Susanne no respondió.

– Si nos vamos -dijo en cambio-, si nos vamos con la duquesa, dejaremos de estar protegidos.

– Nos protegerán los hombres de la duquesa, sus espadas, claro está -respondió Isabelle.

– ¿Vendrás?

Isabelle no contestó. ¿Qué haría falta para sacar de allí a Etienne? El administrador no lo había mirado cuando los instaba a marcharse. Sabía que Etienne se quedaría en la granja.

Etienne y Bertrand regresaron del establo y el hijo de los Tournier se reunió con sus padres en la mesa. Jean alzó la vista hacia Isabelle y Susanne.

– Seguid durmiendo -dijo-. Nosotros nos encargamos de vigilar.

Pero miraba a Bertrand, que vacilaba en el centro de la habitación. El marido de Susanne alzó los ojos hacia su mujer, como si buscara una señal. Isabelle se inclinó hacia ella.

– Dios te protegerá -le susurró al oído-. Dios, y los hombres de la duquesa.

Se recostó, captó la mirada indignada de Hannah y no le importó. Todos estos años me has hostigado por el color de mi pelo, pensó, y sin embargo rezas a tu magia particular. Hannah y ella se miraron fijamente. Fue su suegra quien apartó la vista.

A Isabelle se le escapó la inclinación de cabeza de Susanne, pero no su resultado. Bertrand se volvió decidido hacia Jean.

– Susanne, Deborah y yo nos marcharemos a Alés con la duquesa de l'Aigle -anunció.

Jean miró a Bertrand.

– No se te oculta que lo perderás todo si te vas -dijo en voz baja.

– Lo perderemos todo si nos quedamos. A Susanne casi le ha llegado el momento y andando no puede ir muy lejos. Imposible correr. No tendrá la menor esperanza cuando lleguen los católicos.

– ¿No tienes fe en esta casa? ¿Una casa donde no ha muerto ningún recién nacido? ¿Donde los Tournier han prosperado a lo largo de cien años?

– Creo en la Verdad -replicó-. En eso es en lo que creo -pareció crecer al hablar, y su rebeldía le daba estatura y volumen. Isabelle se dio cuenta por primera vez de que en realidad era más alto que su suegro.

– Al casarnos no me disteis dote porque vivíamos aquí con vosotros. Todo lo que pido ahora es un caballo. Eso será dote suficiente.

Jean lo contempló, incrédulo.

– ¿Quieres que te dé un caballo para llevarte a mi hija y a mis nietos?

– Lo que quiero es salvar a su hija y a sus nietos.

– Soy yo el jefe de esta familia, ¿no es cierto?

– Dios es mi señor. Debo seguir la Verdad, no la magia en la que tanto confiáis.

Isabelle nunca habría adivinado que Bertrand pudiera mostrarse tan rebelde. Después de que Jean y Hannah lo eligieran para Susanne, había trabajado como el que más sin llevarles nunca la contraria. Había hecho más fácil la vida en la casa, echando pulsos todos los días con Etienne, enseñando a Petit Jean a tallar la madera, haciéndolos reír a todos por la noche junto al fuego con sus historias del lobo y el zorro. Trataba a Susanne con una delicadeza que Isabelle envidiaba. Una o dos veces había presenciado cómo se tragaba la rebeldía; y ahora parecía que le había crecido dentro, esperando un momento como aquel.

Jean, entonces, los sorprendió a todos.

– Marchaos -dijo con aspereza-. Pero llevaos el borrico, no el caballo -se dio la vuelta, se dirigió a grandes zancadas hasta la puerta del establo, la abrió con violencia y desapareció dentro.

Etienne alzó la vista hacia Isabelle antes de mirarse las manos; su mujer estaba segura de que no iban a seguir a Bertrand. Casarse con ella había sido el único acto de rebeldía de Etienne. No le quedaba voluntad para más.

Isabelle se volvió hacia su cuñada.

– Cuando montes en el borrico -le susurró-, tienes que hacerlo a mujeriegas para sujetar al bebé con las piernas. Eso evitará que nazca demasiado pronto. Monta a mujeriegas -repitió, porque Susanne miraba al vacío como si estuviera asustada. Se volvió hacia Isabelle.

– ¿Quieres decir como la Virgen durante la huida a Egipto?

– Sí, sí, como la Virgen.

No la habían mencionado desde hacía mucho tiempo.

Deborah y Marie dormían envueltas en una sábana cuando Susanne e Isabelle fueron a despertarla justo antes de que amaneciera. Trataron de no inquietar a los demás, pero Marie empezó a decir a voces: