– No es posible -dije.
– Ya lo creo que sí -sonrió, malicioso.
Habíamos bromeado muchas veces sobre la melancólica máquina de preservativos en una de las calles principales del pueblo y sobre las distintas emergencias que obligarían a alguien a utilizarla.
Aquella noche hicimos el amor y dormimos a pierna suelta.
El día que Jean-Paul regresaba de París estuve tan distraída durante la clase de francés que madame Sentier empezó a tomarme el pelo.
– Vous étes dans la lune -me enseñó a decir. Y yo le correspondí con «La luz está encendida pero no hay nadie en casa». Tuve que explicárselo un poco, pero rió al entenderlo y se extendió sobre el drôle sentido del humor de los americanos.
– Nunca sé lo que va usted a decir a continuación -aseguró-. Pero al menos su acento está mejorando. Finalmente me despidió, aunque después de ponerme más trabajo para casa debido a la clase desaprovechada.
Me apresuré a tomar el tren de vuelta a Lisle. Sin embargo, cuando llegué a la plaza y contemplé el hôtel de ville al otro lado, me sentí de repente reacia a ver a Jean-Paul, algo así como lo que se siente cuando vas a dar una fiesta y una hora antes de que lleguen los invitados quisieras desconvocarla. Me obligué a cruzar la plaza, entrar en el edificio, subir las escaleras y abrir la puerta.
Había varias personas que esperaban a que las atendieran los dos bibliotecarios. Ambos levantaron los ojos al entrar yo y Jean-Paul me saludó cortésmente con una inclinación de cabeza. Me senté en uno de los pupitres, desconcertada. No había contado con la espera, con tener que decírselo rodeada de tanta gente. Con muy poco entusiasmo, me puse a trabajar en las tareas para casa de madame Sentier.
Al cabo de quince minutos la biblioteca se quedó un poco más vacía y Jean-Paul se acercó.
– ¿Puedo ayudarla en algo, madame? -preguntó en inglés, sin alzar la voz, inclinándose, una mano sobre mi pupitre. No había estado nunca tan cerca de él y al alzar la vista me llegó su olor particular, de sol sobre la piel, y me quedé mirando el contorno de la mandíbula, con la sombra de la barba, y pensé: «Oh, no. Esto no. No he venido por esto». Un estremecimiento de pánico me encogió el corazón.
Me repuse y susurré:
– Sí, Jean-Paul, tengo… -un ligero movimiento de su cabeza hizo que me cortara-. Sí, monsieur -me corregí-. Tengo algo que enseñarle -le di la postal. La miró, le dio la vuelta y asintió con la cabeza-. Ah, el Musée des Augustins. Vio usted la escultura románica, ¿no es eso?
– No, no, fíjese en el nombre. ¡El nombre del pintor!
Lo pronunció en voz baja:
– Nicolas Tournier, 1590-1639 -me miró y sonrió.
– Fíjese en el azul -susurré, tocando la postal-. Es precisamente ese azul. ¿Se acuerda del sueño del que le hablé? Incluso antes de ver el cuadro ya se me había ocurrido que soñaba con una túnica. Una túnica azul. De ese azul.
– Ah, el azul del Renacimiento. Ya sabe que ese azul contiene lapislázuli. Y era tan caro que sólo podían utilizarlo para cosas importantes, como la túnica de la Virgen
Siempre dispuesto a ilustrarme.
– ¿No se da cuenta? ¡Es mi antepasado! Jean-Paul miró a su alrededor, cambió de postura, examinó de nuevo la postal.
– ¿Por qué cree que ese pintor es antepasado suyo?
– Por el apellido, como es lógico, y por las fechas pero sobre todo por el azul. Coincide exactamente con el del sueño. No se trata sólo del color, también de la atmósfera La expresión de la cara.
– ¿No había visto el cuadro antes de tener el sueño?
– No.
– Pero su familia ya estaba en Suiza para entonces. Este Tournier es francés, ¿no es cierto?
– Sí, pero nació en Montbéliard. Lo he buscado en el mapa y ¿se imagina dónde está? ¡A menos de cincuenta kilómetros de Moutier! Nada más cruzar la frontera con Francia. Sus padres podrían haberse mudado sin grandes problemas de Moutier a Montbéliard.
– ¿Ha conseguido información sobre la familia de este Tournier?
– No, no cuentan mucho de él en el museo; tan sólo que nació en Montbéliard en 1590, que pasó algún tiempo en Roma, que luego se trasladó a Toulouse y que murió en 1639. Eso es todo lo que saben.
Jean-Paul se golpeó los nudillos con la postal.
– Si saben la fecha de nacimiento también sabrán los nombres de sus padres. Los registros de nacimientos y bautismos siempre incluyen a los padres.
Me agarré con fuerza a la mesa. Qué distinta había sido la respuesta de Rick, pensé.
– Le buscaré información sobre Nicolas Tournier -se irguió y me devolvió la postal.
– No, no quiero que lo haga -dije, alzando la voz. Varias personas nos miraron y la otra bibliotecaria frunció el ceño.
Jean-Paul alzó las cejas.
– Lo haré yo, monsieur. Averiguaré lo que haya que averiguar.
– Entiendo. Muy bien, madame -me hizo una ligera inclinación de cabeza y se alejó, dejándome temblorosa Y desinflada.
– ¡Qué hombre tan insufrible! -murmuré, mirando a la Virgen-. ¡Por mí se puede ir al infierno!
El escepticismo de Jean-Paul me afectó más de lo que quería admitir. Cuando descubrí al pintor no se me ocurrió averiguar nada más sobre él. Sabía quién era; no necesitaba otra prueba que la sensación que me provocaba en el estómago. Nombres, fechas y lugares no iban a cambiar aquella seguridad. O al menos eso pensaba.
Pero basta un comentario para que surjan las dudas. Durante un par de días traté de hacer caso omiso a lo que Jean-Paul me había dicho, pero en el siguiente viaje a Toulouse me llevé la postal y, después de la clase de francés, me dirigí a la biblioteca de la universidad. Ya había estado allí para consultar libros de medicina, pero nunca me había aventurado a entrar en la sección de arte. Estaba llena de estudiantes que preparaban exámenes, redactaban trabajos y aprovechaban las escaleras para formar animadas tertulias.
Me llevó más tiempo de lo que había calculado averiguar algo sobre Nicolas Tournier. Formaba parte de un grupo de seguidores de Caravaggio, pintores franceses que habían estudiado en Roma a comienzos del siglo XVII y que imitaban los fuertes contrastes de luz y sombra utilizados por el italiano. Los componentes de aquel grupo no firmaron sus obras en muchas ocasiones, lo que dio lugar a prolongados debates sobre quién había pintado qué. A Tournier se lo mencionaba brevemente aquí y allí. No era famoso, aunque tuviera dos cuadros en el Louvre. La escasa información que encontré difería de la del museo: la fuente más antigua lo recogía como Robert Tournier, nacido en Toulouse en 1604 y muerto hacia 1670 Por mi parte, sólo estaba segura de que se trataba del mismo pintor porque reconocía los cuadros. Otras fuentes daban también fechas distintas, pero corregían su nombre por el de Nicolas.
Finalmente localicé tres libros que eran las fuentes más actualizadas. Cuando los busqué en las estanterías no encontré ninguno. Hablé con un estudiante estresado, encargado de la información, que probablemente también tenía que preparar sus exámenes; buscó los libros en su ordenador y me confirmó que estaban en préstamo.
– Tenemos mucha actividad en este momento, como puede ver -me dijo-. Quizá alguien los esté utilizando para preparar un trabajo.
– ¿Puede enterarse de quién los tiene?
Contempló la pantalla.
– Los ha pedido otra biblioteca.
– ¿En Lisle-sur-Tarn?
– Sí -pareció sorprendido, más incluso todavía cuando me oyó murmurar:
– ¡Qué cabrito! No me refiero a usted, perdone. Muchísimas gracias.
Tendría que haber sabido que Jean-Paul no se iba a quedar mano sobre mano y dejarme hacer a mí. Era demasiado entrometido para no intervenir, estaba demasiado interesado en probar sus teorías personales. La cuestión era si me resignaba o no a perseguirlo para averiguar algo más.