Entonces, C, llámenme a mí, pensó Rhyme. Puedo encontrar pruebas en el claro viento de la noche.
– Pero si captura vivo al matón de Hansen, puede delatar a su patrón -dijo Sellito.
– Exactamente -Eliopolos cruzó los brazos de la misma forma en que lo haría en un juicio, cuando pronunciaba el alegato final.
Sachs había estado escuchando desde la puerta. Hizo la pregunta que Rhyme estaba pensando:
– ¿Y qué arreglo hará con el Bailarín?
– ¿Y quién eres tú? -preguntó Eliopolos.
– Oficial Sachs. Del IRD.
– No es precisamente el lugar para que un técnico en escenas del crimen haga sus preguntas…
– Entonces seré yo el que le haga la maldita pregunta -ladró Sellitto-, y si no obtengo una respuesta, también se la hará el alcalde.
Eliopolos tenía una carrera política por delante, suponía Rhyme. Y probablemente una carrera de éxitos.
– Es importante que logremos condenar a Hansen. Es el mayor de dos males. El que puede hacer más daño -dijo Eliopolos.
– Es una bonita respuesta -dijo Dellray, arrugando la cara-. Pero no me aclara para nada el tema. ¿A qué acuerdo llegarás con el Bailarín si delata a Hansen?
– No lo sé -dijo el fiscal evasivamente-. No se ha discutido todavía.
– ¿Diez años de cárcel de seguridad media? -murmuró Sachs.
– No ha sido discutido.
Rhyme estaba pensando en la trampa que habían estado planeado con tanto cuidado hasta las cuatro de la madrugada. Si se movía ahora a Percey y a Hale, el Bailarín lo sabría. Se reorganizaría. Descubriría que estaban en Shoreham y, como los guardias tenían orden de capturarlo vivo, entraría con facilidad, mataría a Percey y Hale -y a media docena de policías- y se iría.
– No tenemos mucho tiempo -comenzó el fiscal.
– ¿Tiene papel? -le interrumpió Rhyme.
– Tenía la esperanza de que estuvieran dispuestos a cooperar.
– No lo estamos.
– Usted es un civil.
– Yo no -apuntó Sellitto.
– Je-je. Ya veo -miró a Dellray pero ni se molestó en preguntarle al agente de qué lado estaba. El fiscal dijo-: Puedo obtener en tres o cuatro horas una orden para consignarlos en custodia preventiva.
¿Un domingo por la mañana?, pensó Rhyme. Je-je.
– No los entregamos. Haga lo que tenga que hacer.
Eliopolos dibujó una sonrisa en su cara redonda y burocrática.
– Debo decirle que si este delincuente muere en un intento de atraparlo, yo personalmente revisaré el informe del comité que investiga las muertes provocadas por la policía, y hay una clara posibilidad de que saque en conclusión que ningún personal de supervisión dio las órdenes pertinentes para que se usara fuerza letal en una situación de arresto -miró a Rhyme-. También podría haber un caso de interferencia de civiles en una actividad policial. Podría llevarle a juicio. Sólo quiero que quede advertido.
– Gracias -dijo Rhyme despreocupadamente-. Se lo agradezco.
Cuando el fiscal se fue, Sellitto se persignó.
– Dios, Linc, ya lo oíste. Dijo un juicio.
– Por favor, por favor… No creo que un pequeño juicio asuste mucho a este muchacho -acotó Dellray.
Se echaron a reír.
Luego Dellray se estiró y dijo:
– Hay un virus que anda por ahí. ¿Oíste hablar de él, Lincoln? ¿De este bicho?
– ¿De qué se trata?
– Ha infectado a mucha gente últimamente. Mis chicos del SWAT y yo estamos en una operación de esas y lo que sucede es que les aparece este feo temblor en los dedos que aprietan el gatillo.
Sellitto, peor actor que el agente, dijo claramente:
– ¿A ti también? Pensé que le ocurría sólo a nuestros chicos de ESU.
– Pero, escuchad -dijo Fred Dellray, el Alec Guiness de los policías de la calle-. Hay un remedio. Todo lo que tenéis que hacer es matar a un desgraciado gilipollas, como este tipo, el Bailarín, apenas os mire mal. Eso siempre funciona.
Abrió su teléfono:
– Creo que llamaré para ver si mis chicos y chicas se acuerdan de esa medicina. Lo haré ahora mismo.
Hora 22 de 45
Capítulo 18
Cuando se despertó de madrugada en la sombría casa de seguridad, Percey Clay se levantó de la cama y se acercó a la ventana. Corrió la cortina y miró el cielo gris y monótono. Había una leve neblina.
Casi las condiciones mínimas, estimó. El viento cero noventa a cinco nudos. Visibilidad a cuatrocientos metros. Esperó que el tiempo aclarara para el vuelo de esa noche. Oh, ella podía volar con cualquier clima, lo había hecho muchas veces. Cualquiera que poseyera una licencia IFR [40] podía despegar, volar y aterrizar con cielo muy encapotado. (De hecho, con sus ordenadores, transpondedores, radar y sistemas para evitar colisiones, la mayoría de los aviones comerciales podían volar solos: hasta se podía conseguir un aterrizaje perfecto con las manos libres.) Pero a Percey le gustaba volar con el cielo despejado. Le gustaba ver pasar la hierba debajo. Las luces por las noches. Las nubes. Y por encima, las estrellas.
Todas las estrellas de la noche…
Pensó nuevamente en Ed y en la llamada la noche pasada a su madre, a Nueva Jersey. Habían hecho planes para el funeral. Quería pensar un poco más en ello, preparar la lista de invitados, organizar la recepción.
Pero no podía. Su mente estaba ocupada con Lincoln Rhyme.
Recordó la conversación que habían mantenido el día anterior tras las puertas cerradas en su dormitorio, después de la pelea con esa oficial, Amelia Sachs.
Se había sentado cerca de Rhyme en un viejo sillón. Él la había estudiado durante un momento, mirándola de arriba abajo. Una curiosa sensación la invadió. No se trataba de un examen personal, no la contemplaba de la forma que los hombres miran a ciertas mujeres (no a ella, por supuesto) en los bares o en la calle. Era más bien la manera en que un piloto veterano podría estudiarla antes de su primer vuelo juntos. Sopesando su autoridad, su porte, su rapidez de pensamiento. Su valor.
Había sacado la petaca del bolsillo pero Rhyme sacudió la cabeza y sugirió que tomaran un whisky de dieciocho años.
– Thom piensa que bebo demasiado -había dicho-. Y es así. Pero qué es una vida sin vicios, ¿verdad?
– Mi padre es un proveedor -dijo ella con una sonrisa.
– ¿De bebida? ¿O de vicios en general?
– Cigarrillos. Es un ejecutivo de U.S. Tobacco en Richmond. Disculpa. Ya no se llama de esta forma. Ahora es U.S. Consumer Products o algo así.
Se oyó un batir de alas en el exterior de la ventana.
– Oh -se había reído-, es un halcón.
Rhyme había seguido su mirada fuera de la ventana.
– ¿Un qué?
– Un peregrino macho. ¿Por qué habrá hecho su nido ahí? En la ciudad los hacen más altos.
– No lo sé. Me desperté una mañana y allí estaban. ¿Sabes algo de halcones?
– Claro que sí.
– ¿Has cazado con ellos?
– Solía hacerlo. Tenía un halcón que utilizaba para cazar perdices. Lo crié desde que era pichón.
– ¿Cómo fue?
– Era todavía pequeño y estaba en el nido. Son más fáciles de entrenar. -Había examinado el nido con cuidado, con una leve sonrisa en su rostro-. Pero mi mejor cazador fue un azor adulto. Hembra. Son más grandes que los machos y mejores cazadores. Es difícil trabajar con ellas. Pero cazaba cualquier cosa: conejos, liebres, faisanes.
– ¿Todavía lo tienes?
– Oh, no. Un día estaba al acecho, planeaba buscando una presa. Luego le dio por cambiar de idea. Dejó que escapara un gran faisán. Voló hasta una corriente cálida que la llevó cientos de metros hacia arriba. Desapareció hacia el sol. Le puse un cebo durante un mes pero nunca regresó.