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Una vez fuera, se mezcló con la multitud. Pero había policías por todas partes. Su piel comenzó a erizarse. Se sentía húmedo, lleno de gusanos. Se aproximó a una cabina telefónica simulando hacer una llamada, inclinó la cabeza hacia la lámina de metal del teléfono y sintió que el sudor le escocía en la nuca y bajo los brazos. Están en todas partes, pensó. Lo buscan, lo miran. Desde los coches. Desde la calle.

Desde las ventanas…

El recuerdo apareció otra vez…

El rostro en la ventana.

Inhaló profundamente.

El rostro en la ventana…

Había pasado hacía poco. Lo habían contratado para una muerte en Washington, D.C. El trabajo era matar a un asistente del Congreso que vendía información clasificada sobre armas militares a un competidor del hombre que lo contrató, según suponía Stephen. Este asistente se sentía comprensiblemente paranoide y vivía en una casa segura en Alexandria, Virginia. Stephen averiguó dónde estaba y al final había logrado acercarse lo suficiente como para disparar su pistola, aunque sería un disparo problemático.

Una oportunidad, un disparo…

Había esperado cerca de cuatro horas, y cuando llegó la víctima y corrió hacia la casa, Stephen logró disparar un solo tiro. Le había dado, pensó, pero el hombre cayó en un patio fuera de su campo de visión.

Escúchame, muchacho. ¿Me estás escuchando?

Señor, sí, señor.

Debes seguir la huella de todo objetivo herido y terminar el trabajo. Sigue el rastro de la sangre hasta el infierno y vuelve, debes hacerlo.

Bueno…

No me digas bueno. Confirma todas las muertes. ¿Me entiendes? No es una opción.

Sí, señor.

Stephen había escalado un muro de ladrillos para llegar al patio. Encontró el cuerpo del asistente sobre los adoquines, con los miembros extendidos, cerca de una fuente adornada con la cabeza de un macho cabrío. Después de todo, el disparo había resultado fatal.

Pero algo extraño sucedió. Algo que le produjo escalofríos, y muy pocas cosas en la vida le habían estremecido. Quizá era solo un palpito, la forma en la que el asistente había caído, o el lugar en el que la bala le había dado. Pero parecía que alguien había levantado cuidadosamente la camisa ensangrentada de la víctima para ver la minúscula herida sobre el esternón del hombre.

Stephen se dio vuelta, buscando a quien lo había hecho. Pero no, no se veía a nadie cerca.

O eso pensó en un principio.

Luego se le ocurrió mirar a través del patio. Se podía ver una vieja cochera, con ventanas manchadas y sucias, iluminada por detrás con la débil luz del crepúsculo. En una de las ventanas vio, o imaginó que veía, un rostro que lo observaba. No podía distinguir al hombre, o a la mujer, con nitidez. Pero quienquiera que fuese no parecía particularmente asustado. No se escondía ni trataba de huir.

¡Un testigo, ha dejado un testigo, soldado!

Señor, eliminaré inmediatamente la posibilidad de identificación, señor.

Pero cuando abrió de una patada la puerta de la cochera vio que estaba vacía.

Márchese, soldado.

El rostro en la ventana…

Stephen había permanecido en el edificio vacío, que daba al patio de la casa del asistente, iluminado por la luz del crepúsculo y dio vueltas y más vueltas en círculos lentos y maníacos.

¿Quién era? ¿Qué estaba haciendo? ¿O se trataba sólo de la imaginación de Stephen? De la misma manera, su padrastro solía ver francotiradores en los nidos de halcón de los cedros de Virginia Occidental.

El rostro de la ventana lo había observado de la misma forma en que algunas veces lo miraba su padrastro, estudiándolo, inspeccionándolo. Stephen recordó que de joven a menudo pensaba: ¿Hice algo mal? ¿Hice algo bien? ¿Qué piensa de mí?

Finalmente no pudo esperar más y regresó a su hotel de Washington.

Stephen había sido herido, golpeado y acuchillado. Pero nada lo había conmocionado tanto como aquel incidente en Alexandria. Ni una vez se sintió perturbado por los rostros de sus víctimas, vivas o muertas. Pero el rostro en la ventana era como un gusano que subía por su pierna.

Temeroso…

Así exactamente se sentía ahora, al ver las hileras de oficiales que se dirigían hacia él desde los dos extremos de Lexington. Los coches hacían sonar las bocinas, los conductores estaban enfadados. Pero la policía no les prestaba atención; continuaba con su búsqueda afanosa. Era cuestión de minutos que le localizaran: un atlético hombre blanco solo, que llevaba un estuche de guitarra que podría fácilmente contener el mejor fusil que Dios pusiera sobre la tierra.

Sus ojos se volvieron a las ventanas negras y sombrías que daban a la calle.

Rezó por no ver un rostro observándolo.

Soldado, ¿de qué mierda está hablando?

Señor, yo…

Haga un reconocimiento, soldado.

Señor, sí, señor.

Le llegó un aroma amargo, a quemado.

Se dio vuelta y encontró que estaba al lado de un Starbucks. Entró y mientras hacía como que leía el menú, estudió a los clientes.

Sola en una mesa, se sentaba en una de esas sillas ligeras e incómodas una mujer grandota. Leía una revista y sobre la mesa había un vaso alto de té. Estaba en los primeros años de la treintena, era regordeta y poseía una cara ancha y nariz prominente. Stephen asoció libremente… Starbucks, Seattle… ¿lesbiana?

Pero no, no pensaba que lo fuera. Ella escudriñaba el Vogue que tenía en sus manos con envidia, no con lujuria.

Stephen compró una taza de manzanilla Celestial Seasonings. Tomó el recipiente y se encaminó hacia un asiento cerca de la ventana. Pasaba justo al lado de la mesa de la mujer cuando la taza se le resbaló de las manos y cayó en la silla opuesta a la de la chica; el té caliente se derramó por el suelo. Ella se echó atrás sorprendida, y miró la expresión de horror de la cara de Stephen.

– Oh, Dios mío -murmuró el muchacho-, lo lamento mucho.

Cogió un puñado de servilletas.

– Dime que no te he manchado. ¡Por favor!

Percey Clay se desembarazó del joven detective que la tenía inmovilizada contra el suelo.

La madre de Ed, Joan Carney, yacía a unos metros, con el rostro petrificado en una expresión entre conmocionada y perpleja.

Brit Hale estaba contra el muro; dos fuertes policías le sujetaban. Parecía que lo estuvieran arrestando.

– Lo lamento, señora Clay -dijo uno de los policías-. Nosotros…

– ¿Qué está pasando? -Hale parecía desconcertado. A diferencia de Ed y de Ron Talbot, y de la misma Percey, Hale nunca había sido militar, ni estado cerca de un combate. No tenía miedo; siempre usaba mangas largas en lugar de la tradicional camisa blanca de mangas cortas de los pilotos, para ocultar las cicatrices de las quemaduras que tenía en los brazos de cuando, hacía unos años, se había subido a un Cessna 150 en llamas para rescatar a un piloto y su pasajero. Pero la idea del crimen, de daño intencional, le era completamente ajena.

– Recibimos una llamada de las fuerzas especiales -explicó el detective-. Piensan que el hombre que mató al señor Carney está de vuelta. Probablemente venga a por ustedes. El señor Rhyme piensa que el asesino fue el que conducía esa camioneta negra que vio usted hoy.