– ¿Qué es La Rousse? -pregunté con tono acusador.
– Es un apodo de las Cevenas para las chicas de pelo rojo. No es un insulto -añadió muy deprisa-. Llamaban La Rousse a la Virgen porque pensaban que era pelirroja.
– Ah -me sentí mareada, con ganas de vomitar y sedienta, todo al mismo tiempo.
– Escuche, madame -se pasó la lengua por los dientes-. Si quiere utilizar esa mesa… -hizo un gesto hacia un escritorio vacío, situado frente al suyo.
– No, gracias -respondí con voz temblorosa-. El otro despacho está bien.
Monsieur Jourdain asintió con un movimiento de cabeza, y pareció aliviado de no tener que compartir habitación conmigo.
Empecé por donde lo había dejado, pero me detenía una y otra vez para examinarme el pelo. Finalmente corté por lo sano. Ahora mismo, Ella, no puedes hacer nada, pensé. Sigue con la tarea que tienes entre manos.
Trabajé deprisa, sabedora de que no cabía esperar que la nueva tolerancia de monsieur Jourdain durase mucho. Renuncié a intentar descubrir las razones por las que se recaudaban los impuestos y me concentré en nombres y fechas. Al acercarme al final del libro me fui sintiendo cada vez más descorazonada, y empecé a hacer pequeñas apuestas para seguir adelante: encontraría un Tournier en una de las próximas veinte secciones; o en los cinco minutos siguientes.
Examiné con indignación la última página: era una anotación acerca de un tal Jean Marcel y sólo una entrada, por chátaignes, palabra que había encontrado con frecuencia en el compoix. Castañas. Castaño rojizo. El nuevo color de mi pelo.
Deposité de nuevo el pesado libro en su caja y, sin apresurarme, recorrí el pasillo hasta el despacho de monsieur Jourdain. Seguía ante su mesa, utilizando muy deprisa, pero sólo con dos dedos, una antigua máquina de escribir. Inclinado hacia adelante, por la abertura en pico de la camisa le asomaba una cadena de plata; el colgante que pendía de ella chocaba contra las teclas. Alzó la vista y me sorprendió mirándolo. Se llevó una mano al colgante y lo frotó con el pulgar.
– La cruz de los hugonotes -dijo-. ¿La conoce?
Negué con la cabeza. La alzó para que la viera. Era una cruz cuadrada con una paloma blanca de alas extendidas en el pie.
Deposité la caja en el escritorio vacío frente al suyo.
– Voilá -dije-. Gracias por dejarme verlo.
– ¿Ha encontrado algo?
– No -le tendí la mano-. Merci beaucoup, monsieur.
Me la estrechó, inseguro.
– Au revoir, La Rousse -exclamó mientras salía yo.
Era demasiado tarde para regresar a Lisle, de manera que pasé la noche en un hotel del pueblo (tenía dos). Después de cenar traté de llamar a Rick, pero nadie cogió el teléfono. Luego llamé a Mathilde, que me había dado su número y me había hecho prometerle que la tendría al corriente. La decepcionó que no hubiera encontrado nada, aunque sabía de sobra que las posibilidades de éxito eran mínimas.
Le pregunté cómo había conseguido que monsieur Jourdain se apiadase de mí.
– Vaya, sólo hice que se sintiera culpable. Le recordé qué era lo que buscabas. También pertenece a una familia de hugonotes, descendiente nada menos que de uno de los jefes de la rebelión de los camisards. René Laporte, me parece.
– De manera que así son los hugonotes.
– Claro. ¿Qué esperabas? No seas demasiado dura con él, Ella. No lo ha pasado muy bien últimamente. Su hija se escapó con un norteamericano hace tres años. Un turista. No sólo eso, ¡católico por añadidura! No sé qué le sentó peor, lo de americano o lo de católico. Se ve enseguida lo mucho que le ha afectado. Antes era un hombre que trabajaba bien, un hombre inteligente. El año pasado me mandaron allí para ayudarlo a ordenar algunas cosas.
Pensé en la habitación llena de libros y papeles en la que había trabajado y reí entre dientes.
– ¿Por qué te ríes?
– ¿Has visto alguna vez el despacho de la parte trasera?
– No; dijo que había perdido la llave y que, además, allí no había nada.
Se lo describí.
– Merde, ¡estaba segura de que me escondía algo! Tendría que haber insistido más.
– De todos modos, gracias por ayudarme.
– Bah, eso no es nada -hizo una pausa-. Pero, dime, ¿quién es Jean-Paul?
Me puse colorada.
– Un bibliotecario de Lisle, donde vivo. ¿De qué lo conoces?
– Me ha llamado esta tarde.
– ¿Te ha llamado?
– Claro. Quería saber si habías encontrado lo que estabas buscando.
– ¿Eso ha hecho?
– ¿Te sorprende mucho?
– Sí. No. No lo sé. ¿Qué le has dicho?
– Le he dicho que te lo preguntara a ti. ¡Desde luego le encanta coquetear!
Noté que me estremecía.
Regresé a Lisle por la ruta pintoresca, siguiendo el curso del Tarn a través de desfiladeros serpenteantes. El día estaba muy nublado y yo tenía la cabeza en otro sitio. Empezaban a marearme tantas curvas. Al final llegué a preguntarme por qué me había molestado en hacer aquel viaje. Rick no estaba en casa cuando llegué, ni tampoco contestó nadie en su despacho. Paseé por las habitaciones, que me parecieron sin vida, incapaz de leer o de ver la televisión. Me pasé un rato muy largo mirándome el pelo en el espejo del cuarto de baño. Mi peluquero de San Francisco había tratado más de una vez de teñirme el pelo de color caoba porque pensaba que iría bien con mis ojos marrones. Siempre había rechazado su sugerencia, pero ahora se había salido con la suya: sin duda alguna el pelo se me estaba volviendo rojo.
A medianoche empecé a preocuparme: Rick había perdido el último tren desde Toulouse. Tampoco tenía yo los números de teléfono de las casas de sus colegas, las únicas personas con las que se me ocurría que pudiera haber salido. No había nadie más a quien llamar, ningún amigo o amiga comprensivos para escucharme y tranquilizarme. Pensé por un momento en Mathilde, pero era tarde y no la conocía lo bastante bien como para abrumarla con llamadas de petición de auxilio a medianoche.
Opté en cambio por llamar a mi madre en Boston.
– ¿Estás segura de que no te dijo dónde iba? -me repitió una y otra vez-. ¿Dónde me has dicho que estabas tú? Ella, ¿lo atiendes como es debido? -no le interesaba mi investigación sobre la familia Tournier. Ya no era su familia; las Cevenas y los pintores franceses no le decían nada.
Cambié de tema
– Mamá -dije-, el pelo se me ha puesto rojo.
– ¿Cómo? ¿Te has dado alheña? ¿Te sienta bien?
– No… -no podía decirle que yo no había hecho nada No tenía sentido-. Creo que sí -dije, por fin-. Sí que me queda bien. Como si fuera natural.
Me acosté, pero estuve muchas horas despierta en la cama, esperando oír la llave de Rick en la puerta, intranquila porque no sabía si preocuparme o no, recordándome que mi marido era una persona mayor, pero también que siempre me explicaba dónde iba a estar.
Me levanté temprano y prolongué el café hasta las siete media, momento en que una recepcionista contestó al teléfono en la empresa de Rick. No sabía dónde estaba mi marido, pero prometió que me llamaría su secretaria tan pronto como apareciera. Cuando por fin lo hizo, a las ocho y media, no había hecho otra cosa que tomar café y me encontraba un tanto mareada.
– Bonjour, madame Middleton -me saludó con voz cantarina-. ¿Qué tal está?
Había renunciado, después de repetidos intentos, a explicarle que no utilizaba el apellido de Rick.
– ¿Sabe dónde está Rick? -pregunté.
– En París, en viaje de negocios -dijo-. Tuvo que irse de repente anteayer. Vuelve esta noche. ¿No se lo dijo?