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Se sobresaltó al escuchar su voz susurrante:

– ¿Rhyme, estás ahí?

– Adelante, Amelia.

– Sin nombres, Rhyme -le pidió ella-. Trae mala suerte.

Él trató de reír. Deseó no haber pronunciado su nombre y se preguntó por qué lo había hecho.

– Adelante.

– No creen que esté allí dentro.

– ¿Tienes puesto el blindaje?

– Le robé a un agente federal su chaqueta antibalas. Mira, parece que llevo como sostén unas cajas negras de cereales.

– A la de tres -Rhyme escuchó la voz de Dellray- atención a todos los grupos, tomad las puertas y ventanas, cubrid todas las zonas, pero deteneos en la puerta. Una…

Rhyme se sentía morir. Quería con ansia atrapar al Bailarín, podía saborear su captura, pero qué asustado estaba por ella.

– Dos…

Maldición -pensó Rhyme-, no quiero preocuparme por ti…

– Tres…

Escuchó un sonido suave, como el chasquillo de unos nudillos y se encontró inclinado hacia delante. Le dio un enorme calambre en el cuello y se recostó. Thom apareció y comenzó a darle un masaje.

– Ya está bien -murmuró-. Gracias. ¿Podrías limpiarme el sudor? Por favor.

Thom lo miró suspicaz y luego le enjugó la frente.

¿Qué estás haciendo, Sachs?

Quería preguntárselo, pero ni se le ocurría distraerla en aquel momento.

Entonces oyó un grito ahogado. Se le erizaron los pelos de la nuca.

– Dios, Rhyme.

– ¿Qué? Dime.

– La mujer…, Sheila Horowitz. La puerta de la nevera está abierta. Ella está dentro. Esta muerta pero parece que… Oh, Dios, sus ojos.

– Sachs…

– Parece que la metió dentro cuando todavía estaba viva. Por qué diablos…

– No lo pienses mucho, Sachs. Vamos. Puedes hacerlo.

– Jesús.

Rhyme sabía que Sachs era claustrofóbica. Imaginó el terror que debería sentir al encontrarse frente a aquella horrible forma de morir.

– ¿Le puso una cinta adhesiva o la ató?

– Cinta. Una clase de cinta de embalaje transparente en la boca. Sus ojos, Rhyme, sus ojos…

– No pierdas el control, Sachs. La cinta es una buena superficie para dejar huellas. ¿Qué recubre el suelo?

– Una alfombra en el salón. Y linóleo en la cocina. Y…

Un grito.

– ¡Oh, Dios!

– ¿Qué?

– Uno de los gatos. Saltó frente a mí. ¡Qué tonto!… ¿Rhyme?

– ¿Qué?

– Huelo algo. Algo curioso.

– Bien. -Le había enseñado a oler siempre el aire en la escena de crimen. Era el primer indicio que debía percibir un oficial de EC-. ¿Pero qué significa «curioso»?

– Un olor agrio. Químico. No puedo identificarlo.

Luego Rhyme se dio cuenta de que había algo que no encajaba.

– ¿Sachs -preguntó abruptamente- abriste la puerta de la nevera?

– No. La encontré así. Estaba sujeta con una silla para que no se cerrara, creo.

¿Por qué? se preguntó Rhyme. ¿Por qué lo haría? Trató furiosamente de encontrar una respuesta.

– Ese olor. Es más fuerte. A humo.

¡La mujer estaba a la vista para distraerles!, se le ocurrió a Rhyme de repente. ¡Dejó la puerta abierta para asegurarse de que el equipo de rescate se centraría en ella! ¡Oh, no, otra vez no!

– ¡Sachs! Lo que hueles es una mecha. Una mecha de efecto retardado. ¡Hay otra bomba! ¡Sal ya! Dejó la puerta de la nevera abierta a propósito.

– ¿Qué?

– ¡Es una mecha! Ha puesto una bomba. Tienes segundos. ¡Sal! ¡Corre!

– Le puedo quitar la cinta de la boca.

– ¡Por todos los demonios, vete!

– Puedo quitársela…

Rhyme oyó un crujido, un grito ahogado y, segundos más tarde, el resonante ruido de la explosión, como un martillo pilón sobre una caldera.

Lo dejó sordo.

– ¡No! -gritó-. ¡Oh, no!

Miró a Sellitto, que observaba su rostro aterrorizado.

– ¿Qué ha pasado, qué ha pasado? -gritó el detective.

Un momento más tarde, Rhyme oyó a través de un auricular la voz de un hombre que, presa del pánico, gritaba:

– Tenemos un incendio. Segunda planta. Los muros se han derrumbado. Tenemos heridos… Oh, Dios. ¿Dónde está la chica? Mirad la sangre. ¡Toda esa sangre! Necesitamos ayuda. ¡Segunda planta! Segunda planta…

Stephen Kall hizo un círculo caminando alrededor de la comisaría veinte, en el Upper East Side.

El edificio no estaba lejos del Central Park y pudo vislumbrar sus árboles.

La calle transversal de la comisaría estaba custodiada, pero las medidas de seguridad no era muy buenas. Había tres policías delante del bajo edificio, que miraban nerviosamente a su alrededor, pero no había ninguno en el lado este del recinto policial, donde una gruesa verja de acero cubría las ventanas. Stephen supuso que allí estarían los calabozos.

Siguió y dobló en la esquina. Luego caminó hacia el norte hacia la siguiente calle transversal. No había caballetes azules que cortaran el paso, pero había guardias, otros dos policías. Examinaban todo coche o peatón que pasara. Stephen estudió brevemente el edificio y continuó la marcha hacia el sur. Completó el círculo en el lado oeste de la comisaría. Se deslizó por un callejón desierto, sacó los binoculares de la mochila y observó el edificio.

¿Te puede valer esto, soldado?

Señor, sí, puedo, señor.

En un aparcamiento al lado de la comisaría había un surtidor de gasolina. Un oficial estaba llenando de combustible el tanque de su coche patrulla. Nunca se le había ocurrido a Stephen que los coches policiales no se surtían en las gasolineras Amoco o Shell.

Durante un largo momento miró hacia los surtidores con sus pesados binoculares Leica, luego los puso de nuevo en el bolso y se dirigió apresuradamente al oeste, consciente, como siempre, de la gente que andaba en su búsqueda.

Hora 12 de 45

Capítulo 16

– ¡Sachs! -gritó de nuevo Rhyme.

Maldición, ¿en qué estaría pensando? ¿Cómo pudo haber sido tan descuidada?

– ¿Qué ha pasado? -preguntó de nuevo Sellitto-. ¿Qué sucede?

¿Qué le ha pasado a ella?

– Una bomba en el piso de Horowitz -dijo Rhyme desalentado-. Sachs estaba dentro cuando explotó. Llámalos. Averigua qué ha pasado. Por el altavoz.

Toda la sangre…

Tres interminables minutos después Sellitto estaba conectado con Dellray.

– Fred -gritó Rhyme-, ¿cómo está Sachs?

Se hizo una pausa angustiosa hasta que su interlocutor contestó.

– Esto tiene muy mala pinta, Lincoln. En estos momentos estamos apagando el incendio. Era una AP de algún tipo. Mierda. Debimos mirar primero. Carajo.

Las trampas explosivas suelen fabricarse con explosivos plásticos o con TNT, y a menudo contienen metralla o cojinetes de bolas para infligir la mayor cantidad de daño posible.

– Derribó un par de muros y se incendió casi todo -continuó Dellray. Hizo una pausa:

– Debo decírtelo, Lincoln. Encontramos…

La voz de Dellray, generalmente tan firme, ahora trastabillaba nerviosamente.

– ¿Qué? -demandó Rhyme.

– Algunos restos humanos… Una mano. Parte de un brazo.

Rhyme cerró los ojos y sintió un horror que no había experimentado en años. Un puñal helado penetraba en su cuerpo insensible. Su aliento exhaló un débil silbido.

– Lincoln… -comenzó Sellitto.

– Todavía estamos buscando -siguió Dellray-. Quizá no haya muerto. La encontraremos. La llevaremos al hospital. Haremos todo lo que podamos. Sabes que sí.

¿Sachs, por qué diablos lo hiciste? ¿Por qué te lo permití?

– Nunca debería…

Luego sonó un chasquido en su oreja. Un sonido fuerte como el de un petardo.