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Marie se quedó en el centro de la cocina, apretando contra el pecho una brazada de espliego. Hannah siguió trabajando junto al fuego, como ajena a la actividad que la rodeaba. Una vez que todos se reunieron alrededor de la mesa, la anciana se volvió y dijo con sencillez:

– Estamos seguros.

Fueron las últimas palabras que Isabelle le oyó pronunciar hasta el final de sus días.

Tardaron en aparecer.

La familia, sentada en silencio en torno a la mesa, en sus sitios habituales, no estaba comiendo. Dentro la oscuridad era casi totaclass="underline" un fuego sin llama en el hogar, no se habían encendido velas y la única luz entraba por las rendijas de los postigos. Isabelle ocupaba un banco, con Marie muy cerca, cogida de la mano, el espliego sobre el regazo. Jean se sentaba muy erguido a la cabecera de la mesa. Etienne se miraba las manos, convertidas en puños. Le temblaba la mejilla, pero, por lo demás, parecía tan impasible como su padre. Hannah se frotaba la cara y se apretaba el puente de la nariz con el pulgar y el índice, los ojos cerrados. Petit Jean había sacado la navaja, poniéndosela delante sobre la mesa. La tomaba una y otra vez, la hacía brillar, Probaba la hoja y la volvía a dejar. Jacob, tumbado en el banco donde se sentaban de ordinario Susanne, Bertrand Y Deborah, tenía un canto rodado en la mano. Los demás los llevaba en el bolsillo. Siempre le habían gustado los guijos de colores brillantes del Tarn, sobre todo los de color rojo intenso y amarillo. Los seguía guardando incluso cuando, ya secos, se convertían en marrones y grises apagados. Si quería ver sus verdaderos colores, los lamía.

A Isabelle le parecía que los huecos del banco los llenaban los fantasmas de su familia: su madre, su hermana, sus hermanos. Agitó la cabeza y cerró los ojos, tratando de imaginar dónde estaría ya Susanne, a salvo con la duquesa. Al no conseguirlo, pensó en el azul de la Virgen, el color que llevaba años sin ver pero que podía visualizar en aquel momento como si las paredes de la casa estuvieran pintadas con él. Respiró hondo y los latidos de su corazón se apaciguaron. Abrió los ojos. Los sitios vacíos alrededor de la mesa brillaban con luz azul.

Cuando llegaron los caballos se oyeron gritos y silbidos y, a continuación, unos golpes violentos en. la puerta que sobresaltaron a todos.

– Cantemos -dijo Jean, seguro de sí, antes de entonar, con su tranquila voz de bajo, las primeras notas-: J'ai mis en toi mon espérance: Garde-moi donc, Seigneur, D'eternel déshonneur. Octroye-moi ma délivrance, Par ta grande bonté haute, Qui jamais ne fit faute -todo el mundo se unió a excepción de Hannah: siempre había dicho que cantar era una frivolidad y prefería musitar las palabras entre dientes. Los niños cantaban con voces muy agudas, entre ataques de hipo en el caso de Marie, debido al miedo.

Terminaron el salmo con acompañamiento de ruido de postigos y un rítmico golpear en la puerta. Habían empezado a cantar otro cuando cesaron los golpes. Al cabo de un momento oyeron el ruido de un frotamiento contra la parte inferior de la puerta, seguido de un crepitar y de olor a humo. Etienne y Jean se levantaron y se acercaron. Etienne levantó un cubo de agua e hizo un gesto con la cabeza. Jean corrió en silencio el cerrojo y abrió ligeramente la puerta. Etienne arrojó fuera el agua en el mismo momento en que, empujada a patadas desde el exterior, la puerta se abría con violencia y una intensa llamarada se colaba en el interior. Dos manos agarraron a Jean por la garganta y la camisa, sacándolo fuera bruscamente, al tiempo que la puerta se volvía a cerrar tras él.

Etienne forcejeó, logró abrir otra vez y quedó envuelto en humo y fuego.

– ¡Padre! -gritó antes de desaparecer en el patio. En el interior se produjo un extraño silencio helado. Luego Isabelle se levantó tranquila, sintiendo que la luz azul la rodeaba y la protegía. Alzó a Marie.

– Agárrate a mí -le susurró, y Marie rodeó con los brazos el cuello de su madre y con las piernas su cintura, el espliego aplastado entre las dos. Isabelle tomó a Jacob de la mano y le hizo gestos a Petit Jean para que se cogiera de la otra. Como en un sueño, atravesó la habitación con los niños, corrió otro cerrojo y entró en el establo. Evitaron al caballo, que ahora se movía de lado y relinchaba por el olor a humo y el ruido de otros caballos en el patio. En el extremo más alejado del establo Isabelle descorrió el cerrojo de una puertecita que daba a la huerta. Juntos se abrieron camino entre coles y tomates, zanahorias, cebollas, hierbas aromáticas. La falda de Isabelle rozó las matas de salvia, que derramaron el familiar olor característico.

Al alcanzar la roca con forma de seta del fondo de la huerta se detuvieron. Jacob apoyó brevemente las manos en la piedra. Más allá había un campo en barbecho en el que pastaban las cabras, ahora seco y polvoriento después de un verano de intenso sol. Echaron a correr por él, los niños delante, Isabelle detrás, Marie todavía abrazada a ella.

A mitad de camino Isabelle se dio cuenta de que Hannah no los acompañaba y dejó escapar una maldición.

Llegaron sanos y salvos al castañar. En la cleda Isabelle dejó en el suelo a Marie y se volvió hacia Petit Jean.

– Tengo que volver a por Mémé. A ti se te da muy bien esconderte. Esperad a que regrese. Pero no os escondáis en la cleda; quizá le prendan fuego. Y si vienen hacia aquí y tenéis que correr, id hacia la casa de mi padre, a través de los campos, no por el camino. D'accord?

Petit Jean asintió con la cabeza y sacó la navaja del bolsillo, los ojos azules muy brillantes.

Isabelle se volvió para mirar. La granja ardía ya. Los cerdos chillaban y los perros aullaban, aullidos a los que contestaban otros perros por todo el valle. En el pueblo saben lo que sucede, pensó. ¿Vendrán a ayudar? ¿Se esconderán? Miró a los niños, Marie y Jacob con los ojos muy abiertos e inmóviles, Petit Jean recorriendo el bosque con la mirada.

– Allez -dijo. Sin pronunciar una palabra, Petit Jean guió a los otros dos por entre la maleza.

Isabelle abandonó los árboles y bordeó el campo. A lo lejos veía el sitio donde habían trabajado aquel día: todos los haces de centeno que Petit Jean, Jacob y ella habían preparado juntos humeaban. Se oían gritos distantes y risas, un sonido que le erizó el vello de los brazos. Al acercarse más le llegó olor a carne quemada, algo a la vez familiar y extraño. Los cerdos, pensó. Los cerdos y… Cayó en la cuenta de lo que habían hecho los soldados.

– Sainte Vierge, aide-nous -musitó al tiempo que se santiguaba.

Había tanto humo en el extremo de la huerta que era como si hubiese caído la noche. Isabelle se deslizó entre las hortalizas y a mitad de camino encontró a Hannah de rodillas, abrazando una col contra el pecho, mientras las lágrimas abrían surcos en su rostro ennegrecido.

– Viens, Mémé -susurró Isabelle, rodeando con sus brazos los hombros de Hannah y alzándola-. Viens.

La anciana lloraba en silencio, y permitió que Isabelle la condujera hacia los campos cultivados. Por detrás oyeron a los soldados que entraban al galope en la huerta, pero la pared de humo las mantuvo ocultas. No se apartaron de la linde del campo, y siguieron la valla baja de granito que Jean había construido muchos años antes. Hannah se paraba una y otra vez para mirar hacia atrás, e Isabelle tenía que animarla, rodeándola con un brazo, tirando de ella.

El soldado surgió tan de repente que pareció como si Dios lo hubiera dejado caer del cielo. Lo habrían esperado por detrás; pero vino, en cambio, del bosque mismo al que se dirigían. Cruzó el campo a galope tendido, la espada levantada y, como Isabelle comprobó al tenerlo más cerca, con la sonrisa en los labios. Isabelle gimió y empezó a retroceder a trompicones, arrastrando a Hannah consigo.