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– ¡Haced que los equipos de Dellray salgan ya mismo! Ve tú también, Sachs. Esté allí el Bailarín o no, hay una escena que examinar. Pienso que nos estamos acercando. ¿Podéis sentirlo todos? ¡Estamos cerca!

Percey le estaba contando a Roland Bell su primer vuelo en solitario.

Que no salió como había planeado.

Había despegado de la pequeña pista de hierba, a ocho kilómetros de Richmond, y sintió el familiar ruido del motor del Cessna a medida que saltaba sobre el suelo irregular hasta coger una velocidad VI. Luego tiró hacia atrás la palanca de mando y el pequeño y compacto 150 se elevó en el aire. Era una mañana de primavera húmeda, como la de aquel mismo día.

– Te debió parecer excitante -comentó Bell, con una mirada de curiosa incertidumbre.

– Cada vez más -dijo Percey, que tomó otro trago de la petaca.

Veinte minutos después el aparato dejó el territorio boscoso de Virginia oriental, una pesadilla de zarzas y pinos. Ella hizo descender el avión sobre un camino de tierra, verificó el combustible y volvió a despegar, regresando a casa sin incidentes.

No hubo ninguna avería en el pequeño Cessna, por lo que el propietario nunca descubrió el paseo. En realidad, la única consecuencia del suceso fue la tunda que le propinó su madre después de que el director de la escuela Lee le informara de que Percey se había enzarzado en otra pelea más y había golpeado a Susan Beth Halworth en la nariz, huyendo después de la quinta hora de clase.

– Tenía que irme -le explicó Percey a Bell-. Se estaban burlando de mí. Creo que me llamaban «enana de jardín». Me lo dijeron muchas veces.

– Los chicos pueden ser crueles -dijo Bell-. A mis hijos les daría una azotaina si hicieran algo así. Oye, ¿cuántos años tenías?

– Trece.

– ¿Y pudiste hacerlo? Quiero decir, ¿no necesitas tener diecisiete años para volar?

– Dieciséis.

– Oh. Entonces… ¿cómo lo hiciste?

– Nunca me cogieron -dijo Percey-. Así es como lo hice.

– Oh.

Estaban sentados en el cuarto de ella en la casa protegida. Él había vuelto a llenar la petaca con Wild Turkey, regalito muy común de un informante de la mafia que había pasado allí cinco semanas; estaban sentados en un diván verde, y no se oía el sonido agudo del transmisor, afortunadamente apagado. Percey se apoyaba en el respaldo mientras que Bell se sentaba hacia delante, aunque no porque el mueble le resultara incómodo sino porque le gustaba mantenerse alerta. Sus ojos podrían captar el vuelo de una mosca que pasara por la puerta, una corriente de aire que empujara una cortina y su mano se dirigiría a una de las grandes pistolas que llevaba.

A petición de Bell, Percey siguió con la historia de su carrera en la aviación. Cuando tenía dieciséis años obtuvo su certificado de estudiante piloto, un año después el título de piloto privado y a los dieciocho se convirtió en piloto comercial.

Para horror de sus padres, renunció a entrar en el negocio del tabaco (el padre no trabajaba para una «compañía» sino para un «cultivador», si bien para todos los demás se trataba de una corporación de seis mil millones de dólares) y estudió para licenciarse en ingeniería. («Abandonar la Universidad de Virginia es la primera cosa sensata que ha hecho» le dijo su madre a su padre: fue la única vez que su madre había estado de su parte. La mujer agregó: «Será más fácil que encuentre marido en la Tecnológica de Virginia». Quería decir que sus estudiantes varones no ponían el listón muy alto.)

Pero a ella no le interesaban las fiestas, ni los muchachos, ni las hermandades universitarias. Toda su vida se centraba en una sola cosa: volar, todos los días en que le era física y financieramente posible volaba. Obtuvo su certificado de instructora de vuelo y comenzó a enseñar. No le gustaba especialmente la tarea, pero persistió en ella por una razón muy sabia: las horas que se pasan como instructor de vuelo cuentan en el curriculum como tiempo de piloto al mando. Lo que resultaría muy útil cuando fuera a llamar a la puerta de las aerolíneas.

Después de su graduación, empezó a llevar la vida de un piloto sin empleo. Lecciones, espectáculos aéreos, paseos, trabajos ocasionales como acompañante en un servicio de entregas o en una pequeña compañía charter. Taxis aéreos, hidroaviones, fumigación de cosechas, hasta vuelos acrobáticos en viejos biplanos Stearman o Curtis Jenny, los sábados por la tarde en parques de atracciones de los suburbios.

– Fue duro, realmente duro -le dijo a Roland-. Quizá como empezar en la policía.

– No me parece que haya mucha diferencia. Estaba poniendo trampas para los que se excedían de la velocidad permitida y controlaba un cruce como policía de tráfico de Hoggston. Tuvimos tres años consecutivos sin homicidios, ni siquiera accidentales. Luego comencé a ascender, conseguí un empleo de policía del condado y trabajé en la Patrulla de la Autopista. Pero eso consistía mayormente en detener a los conductores con una copa de más. De manera que volví a la Universidad de Carolina del Norte para graduarme en criminología y sociología. Luego me mudé a Winston-Salem y conseguí una chapa dorada.

– ¿Una qué?

– Detective. Por supuesto me dieron dos palizas y me dispararon tres veces antes de mi primera revista… Tienes que pensar muy bien lo que deseas; no vaya a ser que lo consigas. ¿Lo has oído alguna vez?

– Pero estabas haciendo lo que querías.

– Así es. Sabes, mi tía, la que me crió, solía decir: «Camina en la dirección que Dios te señala». Creo que hay algo de verdad en ello. Oye, ¿cómo comenzaste con tu propia compañía?

– Ed -mi marido-, Ron Talbot y yo lo hicimos. Hace unos siete u ocho años. Pero primero hice una escala.

– ¿A qué te refieres?

– Me alisté.

– ¿Bromeas?

– No. Estaba desesperada por volar y nadie me contrataba. Mira, para conseguir un empleo con una gran aerolínea o una compañía charter tienes que tener experiencia con los aviones que utilizan. Y para conseguirlo tienes que pagar tu entrenamiento y las horas en el simulador, de tu propio bolsillo. Puede costarte diez mil dólares obtener el permiso para pilotar un gran reactor. Estaba condenada a volar en aviones a hélice porque no podía pagar mi entrenamiento. Entonces se me ocurrió: podría alistarme y que me pagaran por volar los aviones más interesantes de la tierra. De manera que firmé un contrato con la Armada.

– ¿Por qué con ellos precisamente?

– Por los portaaviones. Pensé que sería divertido aterrizar en una pista móvil.

Bell hizo una mueca. Percey le miró extrañada y él le explicó:

– Por si no te habías dado cuenta, no me atrae mucho tu trabajo.

– ¿No te gustan los aviadores?

– Oh, no, nada de eso. Lo que no me gusta es volar.

– ¿Preferirías que te dispararan antes de subir a un avión?

Sin pensarlo mucho, Bell asintió enfáticamente y luego preguntó:

– ¿Estuviste en combate?

– Claro. En Las Vegas.

Bell frunció el ceño.

– Mil novecientos noventa y uno. El Hotel Hilton. Tercera planta.

– ¿Combate? No entiendo.

– ¿Alguna vez oíste hablar de Tailhook? -le preguntó Percey.

– Oh, ¿no fue una convención naval o algo parecido? ¿Donde un grupo de pilotos se emborrachó y atacó a unas mujeres? ¿Estuviste allí?

– Me manosearon y me pellizcaron. Derribé de un golpe a un teniente y rompí un dedo a otro, aunque lamentó decir que estaba demasiado borracho y no sintió dolor hasta el día siguiente.

Bebió más bourbon.

– ¿Fue tan horrible como se contó?

– Una suele esperar que algún norcoreano o algún iraní en un Mig se descuelgue del sol y te persiga -respondió Percey tras pensárselo un momento-. Pero cuando lo hacen personas que se supone están de tu lado, bueno, realmente te desconcierta. Te hace sentir sucia y traicionada.