No me dio la oportunidad.
– Tiene usted que mirar registros de bautismos, matrimonios y defunciones -me informó-. Y quizá también compoix, registros de tributos. Veamos, ¿de qué pueblo procedían?
– No lo sé.
– Ah, eso es un problema. Las Cevenas es una región muy grande, ¿sabe? Por supuesto no hay demasiados registros de aquella época. Por entonces todo eso lo conservaban las iglesias parroquiales, pero muchos se quemaron o se perdieron durante las guerras de religión. De manera que quizá no sea demasiado lo que tenga que mirar. Si supiera usted el nombre del pueblo, le podría decir inmediatamente lo que tenemos, pero no se preocupe, vamos a ver lo que podemos encontrar.
Revisó un inventario de documentos que se conservaban allí y en otros archivos del département. Estaba en lo cierto: en toda la región sólo había un puñado de documentos del siglo XVI. Los pocos que quedaban debían de haber sobrevivido de manera totalmente casual. Estaba claro que sería pura suerte que apareciera un Tournier en los registros disponibles.
Solicité las colecciones pertinentes que se conservaban en el edificio y que se correspondían con las fechas indicadas por la archivera. No tenía seguridad alguna sobre lo que iba a encontrar: había estado utilizando el término «registro» de manera amplia, y esperaba algún equivalente, en siglo XVI, a mi propio certificado de nacimiento o acta de matrimonio. Cinco minutos después la archivera se presentó con unas cuantas cajas de microfichas, un libro cubierto con papel marrón protector y una caja enorme. Sonrió para darme ánimos y me dejó con todo aquello. La miré mientras volvía al escritorio y sonreí para mis adentros ante sus zapatos de plataforma y su minifalda de cuero.
Empecé por el libro. Estaba encuadernado en piel de becerro color hueso un poco grasienta, la portada adornada con una antigua anotación musical y un texto en latín. La primera letra de cada línea era más grande y de color rojo y azul. Lo abrí por la primera página, que procedí a alisar; era emocionante tocar algo tan antiguo. El texto estaba escrito con tinta marrón y, aunque muy nítido, parecía hecho más para ser admirado que leído: no entendí una sola palabra. Varias letras eran prácticamente idénticas y, cuando por fin empecé a reconocer unas cuantas palabras aquí y allí, me di cuenta de que daba lo mismo; me había topado con un idioma desconocido. Luego empecé a estornudar.
La archivera reapareció veinte minutos después para ver qué tal me iba. Le expliqué que había avanzado diez páginas, que había encontrado algunas fechas y que poco a poco iba reconociendo lo que parecían ser nombres. Alcé los ojos:
– ¿Está en francés este documento?
– Francés antiguo.
– Ah -no había pensado en esa posibilidad.
Mi interlocutora examinó la página y recorrió varias líneas con una uña rosada.
– Una mujer embarazada ahogada en el río Lot, mayo de 1574. Une inconnue, la pauvre -murmuró-. Esas muertes no le sirven de gran cosa, ¿verdad?
– Imagino que no -respondí antes de volver a estornudar sobre el libro.
La archivera rió y yo me disculpé.
– Todo el mundo estornuda. Mire a su alrededor, ¡pañuelos por todas partes!
Oímos un estornudo muy discreto de un anciano al otro extremo de la sala y se nos escapó una risa ahogada.
– Descanse un poco del polvo -dijo-. Venga a tomarse un café conmigo. Me llamo Mathilde -me tendió la mano y sonrió-. Es lo que hacen los americanos, ¿verdad? ¿No se dan la mano cuando se conocen?
Nos sentamos en el café a la vuelta de la esquina y pronto hablábamos ya como viejas amigas. Pese a la velocidad con la que se expresaba era fácil hablar con ella. No me había dado cuenta de lo mucho que echaba de menos la compañía femenina. Mathilde me hizo un millón de preguntas sobre los Estados Unidos y, más en particular, sobre California.
– ¿Qué haces aquí? -suspiró por fin, cuando empezamos a tutearnos-. ¡Yo me iría a California sin pensármelo dos veces!
Me esforcé por pensar una respuesta que dejase claro cómo, al venir a Francia, no me había limitado a seguir a Rick, que era lo que Jean-Paul había dado a entender. Pero Mathilde siguió hablando antes de que pudiera contestarla y comprendí que no pretendía que le explicara mi comportamiento.
Tampoco le sorprendía mi interés por unos antepasados remotos.
– La gente se interesa por su historia familiar constantemente -comentó.
– Me siento mas bien estúpida haciéndolo -confesé-. ¡Es tan poco probable que encuentre algo!
– Cierto -admitió-. Si he de ser sincera, la mayoría de la gente fracasa cuando se remonta tan atrás. Pero no te desanimes. De todos modos, los registros son interesantes, ¿no te parece?
– Si, pero me cuesta demasiado entender lo que dicen. En realidad sólo distingo las fechas y en algunos casos los nombres.
Mathilde sonrió.
– Si te parece que ese libro es difícil de leer, ¡espera a las microfichas! -se echó a reír al ver mi expresión-. Hoy no tengo demasiado que hacer -continuó-. Sigue con el libro y yo miraré las microfichas. ¡Estoy acostumbrada a esa letra antigua!
Le agradecí el ofrecimiento. Mientras ella se sentaba ante el aparato para ver las microfichas, pasé a la caja, cuyo contenido, según la explicación de Mathilde, era un libro de compoix, registros de impuestos sobre cosechas. La letra, siempre la misma, resultaba casi incomprensible. Me llevó el resto del día examinarlo. Al final estaba exhausta, pero a Mathilde parecía desilusionarla que no hubiera nada más que consultar.
– ¿De verdad es esto todo lo que hay? -preguntó, hojeando el inventario una vez más-. Attends, hay un libro de compoix de 1570 en la mairie de Le Pont de Montvert. ¡Claro, monsieur Jourdain! Hace un año le ayudé a hacer el inventario de esos registros.
– ¿Quién es monsieur Jourdain?
– El secretario de la mairie.
– ¿Crees que merece la pena?
– Bien sûr. Y aunque no encuentres nada, Le Pont de Montvert es un sitio precioso. Un pueblecito al pie de Mont Lozére -miró su reloj de pulsera-. Mon Dieu…, tengo que recoger a Sylvie! -agarró el bolso y me sacó fuera casi a empujones, riendo entre dientes mientras cerraba la puerta con llave detrás de mí-. Te divertirás con monsieur Jourdain. ¡Si no te come viva, claro!
A la mañana siguiente me puse temprano en camino y elegí la ruta turística para ir a Le Pont de Montvert. A medida que subía por la carretera que lleva a la cima de Mont Lozére el paisaje se fue abriendo e iluminando, al tiempo que se hacia más yermo. Pasé por pueblitos polvorientos donde los edificios eran únicamente le granito, incluidas las tejas, sin apenas un toque de pintura para distinguirlos de la tierra circundante. Muchas casas estaban abandonadas, desaparecidos los techos, chimeneas desmoronadas, postigos torcidos. Vi pocas personas y, por encima de cierta altura, ningún automóvil. Muy pronto sólo quedaron bloques de granito, retamas, brezos y algún que otro grupo de pinos de cuando en cuando.
Esto ya se parece más a lo que imaginaba, pensé.
Me detuve cerca de la cumbre, en un lugar llamado Le Col de Finiels, y me senté en el capó del coche. Al cabo de unos minutos se detuvo el ventilador automático y el silencio me pareció maravilloso; me puse a escuchar y oí el canto de algunos pájaros y el sordo bramido del viento Según el mapa, hacia el este, a través de un pinar y más allá de una colina, se hallaba el nacimiento del Tarn. Tuve la tentación de ir en su busca.
Pero lo que hice fue descender por el otro lado del ponte, zigzagueando, hasta que la última revuelta me llevó por la simple fuerza de la gravedad, hasta Le Pont de Montvert, donde pasé un hotel, un colegio, un restaurante y unas cuantas tiendas y bares. De la carretera salían caminos que luego serpenteaban entre las casas construidas colina arriba. Por encima de los techos más bajos vi el tejado de una iglesia con un campanario de piedra.