– Para el caballo y para ti.
Hannah le oyó y manifestó su desagrado poniéndose tensa. Petit Jean, que sacaba el caballo del establo, se echó a reír.
– ¡Las personas no comen patatas, abuelo! Sólo los mendigos.
Al padre de Isabelle las manos se le hicieron puños.
– Ya verás cómo las agradeces cuando os saquen de un apuro, mon petit. Todos los seres humanos son pobres a los ojos de Dios.
Una vez preparados, Isabelle contempló a su padre con detenimiento, deseosa de aprenderse todas sus facciones para guardarlas siempre en la cabeza.
– Ten cuidado, papá -susurró-. Quizá vengan los soldados.
– Lucharé por la Verdad -replicó-. No tengo miedo -la miró y, alzando brevemente la barbilla, añadió-: Courage, Isabelle.
Su hija apretó las comisuras de la boca hasta conseguir una sonrisa que contuviera las lágrimas, luego le puso las manos en los hombros y, de puntillas, lo besó tres veces.
– Bah, has aprendido a besar como los Tournier -murmuró.
– Calla, papá. Ahora soy una Tournier.
– Pero tu apellido sigue siendo du Moulin. No lo olvides.
– No -hizo una pausa-. Acuérdate de mí.
Marie, que nunca lloraba, derramó lágrimas durante una hora después de que lo dejaran, inmóvil al borde del camino.
El caballo no podía con todos. Hannah y Marie se sentaban en el carro mientras los demás caminaban detrás, con Etienne o Petit Jean conduciendo al animal. A veces, uno de ellos subía al carro para descansar, y el caballo avanzaba más despacio.
Tomaron la dirección de Mont Lozére. La luna brillaba en el cielo, iluminándoles el camino, pero haciéndolos también más visibles. Cada vez que oían un ruido extraño se salían del camino. Finalmente alcanzaron la cumbre, el Col de Finiels, y escondieron el carro mientras Etienne, con el caballo, salía en busca de los pastores, que sin duda conocerían la ruta hacia Ginebra.
Isabelle, atenta a todos los ruidos, esperó junto al carro mientras los demás dormían. Sabía que muy cerca se hallaba el nacimiento del Tarn, que iniciaba allí su largo descenso montaña abajo. Nunca volvería a ver el río, nunca sentiría su contacto. En silencio, empezó a llorar por vez primera desde que el administrador del duque los despertara a media noche.
Entonces sintió unos ojos que la miraban, aunque no eran los ojos de un desconocido. Era una sensación familiar, la sensación del río en su piel. Al buscar con la vista, lo encontró recostado en una roca a muy poca distancia. El pastor no se movió cuando ella lo miró.
Después de secarse las lágrimas, se acercó a donde estaba. Se miraron fijamente. Isabelle extendió el brazo y le tocó la cicatriz de la mejilla.
– ¿Cómo te la hiciste?
– Me lo ha hecho la vida.
– ¿Cómo te llamas?
– Paul.
– Nos vamos. A Suiza.
Él asintió, calmándola con sus ojos oscuros.
– Acuérdate de mí.
Paul asintió de nuevo.
– Vamos, Isabelle -oyó susurrar a Etienne a su espalda-. ¿Qué haces ahí?
– Isabelle -repitió Paul en voz baja. Sonrió, los dientes brillantes bajo el claro de luna. Un instante después había desaparecido.
– La casa. El establo. Nuestra cama. La cerda con sus cuatro lechones. El cubo en el pozo. El chal marrón de Mémé. La muñeca que me hizo Bertrand. La Biblia.
Marie enumeraba todo lo que hablan perdido. Al principio Isabelle no la oía por el ruido de las ruedas. Luego entendió.
– ¡Calla! -exclamó.
Marie guardó silencio. O por lo menos dejó de enumerar en voz alta. Isabelle le veía el movimiento de los labios.
Nunca mencionaba al abuelo Jean.
Luego sintió una opresión en el pecho al pensar en la Biblia.
– ¿Estará todavía allí? -le preguntó en voz baja a Etienne. Habían alcanzado el río Lot, al fondo de la otra vertiente de Mont Lozére; Isabelle ayudaba a Etienne a guiar el caballo mientras cruzaban la corriente.
– Escondida en el nicho de la chimenea -añadió- Quizá la haya protegido del fuego. Nunca la encontrarán.
Su marido la miró cansinamente.
– No nos queda nada y papá ha muerto -replicó-. La Biblia no nos va a ayudar ahora. No tiene ningún valor para nosotros.
Pero las palabras de la Biblia lo valen todo, pensó Isabelle. ¿No son el motivo de que nos vayamos, precisamente esas palabras?
A veces, cuando Isabelle descansaba en el carro de espaldas al sentido de la marcha y contemplaba el camino que dejaban atrás, creía ver a su padre corriendo tras ellos. Entonces cerraba los ojos con fuerza un momento; cuando los volvía a abrir Henri du Moulin había desaparecido. A veces una persona de carne y hueso ocupaba su lugar, una mujer inmóvil junto al camino, hombres que segaban, rastrillaban o cavaban en los campos, alguien a lomos de un borrico. Todos se quedaban quietos y los miraban pasar.
A veces niños de la edad de Jacob les tiraban piedras y Etienne tenía que sujetar a Petit Jean para que no se peleara. Marie se ponía de pie en el extremo mismo del carro, mirando a aquellos desconocidos. Las piedras no la alcanzaban nunca. En una ocasión sí dieron a Hannah: solo cuando Etienne se volvió para hablar con ella, mucho después de que los muchachos hubieran desaparecido, vio las gotas de sangre que, desde lo alto de la cabeza, le caían por la mejilla. Su madre siguió mirando al frente mientras Isabelle se inclinaba para limpiarle suavemente la sangre con un trozo de tela humedecido.
Marie empezó a enumerar lo que veía.
– Un granero. Un cuervo. Un arado. Un perro. Y la aguja de una iglesia. Y un montón de heno ardiendo. Y una valla. Y un tronco. Un hacha. Un árbol. Y un hombre en el árbol.
Isabelle alzó los ojos cuando Marie guardó silencio. Lo habían colgado de la rama de un olivo pequeño que apenas soportaba su peso. Se detuvieron y contemplaron el cadáver, desnudo a excepción de un sombrero negro encajado hasta los ojos. El pene se le alzaba rígido como una rama. Luego Isabelle vio las manos rojas, examinó más detenidamente el rostro y se le cortó la respiración.
– ¡Es monsieur Marcel! -exclamó sin poder contenerse.
Etienne chasqueó la lengua y echó a correr, llevándose al caballo, y muy pronto dejaron atrás el olivo, aunque los niños volvieron varias veces la cabeza antes de que el cuerpo se perdiera de vista.
Después, durante unas cuantas horas, Marie no dijo nada. Más tarde empezó de nuevo a enumerar objetos, pero evitó mencionar cualquier cosa hecha por seres humanos. Cuando llegaron a un pueblo se limitó a repetir:
– Y está el suelo. El suelo -una y otra vez hasta que lo atravesaron.
Se habían detenido junto a un arroyo para que bebiera el caballo cuando apareció un anciano en la otra orilla.
– No os paréis aquí -dijo con brusquedad-. No paréis en ningún sitio hasta llegar a Vienne. Aquí está todo muy mal. Tampoco os acerquéis ni a Saint Etienne ni a Lyon.
Luego desapareció en el bosque.
No se detuvieron aquella noche. El caballo caminó pesadamente, exhausto, mientras Hannah y los niños dormían en el carro y Etienne e Isabelle se turnaban para guiar al animal. Durante el día se escondieron en un pinar. Cuando se hizo de noche, Etienne enganchó de nuevo el caballo y se pusieron otra vez en marcha. Unos instantes después, un grupo de hombres salió de entre los árboles a ambos lados del camino hasta rodearlos.
Etienne detuvo el caballo. Uno de los hombres encendió una antorcha; Isabelle vio las hachas y las horcas que llevaban. Etienne pasó el ronzal a Isabelle, buscó dentro del carro y sacó el hacha. Con cuidado apoyó la pala de acero en el suelo y sujetó con fuerza el extremo del mango.
Todo el mundo se quedó quieto. Sólo los labios de Hannah se movieron en una plegaria silenciosa.
Los hombres parecían indecisos sobre cómo empezar. Isabelle miró fijamente al de la antorcha, contemplando cómo su nuez subía y bajaba muy deprisa. Luego sintió un cosquilleo en la oreja: Marie se había acercado al costado del carro y le estaba cuchicheando algo.