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– Pero yo creía que ya te habías informado sobre tu familia, con el pintor y todo lo demás.

– Bueno, eso no es definitivo, en realidad. Todavía no -añadí muy deprisa-. Quizá encuentre allí algo para probarlo.

Para sorpresa mía frunció el ceño.

– Supongo que es algo que se ha inventado Jean-Pierre.

– Jean-Paul. No, ni mucho menos. Más bien lo contrario. Cree que no voy a encontrar nada.

– ¿Quieres que vaya contigo?

– Tengo que hacerlo durante la semana, cuando está abierto el archivo.

– Podría dejar el despacho un par de días e ir contigo.

– Pensaba hacerlo la semana que viene.

– No; la semana que viene no puedo. El despacho es una pura locura con el contrato alemán. Quizá más adelante, durante el verano, cuando se calmen las cosas. En agosto.

– ¡No puedo esperar hasta agosto!

– Ella, ¿por qué te interesas ahora tanto por tus antepasados? Nunca lo habías hecho antes.

– Nunca había vivido en Francia.

– Sí, pero parece que le das muchísima importancia. ¿Qué esperas conseguir con ello?

Me disponía a decir algo sobre el deseo de que me aceptaran los franceses, sobre sentir que el país era algo mío, pero lo que me encontré diciendo fue:

– Quiero que desaparezca la pesadilla azul.

– ¿Crees que si averiguas algo sobre tu familia te librarás de una pesadilla?

– Sí -me recosté y contemplé la parra. Empezaban a aparecer diminutos racimos de uvas verdes. Sabía que carecía de sentido, que no existía un vinculo entre el sueño y mis antepasados. Pero en mi cabeza la conexión estaba hecha, de todos modos, y decidí tercamente no renunciar a ella.

– ¿Irá Jean-Pierre contigo?

– ¡No! Escucha, ¿por qué te parece todo tan mal? No lo haces nunca. Esto es algo que me interesa. Es la primera cosa que realmente he querido hacer desde que llegamos. Lo menos que podías hacer es echarme una mano.

– Pensaba que lo que realmente querías era tener un hijo. Y en eso sí que te he echado una mano.

– Sí, pero… -no deberías limitarte a echarme una mano en algo tan importante, pensé. Deberías quererlo además.

Últimamente había empezado a pensar muchas cosas que mi censura personal rechazaba.

Rick se me quedó mirando, el ceño fruncido; luego hizo un esfuerzo deliberado para relajarse.

– Tienes razón. Claro que tienes que ir, cariño. Si te hace feliz es lo que tienes que hacer.

– No, Rick, no… -me callé. No servía de nada criticarlo. Trataba de colaborar sin entender lo que sucedía. Al menos lo intentaba.

– Escucha, me voy a ir unos días, eso es todo. Si descubro algo, estupendo. Si no, tampoco pasa nada. ¿De acuerdo?

– Ella, si descubres algo te invitaré al mejor restaurante de Toulouse.

– Vaya, gracias. Eso hace que me sienta mucho mejor.

El sarcasmo es la forma más mezquina del humor, según mi madre. Mi observación aún lo resultó más por la expresión dolorida que apareció en los ojos de Rick.

La mañana de mi marcha era fresca y soleada; las tormentas con aparato eléctrico de la noche anterior habían hecho desaparecer la tensión en la atmósfera. Le di a Rick un beso de despedida cuando se dirigía a la estación de ferrocarril, luego cogí el coche y salí en dirección contraria. Era un alivio marcharme. Lo celebré con música ruidosa, abriendo las dos ventanillas y plegando la capota para dejar que el aire me azotara.

La carretera, que seguía el Tarn hasta Albi, ciudad catedralicia llena de turistas de junio, se dirigía luego hacia el norte, alejándose del río. Me encontraría de nuevo con el Tarn en las Cevenas, camino de su nacimiento. Más allá de Albi el paisaje empezó a cambiar, primero se amplió el horizonte a medida que subía, luego se estrechó cuando las colinas me rodearon y el cielo pasó de azul a gris. A las amapolas y a las zanahorias silvestres se les añadían flores nuevas: arísaros de color rosa, margaritas y, en especial, retama, con su olor fuerte, como a moho. Los arboles se oscurecieron. Los campos ya no estaban cultivados, sino convertidos en prados donde pastaban vacas y cabras de color oscuro. Los ríos se hacían más pequeños, más rápidos y más ruidosos. De repente las casas cambiaron: la piedra caliza de color claro se convirtió en duro granito de color gris pardo, al tiempo que los techos se hacían más angulares, cubiertos con pizarra plana más que con tejas curvas. Todo se hizo más pequeño, más oscuro, más serio.

Cerré las ventanillas y la capota y apagué la música. Mi estado de ánimo parecía ligado al paisaje. No me gustaba contemplar aquella tierra hermosa y triste. Hacía que me acordara del azul.

La ciudad de Mende puso el colofón tanto al paisaje como a mi humor. Sus calles estrechas estaban rodeadas por una avenida circular repleta de tráfico que daba la sensación de encerrar la ciudad. La catedral ocupaba el centro, y las dos agujas de diferentes dimensiones creaban una apariencia torpe, improvisada. El interior era oscuro y deprimente. Escapé y, desde los escalones de la entrada, contemplé los grises edificios de piedra que me rodeaban. ¿Es esto las Cevenas?, pensé. Luego me reí de mí misma: había dado por sentado, claro está, que la tierra de los Tournier tenía que ser hermosa.

El viaje desde Lisle había sido largo; incluso las carreteras nacionales se curvaban y ascendían, exigiendo más concentración que las rectas autopistas americanas.

Estaba cansada y de humor poco caritativo, situación que no mejoró con una habitación de hotel oscura y angosta y una cena solitaria en una pizzería donde todos los clientes eran parejas o viejos. Pensé en llamar a Rick, pero me di cuenta de que en lugar de animarme sólo serviría para que me sintiera peor, recordándome el vacío que estaba creciendo entre nosotros.

El archivo provincial se hallaba en un edificio nuevo, hecho de piedra de color salmón y blanco, y de metal pintado de azul, verde y rojo. La sala para los investigadores era grande y espaciosa y las mesas estaban casi llenas de personas que examinaban documentos. Todo el mundo parecía saber exactamente lo que hacía allí. Me sentí como con frecuencia me sucedía en Lisle: en mi calidad de extranjera, mi lugar estaba en el límite exterior, desde donde podía ver y admirar a los indígenas pero nunca participar.

Una mujer alta, de pie detrás del escritorio principal, me miró y me sonrió. Era más o menos de mi edad, cabellos rubios cortos y gafas amarillas. Ah, gracias a Dios, no es otra madame, pensé. Me acerqué al escritorio y dejé el bolso.

– No sé lo que estoy haciendo aquí -dije-. Por favor, ¿podría ayudarme?

Su carcajada resultó el grito más improbable para un lugar tan tranquilo.

– Alors, ¿qué es lo que busca? -me preguntó, sin dejar de reír, los ojos azules aumentados por los gruesos cristales. Nunca había visto a nadie llevar unas gafas así con tanta elegancia.

– Cabe que un antepasado mío, llamado Etienne Tournier, viviera en las Cevenas en el siglo XVI. Me gustaría saber más sobre él.

– ¿Sabe cuándo nació o murió?

– No. Sé que la familia se trasladó a Suiza en algún momento, pero no sé cuándo, aunque debió de ser antes de 1576.

– ¿No sabe fechas de nacimientos ni de muertes? ¿Qué me dice de sus hijos? ¿O incluso de sus nietos?

– Sé que tuvo un hijo, Jean, quien, a su vez, tuvo un hijo en 1590.

La archivera hizo un gesto de asentimiento.

– De manera que su hijo Jean nació entre, pongamos, 1550 y 1575; y Etienne, el padre, entre veinte y cuarenta años antes, digamos que a partir de 1510. En consecuencia busca usted entre 1510 y 1575, algo por el estilo, no es cierto?

Hablaba francés tan deprisa que no pude contestarle de inmediato: me estaba abriendo camino a través de sus cálculos.

– Creo que sí -repliqué por fin, preguntándome si debería mencionar además a los pintores Tournier, Nicolas y André y Claude.