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El pastor inició con un salto el descenso colina abajo. Isabelle lo estuvo mirando hasta que se reunió con el rebaño, y acto seguido huyó.

– Hay un niño aquí -Isabelle se puso una mano sobre el vientre y miró desafiante a Etienne.

Al instante los ojos pálidos del otro se oscurecieron como si la sombra de una nube cruzase un campo. La miró con dureza, calculador.

– Se lo voy a contar a mi padre, luego tenemos que decírselo a los tuyos -Isabelle tragó saliva-. ¿Qué dirán?

– Ahora nos dejarán casarnos. Empeoraría las cosas que dijeran no, contigo embarazada.

– Creerán que lo he hecho adrede.

– ¿Y no es cierto? -sus ojos buscaron los de Isabelle. Había frialdad en ellos.

– Fuiste tú quien quiso el Pecado, Etienne.

– Ah, y tú también, La Rousse.

– Ojalá estuviera aquí mi madre -dijo ella en voz baja-. Y Marie.

Su padre hizo como si no la hubiese oído. Se sentó en el banco junto a la puerta y raspó una rama con la navaja; estaba haciendo un mango nuevo para la azada que había roto aquel mismo día. Isabelle se detuvo delante del cabeza de familia. Había hablado en voz tan baja que empezó a pensar que tendría que repetir lo que había dicho. Tenía ya la boca abierta para hablar cuando Henri du Moulin dijo:

– Todos me habéis dejado.

– Lo siento, papá. Etienne dice que no quiere vivir aquí.

– Tampoco tendría yo a un Tournier en mi casa. Esta granja no será tuya cuando me muera. Te daré la dote, pero dejaré la granja a mis sobrinos de l'Hôpital. Ningún Tournier se quedará con mi tierra.

– Los gemelos volverán de las guerras -sugirió Isabelle, conteniendo las lágrimas.

– No. Morirán. Son agricultores, no soldados. Lo sabes bien. Dos años y ni una palabra. Son muchos los que han pasado por aquí procedentes del norte y seguimos sin noticias suyas.

Isabelle dejó a su padre delante de la casa, cruzó los campos y siguió junto al río hasta llegar a la granja de los Tournier. Era tarde, pesaba más la oscuridad que la luz, las sombras se alargaban sobre las colinas y sobre los campos aterrazados llenos de centeno a medio crecer. Una bandada de estorninos cantaba en los árboles. El camino entre las dos granjas parecía largo ahora, con la madre de Etienne al final. Los pasos de Isabelle se hicieron más lentos.

Había llegado a la cleda de los Tournier -que estaba vacía porque las castañas de la temporada se habían secado tiempo atrás-, cuando vio la sombra gris salir tímidamente de entre los árboles para situarse en el camino.

– Sainte Vierge, aide-moi -rezó maquinalmente. Contempló al lobo que la vigilaba, sus ojos amarillos brillantes a pesar de la penumbra. Cuando el animal empezó a moverse hacia ella, Isabelle oyó una voz interior: «No dejes que te pase también a ti».

Se agachó para recoger una rama grande. El lobo se detuvo. Isabelle se incorporó y avanzó, agitando la rama y gritando. El lobo empezó a retroceder y, cuando Isabelle fingió arrojarle la rama, se dio la vuelta y se alejó de lado, desapareciendo entre los árboles.

Isabelle corrió hasta salir del bosque y atravesó un campo cultivado, el centeno cortándole las pantorrillas. Llegó pronto a la roca con forma de seta que marcaba el límite de la huerta de los Tournier y se detuvo a recobrar el aliento. Había perdido el miedo a la madre de Etienne.

– Gracias, mamá-dijo en voz muy baja-. No lo olvidaré.

Jean, Hannah y Etienne estaban sentados junto al fuego mientras Susanne retiraba de la mesa la última de sus bajanas, la misma sopa de castañas que Isabelle había servido poco antes a su padre, junto con pan moreno, de olor dulce. Los cuatro se quedaron quietos cuando entró Isabelle.

– ¿Qué sucede, La Rousse? -le preguntó Jean Tournier cuando se detuvo en el centro de la habitación, la mano una vez más sobre la mesa, como para asegurarse un sitio entre ellos.

Isabelle no dijo nada y se limitó a mirar fijamente a Etienne. El joven terminó por ponerse en pie y fue a colocarse a su lado. Ella hizo un gesto de asentimiento y él se volvió hacia sus padres.

El silencio era total. El rostro de Hannah parecía hecho de granito.

– Isabelle va a tener un hijo -explicó Etienne en voz baja-. Con el permiso de ustedes, quisiéramos casarnos.

Era la primera vez que usaba el nombre de pila de la hija de Henri du Moulin.

La voz de Hannah se alzó penetrante.

– ¿De quién es el hijo que llevas en el vientre, La Rousse? No de Etienne.

– Sí que es de Etienne.

– ¡No!

Jean Tournier colocó las manos sobre la mesa y se puso en pie. Los cabellos plateados, muy lisos sobre el rostro descarnado, se le pegaban al cráneo como una gorra. No dijo nada, pero su mujer guardó silencio y se recostó. Jean miró a Etienne. Hubo una larga pausa antes de que el joven hablara.

– Es hijo mío. Nos casaremos de todas formas cuando cumpla los veinticinco. Pronto.

Jean y Hannah se miraron.

– ¿Qué dice tu padre? -le preguntó Jean a Isabelle.

– Ha consentido y me dará la dote -no mencionó lo mucho que aborrecía a los Tournier.

– Sal y espera fuera, La Rousse -dijo Jean sin levantar la voz-. Ve con ella, Susanne.

Las muchachas se sentaron en el banco junto a la puerta. No se trataban apenas desde niñas. Muchos años atrás, antes incluso de que los cabellos de Isabelle se volvieran rojos, Susanne jugaba con Marie y ayudaba a las hermanas con el heno y con las cabras, además de chapotear en el río.

Durante un rato miraron en silencio hacia el valle.

– He visto a un lobo junto a la cleda -dijo Isabelle de repente.

Susanne se la quedó mirando, los ojos muy abiertos. Tenía la cara larga y la nariz puntiaguda de su padre.

– ¿Qué has hecho?

– Espantarlo con un palo -sonrió, satisfecha consigo misma.

– Isabelle…

– ¿Qué?

– Sé que mamá está disgustada, pero me alegro de que vengas a vivir con nosotros. Nunca he creído lo que decían de ti, sobre tu pelo y… -guardó silencio.

Isabelle no le preguntó nada.

– Y aquí vivirás tranquila. Esta casa es segura, protegida por…

Se detuvo de nuevo, miró hacia la puerta e inclinó la cabeza. Isabelle descansó la vista sobre el relieve en sombra de las colinas distantes.

Será siempre así, pensó. Silencio en esta casa.

La puerta se abrió para dar paso a Jean y a Etienne con una antorcha chisporroteante y un hacha.

– Volveremos contigo, La Rousse -dijo el cabeza de familia-. He de hablar con tu padre.

Dio un trozo de pan a Etienne.

– Comedlo juntos y daos la mano.

Etienne partió el pan en dos y dio a Isabelle la parte más pequeña. La muchacha se la metió en la boca y le dio la mano. Los dedos de Etienne estaban fríos. A ella el pan se le pegó a la garganta como un susurro.

Petit Jean nació ensangrentado y se convirtió en un niño intrépido.

Jacob nació azul y era un niño tranquilo: ni siquiera gritó al palmearle Hannah la espalda para que empezase a respirar.

Isabelle flotaba otra vez en el río, muchos veranos después. Quedaban marcas en su cuerpo de los dos partos, y otro embarazo le sacaba el vientre del agua. La criatura que llevaba dentro le dio una patada, e Isabelle se abrazó la tripa con las manos.