Sachs miró por el aeropuerto. Había docenas de transportistas de gasolina, personal de tierra, obreros de reparaciones, trabajadores de la construcción que levantaban un ala nueva en una de las terminales.
– ¿Es un hombre grande? -continuó Rhyme.
– Sí.
– Probablemente hoy sudaría. Quizá se pasó la mano por la cabeza, o se la rascó.
Yo misma he estado haciendo eso todo el día, pensó Sachs, y sintió el impulso de rascarse la cabeza y lastimarse la piel como hacía siempre que estaba frustrada y tensa.
– Busca en su cuero cabelludo, Sachs. Detrás del nacimiento del pelo.
Ella lo hizo así.
Y así lo encontró.
– Veo vetas de color. Azul. Partes de blanco, también. En el pelo y la piel. Oh, diablos, Rhyme, ¡es pintura! Es un pintor. Y hay cerca de veinte trabajadores de la construcción por aquí.
– La marca del cuello -siguió Rhyme-. El Bailarín le quitó su collar de identificación.
– Pero la foto sería distinta.
– Diablos, probablemente esté cubierta de pintura o la falsificó de alguna manera. Está en algún lugar del campo, Sachs. Haz que Percey y Hale se tiren al suelo. Ponles una protección y haz que todos salgan a buscar al Bailarín. SWAT está en camino.
Problemas.
Stephen observaba a la pelirroja que estaba en la parte posterior de la ambulancia. A través del telescopio Redfield no podía ver con claridad lo que estaba haciendo. Pero se puso nervioso de repente.
Sintió que ella le estaba haciendo algo a él. Algo para exponerlo, para atraparlo.
Los gusanos se estaban acercando. El rostro en la ventana, el rostro de gusano, lo estaba buscando.
Stephen se estremeció.
La chica saltó de la ambulancia y miró alrededor del campo.
Algo está sucediendo, soldado.
Señor, ya me doy cuenta, señor.
La pelirroja comenzó a gritar órdenes a otros policías. Casi todos la miraron con pesimismo y luego miraron alrededor. Uno corrió hacia su coche, luego otro hizo lo mismo.
Stephen vio el bonito rostro de la pelirroja y sus ojos como gusanos que escudriñaban el terreno del aeropuerto. Posó la retícula en su perfecto mentón. ¿Qué había encontrado? ¿Qué estaba buscando?
Ella se detuvo y Stephen vio que hablaba consigo misma.
No, no con ella misma. Estaba hablando a unos auriculares. Por la forma en que escuchaba, y luego asentía, parecía que tomaba órdenes de otra persona.
¿De quién?, se preguntó.
Alguien que ha descubierto que estoy aquí, pensó Stephen.
Alguien que me busca.
Alguien que puede observarme a través de las ventanas y desaparecer al instante, que puede pasar por muros y agujeros y pequeñas ranuras para acercarse sigilosamente y encontrarme.
Un escalofrío corrió por su espalda -de hecho, tembló- y por un momento la retícula del telescopio se desvió de la policía pelirroja y perdió por completo la exactitud del objetivo.
¿Qué mierda fue eso, soldado?
Señor, no lo sé, señor.
Cuando volvió a enfocar a la pelirroja vio que las cosas se estaban poniendo muy feas. Ella señalaba la furgoneta del pintor que Stephen acababa de robar. Estaba aparcada a seis metros de él, en un pequeño espacio reservado para los vehículos de la construcción.
Quienquiera que hablase con la pelirroja había encontrado el cuerpo del pintor y descubierto cómo había llegado a los terrenos del aeropuerto.
El gusano se acercó. Stephen sintió su sombra, su baba fría.
El sentimiento de temor. Los gusanos que se deslizaban por sus piernas… los gusanos que bajaban por su cuello.
¿Qué debo hacer?, se preguntó.
Una oportunidad… un disparo.
Están tan cerca, la Mujer y el Amigo. Podría terminar todo en este momento. Sólo tardaría cinco segundos. Quizá fueran sus siluetas lo que veía a través de la ventana. Esa forma sombreada. O esa otra… Pero Stephen sabía que si disparaba a través del cristal, todos se tirarían al suelo. Si no mataba a la Mujer del primer disparo, arruinaría sus posibilidades.
La necesito afuera. Necesito sacarlos de donde se esconden hacia la zona de muerte. Allí no puedo fallar.
No tenía tiempo. ¡No tenía tiempo! ¡Piensa!
Si quieres a la cierva, pon en peligro su cría.
Stephen empezó a respirar lentamente. Dentro, fuera, dentro, fuera. Enfocó el objetivo. Empezó a aplicar una presión imperceptible al gatillo. El Model 40 disparó.
El estruendo inundó el campo y los policías se tiraron al suelo y sacaron sus armas.
Otro disparo y la segunda columna de humo salió del motor montado en la cola del plateado reactor que estaba en el hangar.
La policía pelirroja, con su pistola en la mano, estaba en cuclillas, escudriñando el origen de los disparos. Miró a los dos agujeros humeantes en el revestimiento del avión, luego miró otra vez alrededor del campo, apuntando delante de ella con una Glock.
¿Le disparo?
¿Sí? ¿No?
Negativo, soldado. Quédate con tu objetivo.
Disparó otra vez. La explosión desgarró otro pequeño pedazo en un costado del avión.
Calma. Otro disparo. El golpe en el hombro, el dulce olor de la pólvora quemada. Una ventanilla en la cabina explotó.
Éste fue el disparo que lo consiguió.
De repente ahí estaba la Mujer abriéndose camino por la puerta de la oficina, luchando con el joven policía rubio que trataba de detenerla.
Sin objetivo aún. Déjala venir.
Apretó. Otra bala se incrustó en el motor.
La Mujer, con cara de horror, se liberó y corrió escaleras abajo hacia el hangar para cerrar sus puertas y proteger a su hijo.
Carga otra vez.
Posó la retícula en el pecho de la Mujer cuando llegó al campo y comenzaba a correr.
Stephen calculó automáticamente que tendría una desviación de 10 cms. Movió el fusil por delante de ella y apretó el gatillo. Disparó justo cuando el policía rubio la empujaba y ambos cayeron en un pequeño bache en el suelo. Un fallo. Y tenían suficiente resguardo como para impedirle que les cosiera las espaldas a balazos.
Se acercan, soldado. Te rodean.
Sí, señor. Comprendido.
Stephen observó las pistas. Habían aparecido otros policías. Estaban reptando hacia sus coches. Un coche patrulla se dirigía directamente hacia él y estaba sólo a cincuenta metros. Stephen empleó un tiro para destruir el del motor. Una humareda empezó a salir de la parte delantera y el coche se detuvo.
Permanece en calma, se dijo.
Estamos preparados para evacuar. Sólo necesitamos otro disparo exacto.
Oyó varios tiros de pistola. Volvió a mirar a la pelirroja. Estaba en posición de combate, apuntando la voluminosa pistola en su dirección, buscando el chispazo de la boca de su fusil. El sonido del disparo no le serviría a ella de nada, por supuesto; por eso Stephen nunca usaba silenciadores. Los sonidos fuertes son tan difíciles de localizar como los débiles.
La policía pelirroja se mantenía de pie y entrecerraba los ojos.
Stephen accionó el cerrojo del Model 40.
Amelia Sachs vio un leve resplandor y supo donde estaba el Bailarín de la Muerte.
Entre un pequeño grupo de árboles, a trescientos metros. La mira telescópica de Stephen captó el reflejo de las pálidas nubes que estaban sobre su cabeza.
– Por allí -gritó Sachs a dos policías del condado, acurrucados en su coche.
Los policías subieron al coche patrulla y lo pusieron en marcha. Se dirigieron a un hangar que había cerca para rodear al francotirador.
– Sachs -la llamó Rhyme a través de los auriculares- Qué está…
– Por Dios, Rhyme, está en el campo, disparando contra el avión.
– ¿Qué?
– Percey está tratando de llegar al hangar. Está tirando con balas explosivas. Está tirando para hacerla salir.
– Quédate agachada, Sachs. Si Percey va a matarse, déjala. ¡Pero tú quédate agachada!
Sachs sudaba profusamente, sus manos temblaban, su corazón palpitaba. Sintió un escalofrío de pánico que le recorría su columna.