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– Los protagonistas están en su lugar -dijo Bell por su transmisor.

Un momento después aparecieron dos policías uniformados por el pasillo; saludaron y uno de ellos dijo:

– Estaremos aquí afuera. Todo el tiempo.

Era curioso, pero su deje de Nueva York no parecía muy diferente al resonante acento de Bell.

– Eso estuvo bien -le dijo el detective a Percey.

Ella levantó una ceja.

– Controlaste su identidad. Nadie te sacará ventaja -ella sonrió débilmente-. Bueno, tenemos a dos hombres con tu suegra en Nueva Jersey -le informó Bell-. ¿Algún otro familiar necesita que lo cuidemos?

Percey dijo que no, no en aquella zona.

Bell repitió la pregunta a Hale, quien contestó, con una triste sonrisa:

– No, a menos que una ex mujer sea considerada familiar. Bueno, ex mujeres.

– Bien. ¿Gatos o perros que necesiten agua?

– No -dijo Percey. Hale sacudió la cabeza.

– Entonces ya podemos relajarnos. No hagáis llamadas desde teléfonos móviles si los tenéis. Usad solo esa línea que está allí. Recordad las ventanas y las cortinas. En aquel lugar hay un botón de emergencia. Si llega a ocurrir lo peor, cosa que no sucederá, lo apretáis y os tiráis al suelo. Bien, si necesitáis algo, pegadme un grito.

– Pensándolo bien, yo quiero algo -dijo Percey y levantó la petaca plateada.

– Muy bien -dijo Bell con su acento sureño-, si quieres que te ayude a vaciarla, todavía estoy de servicio, aunque te agradezco el ofrecimiento. Si quieres que te ayude a llenarla, bueno, dalo por hecho.

El engaño que habían planeado no alcanzó las noticias de las cinco.

Pero tres transmisiones salieron sin codificar por un canal policial para toda la ciudad, informando a las comisarías de una operación de seguridad 10-66 en la comisaría veinte y con una advertencia al tráfico 10-67 sobre cierres de calles en el Upper West Side. Todos los sospechosos apresados dentro de los límites de la comisaría 20 debían ser llevados directamente al Registro Central y al Centro de detención de Mujeres y Hombres del centro de la ciudad. No se permitiría que nadie entrara o saliera de la comisaría sin una autorización especial del FBI. O de la FAA (el agregado era de Dellray).

Mientras se efectuaba esta transmisión, los equipos 32-E de Bo Haumann se colocaban en posición alrededor del edificio policial.

A partir de ese momento, Haumann estaba a cargo de aquella parte de la operación. Fred Dellray estaba reuniendo un equipo federal de rescate de rehenes para el caso de que descubrieran la identidad y el domicilio de la dueña de los gatos. Rhyme, junto a Sachs y a Cooper, seguían trabajando con los rastros obtenidos en las escenas de crimen.

No había nuevas pistas, pero Rhyme quería que Sachs y Cooper volvieran a examinar lo que ya habían descubierto. En esto consistía la ciencia forense: en mirar y mirar y mirar, y luego, cuando no se podía encontrar nada, se miraba un poco más. Y cuando se llegaba a otro callejón sin salida, se seguía mirando.

Rhyme había acercado su silla al ordenador y le pedía que ampliara las imágenes del temporizador encontrado entre los restos del avión de Ed Carney. El mismo temporizador no tenía demasiada utilidad, porque era muy común, pero él se preguntaba si no podría contener un pequeño rastro o quizá una huella latente parcial. Los criminales que ponen bombas a menudo creen que las huellas dactilares se destruyen en la explosión, y prescinden de los guantes cuando trabajan con los componentes más pequeños de los artefactos. Pero la explosión en sí misma no necesariamente destruye las huellas. Rhyme le pidió a Cooper que expusiera el temporizador en el bastidor del SuperGlue, y cuando esta operación no reveló nada, le indicó que lo espolvoreara con el MagnaBrush, una técnica para descubrir huellas que utiliza un fino polvo magnético. No encontró nada.

Finalmente, Rhyme ordenó que se bombardeara la muestra con el nit-yag, el nombre coloquial del láser de cristal de granate que era lo más avanzado para descubrir huellas que resultaban invisibles por otros medios.

Cooper estaba mirando la imagen bajo el microscopio mientras Rhyme la examinaba en la pantalla de su ordenador.

El criminalista soltó una seca carcajada, entrecerró los ojos, miró de nuevo y se preguntó si sus ojos no le estarían gastando una broma.

– ¿Es eso?… Mira. ¡En el rincón inferior derecho! -gritó.

Pero Cooper y Sachs no podían ver nada.

Gracias a la imagen ampliada había encontrado algo que el microscopio óptico de Cooper había pasado por alto. En el borde de metal que había protegido al temporizador, evitando que saltara hecho añicos había un tenue semicírculo de terminaciones, entrecruzamientos y bifurcaciones de una huella dactilar. No tenía más de un milímetro de ancho y quizá un centímetro de largo.

– Es una huella -dijo Rhyme.

– No es suficiente para compararla -dijo Cooper, mirando la pantalla de Rhyme.

Hay un total de cerca de 150 características individuales en los surcos de una sola huella dactilar, pero un experto puede determinar la identidad si coinciden sólo de ocho a dieciséis de ellas. Por desgracia, aquella muestra ni siquiera proporcionaba la mitad.

Sin embago, Rhyme estaba entusiasmado. El criminalista que no podía girar el enfoque de un microscopio de luz polarizada había encontrado algo que los demás no habían visto. Algo que probablemente hubiera pasado por alto de ser «normal».

Ordenó al ordenador que cargara un programa de captura de pantalla y guardó la huella en un archivo bmp, sin comprimirla en jpg para evitar el riesgo de corromper la imagen. Imprimió una copia con la impresora láser e hizo que Thom la pegara cerca del panel de pruebas procedentes del lugar de la explosión del avión.

Sonó el teléfono y, con su nuevo sistema, Rhyme descolgó tranquilamente y pasó la llamada al altavoz.

Eran los Mellizos, también conocidos por el apodo afectuoso de «los muchachos Hardy», un par de detectives de Homicidios que trabajaban para el edificio principal, Plaza Uno, de la policía. Eran interrogadores y agentes callejeros; encargados de entrevistar a residentes, mirones y testigos después de un delito; tenían un vago parecido entre sí, y eran considerados los mejores de la ciudad. Hasta Lincoln Rhyme, con su desconfianza hacia las capacidades humanas de observación e intuición, los respetaba.

A pesar de su forma de hablar.

– Hola, detective. Hola, Lincoln -dijo uno de ellos. Sus nombres eran Bedding y Saúl. Difícilmente se distinguían el uno del otro. Por el teléfono, Rhyme ni siquiera trató de hacerlo.

– ¿Qué tenéis? -preguntó-. ¿Habéis encontrado a la dama de los gatos?

– Esto fue fácil. Siete veterinarios, dos residencias para gatos…

– Tiene sentido ocuparse de ellos también. Y…

– También entrevistamos a tres empresas que pasean mascotas. Aun cuando…

– ¿Quién saca a pasear los gatos, verdad? Pero también se encargan de alimentarlos, darles agua y mantener limpios los aseos cuando el dueño está ausente. Me imagino que no está de más.

– Tres de los veterinarios tenían un cliente que podía ser, pero no estaban seguros. Ha sido una operación complicada.

– Hay muchos animales en el Upper East Side. Te sorprendería. O quizá no.

– Y entonces tuvimos que llamar a asistentes a domicilio. Ya sabes, doctores, ayudantes…

– Ese es un oficio. Lavador de mascotas. De todas formas, un recepcionista de un veterinario en la Ochenta y dos pensó que podría ser una dienta llamada Sheila Horowitz. De unos treinta años, tiene pelo corto y oscuro, algo obesa. Tiene tres gatos. Uno negro y el otro rubio. No conocen el color del tercero. Vive en Lexington entre la Setenta y ocho y la Setenta y nueve.

A cinco calles del domicilio de Percey.

Rhyme les dio las gracias y les pidió que permanecieran de guardia, luego ladró: