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Se le ocurrió un pensamiento súbito: es como una gitana.

Se dio cuenta de que ella también lo observaba. Y de que la suya era una reacción curiosa. Al verlo por primera vez, la mayoría de la gente se estampaba una tonta sonrisa en la cara, se ponía roja como un tomate y se obligaba a mirar fijamente la frente de Rhyme, de manera que los ojos no descendieran por accidente a su cuerpo deteriorado. Pero Percey miró su cara una vez -bien parecida, con labios bien delineados y una nariz como la de Tom Cruise, que aparentaba menos que sus cuarenta y tantos años- y, otra, sus brazos, piernas y torso inmóviles. Pero la atención de la muchacha se enfocó inmediatamente en el equipo para minusválidos: la reluciente silla de ruedas Storm Arrow, el controlador de movimientos con la boca, los cascos y el ordenador.

Thom entró al cuarto y se acercó a Rhyme para tomarle la tensión.

– Ahora no -dijo su jefe.

– Ahora sí.

– No.

– Quédate quieto -dijo Thom, y le tomó la tensión de todos modos. Se sacó el estetoscopio-. No está mal. Pero estás cansado y últimamente trabajas demasiado. Necesitas descanso.

– Vete -gruñó Rhyme. Se volvió hacia Percey Clay. Porque era un inválido, un tetrapléjico, porque era sólo una porción de ser humano, las visitas a menudo parecían pensar que no comprendía lo que le decían; hablaban lentamente o se dirigían a él a través de Thom. Percey, sin embargo, le habló directamente y al hacerlo se ganó muchos puntos en su estima.

– ¿Piensas que Brit y yo estamos en peligro?

– Sí, lo estáis. En un grave peligro.

Sachs entró al cuarto y miró a Percey y a Rhyme.

Él las presentó

– ¿Amelia? -preguntó Percey-. ¿Te llamas Amelia?

Sachs asintió.

Una débil sonrisa pasó por el rostro de Percey. Se volvió levemente y la compartió con Rhyme.

– No me pusieron el nombre por la aviadora -dijo Sachs recordando, según supuso Rhyme, que Percey era piloto-, sino por una hermana de mi padre. ¿Amelia Earhart fue una heroína?

– No -dijo Percey-, realmente no. Se trata de una coincidencia.

Hale dijo:

– ¿Le van a poner custodia, verdad? ¿A tiempo completo?

Señaló a Percey.

– Por supuesto que sí -dijo Dellray.

– Bien -anunció Hale-. Bien… Otra cosa. Estaba pensando que realmente deberíais tener una conversación con ese tío, Phillip Hansen.

– ¿Una conversación? -preguntó Rhyme.

– ¿Con Hansen? -inquirió Sellitto-. ¡Ya lo creo! Pero niega todo y no dirá una palabra más. -Miró a Rhyme-. Puse a los Mellizos a trabajar con él un tiempo. -Miró de nuevo a Hale-. Son nuestros mejores interrogadores. No consiguieron sacarle nada. No hubo suerte.

– ¿No lo pueden amenazar… o algo así?

– Hum, no -dijo el detective-. No lo creo.

– No importa -siguió Rhyme-. De todos modos no hay nada que Hansen pueda decirnos. El Bailarín nunca se encuentra con sus clientes cara a cara y nunca les dice cómo hará el trabajo.

– ¿El Bailarín? -preguntó Percey.

– Ese es el nombre que damos al asesino. El Bailarín de la Muerte.

– ¿Bailarín de la Muerte? -Percey soltó una leve carcajada, como si la frase significara algo para ella. Pero no lo explicó.

– Bueno, es un poco siniestro -dijo Hale, vacilante, como si los policías no debieran poner nombres extravagantes a sus villanos. Rhyme supuso que tenía razón.

Percey miró a Rhyme a los ojos, casi tan negros como los suyos.

– ¿Entonces, que te pasó? ¿Te hirieron?

Sachs, y Hale también, se sobresaltaron ante esta franqueza, pero a Rhyme no le importó. Prefería a la gente con sus características, los que no utilizaban un tacto sin sentido. Dijo sosegadamente:

– Estaba inspeccionando la escena de un crimen en una obra en construcción. Una viga cayó. Me rompió el cuello.

– Como le pasó a ese actor. Christopher Reeve.

– Sí.

– Fue muy duro -dijo Hale-. Pero ese hombre resultó un valiente. Lo he visto en la tele. Creo que yo me hubiera matado si me hubiese ocurrido a mí.

Rhyme miró a Sachs, que captó su mirada. El criminalista se volvió hacia Percey.

– Necesitamos tu ayuda. Tenemos que imaginarnos cómo puso la bomba a bordo. ¿Tienes alguna idea?

– Ninguna -dijo Percey y luego miró a Hale, quien sacudió la cabeza.

– ¿Visteis a alguien que no reconocierais cerca del avión antes del vuelo?

– Yo estaba enferma anoche -dijo Percey-. Ni siquiera fui al aeropuerto.

– Yo estaba en el interior, pescando -dijo Hale-. Tenía el día libre. Llegué a casa muy tarde.

– ¿Exactamente dónde estaba el avión antes de despegar?

– En nuestro hangar. Lo estábamos equipando para la nueva carga. Teníamos que sacar asientos e instalar soportes especiales con tomas eléctricas potentes. Para las unidades de refrigeración. ¿Sabéis en qué consistía el cargamento, verdad?

– Órganos -dijo Rhyme-, órganos humanos. ¿Compartís el hangar con alguna otra compañía?

– No, es nuestro. Bueno, lo alquilamos.

– ¿Es fácil entrar en él? -preguntó Sellitto.

– Si no hay nadie se cierra con llave, pero en los últimos dos días tuvimos cuadrillas trabajando las veinticuatro horas para equipar al Lear.

– ¿Conocéis a los trabajadores? -preguntó Sellitto.

– Son como de la familia -dijo Hale a la defensiva.

Sellitto miró significativamente a Banks. Rhyme supuso que el detective estaba pensando que los miembros de la familia son siempre los primeros sospechosos en un caso de asesinato.

– Bueno, de todos modos tomaré sus nombres, si no os importa. Pura rutina.

– Sally Anne, que es nuestra directora administrativa, os proporcionará una lista.

– Debéis sellar el hangar -dijo Rhyme-. Mantened a todos fuera.

Percey sacudió la cabeza:

– No podemos.

– Selladlo -repitió Rhyme-. Todos fuera. Todos.

– Pero…

– Tenemos que hacerlo -dijo Rhyme.

– ¡Oye! -dijo Percey-. Espera un poco. -Miró a Hale- ¿Foxtrot Bravo?

Hale se encogió de hombros.

– Ron dijo que le llevaría por lo menos otro día más.

Percey suspiró.

– El Lear Jet que Ed pilotaba era el único equipado para esa carga. Hay otro vuelo programado para mañana por la noche. Tendremos que trabajar sin descanso para dejar al otro avión listo para ese vuelo. No podemos cerrar el hangar.

– Lo lamento pero no hay opción -dijo Rhyme.

Percey parpadeó.

– Bueno, no sé quién eres para decirme lo que tengo que hacer.

– Soy alguien que trata de salvarte la vida -bramó Rhyme.

– No puedo arriesgarme a perder ese contrato.

– Un momento, señorita -dijo Dellray-, usted no comprende a este asesino…

– Mató a mi marido -respondió la chica con voz dura-. Lo comprendo perfectamente. Pero no me van a presionar para que pierda este trabajo.

Sachs se puso las manos en las caderas.

– Oye, espera un poco. Si hay alguien que puede salvarte el pellejo, ese es Lincoln Rhyme. No te pongas difícil ahora.