Los gritos se hicieron más ásperos cuando empezó a empujar con más fuerza, las lágrimas quemándole los ojos. El Niño miraba el cielo distante, pero Isabelle sentía fijos en ella los ojos de la Virgen.
– Perdóname -susurró. Luego levantó el rastrillo y lo lanzó con toda la fuerza de que disponía contra la estatua. El metal golpeó la piedra con un ruido sordo, pero cortó sólo el rostro de la Virgen; al caerle encima los trozos, la multitud se rió de Isabelle a carcajadas. Movida por la desesperación alzó de nuevo el rastrillo. La argamasa se soltó con el nuevo golpe y la estatua se balanceó un poco.
– ¡Otra vez, La Rousse! -gritó una mujer.
No lo puedo hacer de nuevo, pensó Isabelle, pero el espectáculo de los rostros enrojecidos la obligó a alzar una vez más el rastrillo. La estatua de la mujer sin rostro con el niño en brazos se inclinó hacia adelante y acabó por caer: la cabeza de la Virgen golpeó primero el suelo y saltó hecha pedazos, seguida por el cuerpo. Con el impacto de la caída el Niño se separó de su madre y quedó tendido en el suelo mirando a lo alto. Isabelle dejó caer el rastrillo y se tapó la cara con las manos. Se oyeron vítores ruidosos y silbidos y la multitud se adelantó para rodear la estatua rota.
Cuando Isabelle retiró las manos de la cara tenía delante a Etienne, que sonrió triunfante, extendió las manos y le apretó los pechos. Luego se unió a la multitud para arrojar estiércol al nicho azul.
Nunca volveré a ver un color así, pensó Isabelle.
No resultó nada difícil convencer a Petit Henri y a Gérard. Aunque Isabelle echó la culpa a la capacidad de persuasión de monsieur Marcel, sabía en el fondo de su corazón que se habrían ido de todos modos, incluso sin las palabras melifluas del predicador.
– Dios os sonreirá -había dicho solemnemente- Os ha elegido para esta guerra. Para luchar por vuestro Dios, vuestra religión, vuestra libertad. Regresaréis convertidos en hombres valerosos y fuertes.
– Si es que volvéis -murmuró muy disgustado Henri du Moulin. Sólo le oyó Isabelle. Su padre arrendaba dos campos de centeno y dos de patatas, así como un hermoso castañar. Criaba cerdos y mantenía un rebaño de cabras. Necesitaba a sus hijos; no podía cultivar la tierra sin más ayuda que la de Isabelle.
– Trabajaré menos campos -le dijo-. Sólo uno de centeno; cederé parte del rebaño y unos cuantos cerdos. Así sólo necesitaré un patatal para alimentarlos. Conseguiré otra vez más bestias cuando regresen los gemelos.
No volverán, pensó Isabelle. Había visto cómo les brillaban los ojos al marcharse con otros muchachos de Mont Lozére. Irían a Toulouse, a París, a Ginebra para ver a Calvino. Irían a España, donde los hombres tienen la piel morena, o al océano en el límite del mundo. Pero aquí, no; no volverán a nuestro pueblo.
Una noche se armó de valor mientras su padre, sentado junto al fuego, afilaba la reja del arado.
– Papá -se atrevió a decir-. Si me casara, mi marido y yo podríamos vivir aquí y trabajar contigo.
Henri du Moulin la hizo callar con una palabra.
– ¿Quién? -preguntó, la piedra de afilar suspendida sobre la reja. La habitación había enmudecido sin el rítmico sonido del metal contra la piedra.
Isabelle apartó el rostro.
– Sólo estamos tú y yo, ma petíte -su tono era ecuánime-. Pero Dios es más amable de lo que piensas.
Isabelle se agarró el cuello con nerviosismo, todavía en la boca el sabor de la comunión: el pan áspero y seco cuyo gusto persistía en el fondo de la garganta mucho después de haberlo tragado. Etienne echó mano al turbante de la muchacha. Encontró el extremo, se lo enrolló en la mano y tiró con fuerza. Isabelle empezó a dar vueltas, girando y girando a medida que la tela se le separaba de la cabeza y le soltaba los cabellos. Veía a Etienne a fogonazos con una sonrisa decidida en el rostro, y luego los castaños de su padre, las castañas todavía pequeñas y verdes e imposibles de alcanzar.
Al librarse por completo de la tela, Isabelle tropezó, recobró el equilibrio y vaciló. Miró de frente al joven, pero dio unos pasos hacia atrás. Etienne la alcanzó en dos zancadas, la derribó y se tumbó encima. Con una mano le alzó el vestido, al tiempo que -a manera de peine- enterraba los dedos extendidos de la otra entre los cabellos de Isabelle, envolviéndose la mano con ellos, como había hecho con la tela un momento antes, hasta que su puño descansó sobre la nuca de Isabelle.
– La Rousse -murmuró-. Me has evitado durante mucho tiempo. ¿Estás lista?
Isabelle vaciló primero, pero luego asintió. Etienne le empujó la cabeza hacia atrás para alzarle la barbilla y juntar así las dos bocas.
Pero aún tengo en la boca la comunión de Pentecostés, pensó Isabelle, y esto es el Pecado.
Los Tournier eran la única familia, desde Mont Lozére a Florac, que poseía una Biblia. Isabelle la había visto en los servicios religiosos, cuando Jean Tournier la llevó envuelta en un paño y se la pasó ostentosamente a monsieur Marcel. Inquieto, no la perdió de vista durante toda la ceremonia. Había pagado mucho por ella.
Monsieur Marcel enlazó las manos y sostuvo el libro en la cuna de sus brazos, apoyado sobre la curva de la tripa. Mientras leía se balanceaba de un lado a otro como si estuviera borracho, aunque Isabelle sabía que no era posible, puesto que había prohibido el vino. Los ojos del predicador se movieron de izquierda a derecha y en su boca aparecieron palabras, pero para Isabelle no quedó claro cómo llegaban hasta allí.
Una vez establecida la Verdad en el interior de la antigua iglesia, monsieur Marcel hizo que le trajeran una Biblia de Lyon, y el padre de Isabelle preparó un atril de madera para sostenerla. A partir de entonces no se volvió a ver la Biblia de Tournier, aunque Etienne siguiera presumiendo de ella.
– ¿De dónde vienen las palabras? -le preguntó un día Isabelle después del servicio, sin hacer caso de los ojos fijos en ellos, de la mirada iracunda de Hannah, la madre de Etienne-. ¿Cómo las saca de la Biblia monsieur Marcel?
Etienne jugueteaba pasándose una piedra de una mano a otra. Al lanzarla lejos hizo crujir las hojas caídas antes de detenerse.
– Vuelan -replicó con decisión-. Monsieur Marcel abre la boca y las marcas negras del papel le vuelan tan deprisa hasta la boca que no se ven. Luego las escupe.
– ¿Sabes leer?
– No; pero sí escribir.
– ¿Qué escribes?
– Pongo mi nombre. Y también el tuyo -añadió, seguro de sí mismo.
– Déjame verlo. Enséñame.
Etienne sonrió, mostrando a medias los dientes. Con la mano se apoderó de un trozo de la falda de Isabelle y tiró.
– Te enseñaré, pero tienes que pagar -dijo en voz baja, los ojos tan entornados que apenas se le veía el azul.
Otra vez el Pecado: las hojas de los castaños crepitando en sus oídos, miedo y dolor, pero también la terrible emoción de sentir debajo el suelo y, sobre su cuerpo, el peso del de Etienne.
– Sí -dijo finalmente, apartando los ojos-. Pero enséñame antes.
Etienne tuvo que conseguir los materiales a escondidas: la pluma de un cernícalo, con la punta cortada y afilada; la esquina de pergamino robada de una de las páginas de la Biblia; un hongo seco que se convertiría en negro al mezclarlo con agua sobre una lámina de pizarra. Luego se llevó a Isabelle a la montaña, lejos de las granjas, a una roca de granito con una superficie plana que les llegaba a la cintura. Los dos se inclinaron sobre ella.
Como por arte de magia, Etienne trazó seis marcas hasta formar ET.
Isabelle lo miró fijamente.
– Quiero escribir mi nombre -dijo. Etienne le pasó la pluma y se colocó detrás de ella, su cuerpo apretado contra el de la muchacha a todo lo largo de la espalda. Isabelle sentía el bulto cada vez más prominente en la parte inferior del vientre del joven y una chispa de deseo temeroso la atravesó velozmente. Etienne colocó su mano sobre la de Isabelle y la guió primero a la tinta y luego al pergamino, empujándola hasta reproducir las seis marcas. ET, escribió. Isabelle comparó las dos.