– Bueno, es un hombre extraordinario… – La Mujer vaciló, como si quisiera hablar de él pero no estuviera segura de qué decir. A Stephen le disgustó que se limitara a comentar:
– Está trabajando con la policía, trata de encontrar al asesino. Le dije que me quedaría aquí hasta mañana, pero que estoy decidida a hacer ese vuelo. Estuvo de acuerdo.
– Percey, lo podemos posponer. Hablaré con U.S. Medical. Saben que estamos pasando por un…
– No -dijo ella con firmeza-. No quieren excusas. Quieren que despeguemos a la hora convenida. Y si no podemos hacerlo encontrarán a otro. ¿Cuándo nos entregan la carga?
– A las seis o siete.
– Estaré allí al caer la tarde. Te ayudaré a terminar lo de la camisa.
– Percey -resopló Ron-, todo saldrá bien.
– Si ese motor está reparado a tiempo, todo será magnífico.
– Debes estar pasando por un calvario.
– A decir verdad, no -dijo Percey.
Todavía no, la corrigió Stephen en silencio.
Sachs patinó con la camioneta RRV al doblar la esquina a ochenta kilómetros por hora. Vio una docena de agentes tácticos que trotaban por la acera.
Los grupos de Fred Dellray estaban rodeando el edificio donde vivía Sheila Horowitz. Una típica casa de piedra marrón del Upper East Side, al lado de una tienda coreana de alimentación, un empleado estaba en frente de cuclillas sobre un cajón de embalaje de leche y pelaba zanahorias para el bufet de ensaladas mientras miraba sin demasiada curiosidad a los hombres y mujeres armados con ametralladoras que rodeaban el edificio.
Sachs encontró a Dellray en el vestíbulo, con el arma desenfundada y examinando los buzones.
S. Horowitz. 204.
Conectó su radio:
– Estamos en cuatro ocho tres punto cuatro.
La frecuencia protegida de las operaciones tácticas federales. Sachs sintonizó su radio mientras Dellray curioseaba en el buzón de Horowitz con una pequeña linterna negra.
– No se recogió nada hoy. Tengo la impresión de que la chica no está. -Luego añadió-: Tenemos a nuestra gente en la escalera de incendios y en la planta de arriba y de abajo, con una cámara SWAT y micrófonos. No han visto a nadie dentro. Pero se detectan arañazos y ronroneos. Nada que suene humano, no obstante. La chica tiene gatos, recordad. Acertó al pensar en los veterinarios. Me refiero a nuestro hombre, Rhyme.
Sé a quien te refieres, pensó Sachs.
Fuera el viento aullaba y otra línea de nubes negras cruzaba la ciudad. Grandes jirones de color violeta.
– Todos los grupos -gritó Dellray en su radio-. ¿Estado?
– Grupo rojo. Estamos en la escalera de incendios.
– Grupo azul. Primera planta.
– Roger -musitó Dellray-. Búsqueda y Vigilancia. Informe.
– Todavía no estamos seguros. Tenemos débiles señales infrarrojas. Si hay algo o alguien en el interior no hay movimientos. Podría tratarse de un gato durmiendo. O una víctima herida. O quizá una luz piloto o una bombilla que ha estado un tiempo encendida. Sin embargo podría ser el sujeto. En una parte interna del piso.
– Bueno, ¿qué piensas? -preguntó Sachs.
– ¿Quién habla? -preguntó el agente por la radio.
– NYPD. Patrullero Cinco Ocho Ocho Cinco -respondió Sachs, dando su número de placa-. Quiero saber cuál es tu opinión. ¿Piensas que el sospechoso está adentro?
– ¿Por qué lo preguntas? -quiso saber Dellray.
– Quiero una escena que no esté contaminada. Me gustaría entrar sola si piensan que el Bailarín no está allí.
La violenta entrada de una docena de oficiales tácticos probablemente constituía la manera más eficaz de arruinar por completo una escena de crimen.
Dellray la miró un momento frunciendo el ceño, y luego dijo a su micrófono:
– ¿Cuál es tu opinión, S &S?
– No lo podemos decir con seguridad, señor -informó el etéreo agente.
– Sé que no puedes, Billy. Sólo dime lo que te dicta tu instinto.
– Pienso que huyó -replicó tras pensárselo un segundo-. Creo que el piso está limpio.
– Bien, pero lleva un oficial contigo -le dijo a Sachs-. Es una orden.
– Yo entraré primero. Me puede cubrir desde la puerta. Mira, este tipo no deja ningún rastro en ninguna parte. Necesitaré algo más de tiempo.
– Está bien, oficial -Dellray hizo una seña con la cabeza a los agentes federales de SWAT-. Entrada aprobada -musitó, olvidando por un momento su lenguaje habitual para adoptar los términos policiales consagrados.
Uno de los agentes tácticos desarmó en treinta segundos el cerrojo de la puerta.
– Esperad -dijo Dellray, irguiendo la cabeza-. Es una llamada desde la Central. -Habló por la radio-: Dadles la frecuencia -le indicó a Sachs-. Lincoln te llama.
Un momento después irrumpió la voz del criminalista:
– Sachs -dijo-, ¿qué estás haciendo?
– Estoy a punto de…
– Escucha -le dijo con urgencia-. No vayas sola. Déjales que primero examinen la escena. Conoces las reglas.
– Tengo un apoyo…
– No. Deja que SWAT la examine primero.
– Están seguros de que no está dentro -mintió Sachs.
– No es suficiente -replicó Rhyme-. No con el Bailarín. Nadie está seguro con él.
Otra vez con esa monserga. Exasperada, dijo:
– Es la clase de escena que él no espera que encontremos. Probablemente no la limpió. Podríamos encontrar una huella digital, el casquillo de un proyectil. Diablos, si hasta podríamos encontrar su tarjeta de crédito.
Sin respuesta. No era muy frecuente que Rhyme se quedara callado.
– Deja de asustarme, Rhyme. ¿Vale?
Él no contestó y ella tuvo la extraña sensación de que quería que se asustara.
– ¿Sachs?
– ¿Qué?
– Sólo te pido que tengas cuidado -fue su único consejo.
Entonces aparecieron de repente cinco agentes tácticos, con guantes y capuchas Nomex, chaquetas antibalas azules y armados con negros fusiles H &K.
– Te llamaré desde dentro -dijo Sachs.
Comenzó a subir las escaleras tras los policías, más concentrada en el peso de la maleta con útiles para la escena de crimen que llevaba en su frágil mano que en la negra pistola de su mano derecha.
En los viejos tiempos, en los días anteriores al accidente, a Rhyme le gustaba mucho andar.
Había algo en el movimiento que lo calmaba. Un paseo por Central Park o Washington Square, una enérgica caminata. Solía hacer pausas para recoger trozos de materiales para las bases de datos del laboratorio de IRD, pero una vez que los pedazos de tierra o las plantas o las muestras de materiales de construcción estaban bien guardados y anotada su precedencia en su cuaderno, Rhyme seguía su camino. Solía caminar kilómetros y kilómetros.
Una de las cosas más frustrantes de su estado actual consistía en su incapacidad de descargar las tensiones. En aquel momento tenía los ojos cerrados y se frotó la nuca contra el cabecero de la Storm Arrow, haciendo rechinar los dientes. Le pidió a Thom un poco de whisky.
– ¿No necesitas estar lúcido?
– No.
– Yo creo que sí.
Vete al diablo, pensó Rhyme, y rechinó los dientes con más fuerza. Thom tendrá que limpiar una encía ensangrentada. Y me portaré como un gilipollas con él también.
A la distancia retumbaron los truenos y la luz disminuyó.
Se imaginó a Sachs frente a la fuerza táctica. Ella tenía razón, por supuesto: un grupo ESU que hiciera un examen completo del piso lo contaminaría mucho. No obstante, ella le preocupaba seriamente. Era tan imprudente. Había visto cómo se rascaba la piel, cómo se pellizcaba las cejas, cómo se comía las uñas. Rhyme, siempre escéptico ante las artimañas de los psicólogos, sabía reconocer sin embargo una conducta auto-destructiva cuando la veía. También había salido en coche con Sachs en su deportivo trucado; había llegado a velocidades de más de 300 kilómetros por hora, y pareció decepcionada porque los malos caminos de Long Island no le habían permitido duplicar esa velocidad.