– Estamos llevando el caso con Perkins -le aclaró Sellitto-. Trabajamos con el CID [11] del ejército. Pero ese tipo ha sido muy listo.
– Nadie lo delata nunca -dijo Banks-. Nunca.
Rhyme ya lo suponía: nadie se atrevería a delatar a un hombre como Hansen.
– Pero al fin, la semana pasada, obtuvimos una pista -siguió el joven detective-. Mira, Hansen es piloto. Su compañía tiene almacenes en el Aeropuerto Mamaroneck, el que está cerca de White Plains. Un juez emitió una orden de registro. Naturalmente, no encontramos nada. Pero entonces, la semana pasada, a medianoche… El aeropuerto está cerrado pero hay gente que trabaja hasta tarde. Ven a un tipo que se ajusta a la descripción de Hansen, que llega en coche hasta su avión privado, carga unas grandes bolsas de lona en él y despega. Sin autorización, sin plan de vuelo, se limita a despegar. Vuelve cuarenta minutos después, aterriza, entra en el coche y sale pitando. Sin las bolsas de lona. Los testigos dieron el número de registro a las autoridades aeronáuticas. Resulta que se trata del avión privado de Hansen, no el de su compañía.
– De manera que él sabía que le seguían de cerca y quería eliminar algo que lo relacionaba con las muertes -reflexionó Rhyme. Empezaba a sospechar por qué querían trabajar con él. Algunos detalles comenzaban a interesarle-. ¿El control del tráfico aéreo le siguió la pista?
– La Guardia lo tuvo por un momento. Justo por encima del estrecho de Long Island. Luego bajó durante diez minutos o algo así y el radar lo perdió.
– Y vosotros trazasteis una línea para ver qué distancia podía alcanzar sobre el estrecho. ¿Mandasteis submarinistas?
– Correcto. Sabíamos que tan pronto como Hansen se enterara de que teníamos tres testigos iba a desaparecer. De manera que logramos ponerlo a buen recaudo hasta el lunes. Detención federal.
Rhyme se rió.
– ¿Conseguisteis convencer a un juez de que había una causa probable sólo con lo que tenéis?
– Sí, con el riesgo de vuelo -dijo Sellitto-. Y le añadimos algunas chorradas de violaciones de normas aéreas y de riesgos temerarios. También que iba sin plan de vuelo, que volaba sin cumplir los requisitos mínimos.
– ¿Y qué dijo el señor Hansen?
– Conoce el juego. Ni una palabra en el arresto, ni tampoco a los acusadores. El abogado niega todo y está preparando un juicio por falso arresto, y bla, bla, bla. De manera que si encontramos las malditas bolsas vamos al gran jurado el lunes y, bang, lo tenemos.
– En el caso -señaló Rhyme- de que haya algo comprometedor en las bolsas.
– Oh, siempre hay algo comprometedor.
– ¿Cómo lo sabes?
– Porque Hansen está asustado. Ha contratado a alguien para que mate a los testigos. Ya ha acabado con uno de ellos. Hizo explotar su avión la noche pasada a las afueras de Chicago.
Y, pensó Rhyme, me quieren a mí para que encuentre las bolsas de lona… Algunas preguntas estaban flotando ahora en su cabeza. ¿Sería posible ubicar un avión en un lugar específico sobre el agua a partir de cierto tipo de precipitación o depósito salino o insecto encontrado aplastado en el borde del ala? ¿Podría uno calcular el momento de la muerte de un insecto? ¿Qué se podría deducir de las concentraciones salinas y contaminantes del agua? ¿Si se vuela tan bajo sobre el agua, podrían los motores o las alas extraer algunas algas y depositarlas sobre el fuselaje o la cola?
– Necesitaré algunos mapas del estrecho -comenzó Rhyme-. Planos de ingeniería de su avión.
– Ejem, Lincoln, no estamos aquí por eso -apuntó Sellitto.
– Ni para que encuentres las bolsas -agregó Banks.
– ¿No? ¿Entonces? -Rhyme se sacudió un mechón rebelde de negro cabello de su frente y frunció las cejas mirando al joven.
Los ojos de Sellitto escudriñaron nuevamente la caja ECU. Los cables que salían de ella eran de un rojo, amarillo y negro sucios y estaban enroscados sobre el suelo como serpientes al sol.
– Queremos que nos ayudes a encontrar al asesino. El hombre contratado por Hansen. Pararlo antes que llegue a los otros dos testigos.
– ¿Y? -Rhyme notaba que Sellitto todavía no lo había confesado todo.
Mirando a través de la ventana el detective dijo:
– Parece que se trata del Bailarín, Lincoln.
– ¿El Bailarín de la Muerte?
Sellitto lo miró y asintió con la cabeza.
– ¿Estáis seguros?
– Oímos que había hecho un trabajo en el distrito federal hace unas semanas. Mató a un ayudante del congreso implicado en asuntos de armas… Tenemos registros penitenciarios y hemos localizado llamadas desde una cabina de las cercanías de la casa de Hansen al hotel donde se alojaba el Bailarín. Tiene que ser él, Lincoln.
En la pantalla los granos de arena, grandes como asteroides, tersos como los hombros de una mujer, perdieron todo interés para Rhyme.
– Bueno -dijo suavemente-, tenemos un problema, ¿verdad?
Capítulo 3
Ella recordó: la noche pasada, el agudo sonido del teléfono ahogaba el ruido de la lluvia contra la ventana del dormitorio.
Lo miró con desdén como si el NYNEX [12] fuera responsable de las náuseas y del dolor sofocante de cabeza, con flashes de luz que estallaban detrás de sus párpados.
Finalmente se puso de pie y cogió el auricular a la cuarta llamada.
– ¿Hola?
Le contestó el eco vacío de un enlace unicom de radio a teléfono.
Luego una voz. Quizá.
Una risa. Quizá.
Un enorme estruendo. Un click. Silencio.
No había tono. Sólo silencio, arropado por las olas que embestían contra sus oídos.
– ¿Hola? ¿Hola?…
Había colgado el receptor y retornado al diván, observando la lluvia nocturna, el cornejo que se doblaba y enderezaba con el viento de la tormenta de verano. Se había vuelto a dormir. Hasta que el teléfono sonó otra vez, media hora más tarde, con la noticia de que el Lear Nueve Charlie Juliet se había estrellado cuando se acercaba a su destino, causando la muerte de su marido y del joven Tim Randolph.
Entonces, en aquella mañana gris, Percey Rachel Clay supo que la misteriosa llamada de la noche pasada era de su marido. Ron Talbot, quien tuvo la valentía de llamarla y darle la noticia del accidente, le explicó que poco antes de que el Lear explotara le había pasado una llamada.
La risa de Ed…
– ¿Hola? ¿Hola?
Percey destapó la botella y tomó un trago. Recordó el día ventoso, años atrás, cuando ella y Ed habían volado en un Cessna 180 equipado con pontones hacia Red Lake, Ontario, aterrizando con cerca de 170 litros de combustible en el tanque. Celebraron la llegada tomando una botella de whisky canadiense sin etiqueta, que acabó provocándoles la resaca más tremenda de sus vidas. El recuerdo le hizo saltar lágrimas, como antes lo había hecho el dolor.
– Vamos, Percey, termina con esto, ¿quieres? -dijo el hombre que se sentaba en el diván de la sala-. Por favor -señaló la botella.
– Oh, bien -respondió su voz áspera con controlado sarcasmo-. Seguro -y tomó otro trago. Sintió deseos de un cigarrillo, pero resistió-. ¿Por qué demonios se le ocurriría llamarme cuando estaban llegando? -preguntó.
– Quizá estaba preocupado por ti -sugirió Brit Hale-. Por tu jaqueca.
Al igual que Percey, Hale no pudo dormir esa noche. Talbot también lo había llamado a él con la noticia del accidente y había conducido desde su piso en Bronxville para estar con Percey. Se quedó con ella toda la noche, ayudándole a hacer las llamadas oportunas. Fue Hale, no Percey, quien dio la noticia a los padres de ella en Richmond.
– No tenía por qué hacer eso, Brit. Una llamada al llegar.
– Eso no tiene nada que ver con lo que pasó -dijo Hale con suavidad.
– Lo sé -respondió ella.