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Bajó por la escalera de incendios y desapareció en el callejón, sintiéndose avergonzado, hasta atemorizado, pero no de las balas de su enemigo sino de la mirada ardiente y penetrante de Lincoln el Gusano, que se acercaba y se movía lenta pero implacablemente por la ciudad, en su búsqueda.

Stephen había planeado una entrada agresiva, pero no tuvo que matar a nadie. El edificio de oficinas al lado de la casa de seguridad estaba vacío.

El vestíbulo se encontraba desierto y dentro no había cámaras de seguridad. La puerta de entrada estaba parcialmente abierta con una cuña de goma. Vio carretillas y embalajes de muebles amontonados a su lado. Resultaba tentador, pero no quería encontrarse con operarios ni inquilinos, de manera que salió nuevamente y se deslizó por la esquina, lejos de la casa de seguridad. Se escondió detrás de macetero, que lo ocultaba de la acera. Con el codo rompió la ventana estrecha que daba a una oficina en penumbras y que resultó ser la consulta de un psiquiatra, y se coló por ella. Se quedó completamente inmóvil durante cinco minutos, con la pistola en la mano. Nada. Salió en silencio por la puerta y caminó hacia el pasillo de la primera planta del edificio.

Se detuvo fuera de la oficina que creía que era la que tenía la ventana abierta al callejón, con la cortina flameando. Stephen alargó la mano hacia el pomo de la puerta.

Pero su instinto le indicó que cambiara de planes. Decidió probar con el sótano. Encontró los escalones y descendió hacia el laberinto de cuartos del sótano, donde se notaba un fuerte olor a humedad.

Se movió en silencio hacia el lado del edificio que estaba más cerca de la casa de seguridad y abrió de un empujón una puerta de acero. Entró en un cuarto débilmente iluminado de seis por seis metros, lleno de cajas y cachivaches. Encontró una ventana a la altura de su cabeza que se abría hacia el callejón.

Pasaría con dificultad. Tendría que quitar el cristal y el marco. Pero una vez fuera se podría ocultar directamente detrás de una pila de bolsas de basura, y arrastrándose contra el suelo como los francotiradores llegaría a la puerta de incendios de la casa de seguridad. Con más tranquilidad que si utilizara la ventana de la primera planta.

Stephen pensó: lo logré.

Había engañado a todos.

¡Engañó a Lincoln el Gusano! Aquella idea le dio tanto placer como haber matado a las dos víctimas.

Cogió un destornillador de su bolsa de libros y comenzó a quitar la masilla del cristal de la ventana. Los trozos grises salían con lentitud; estaba tan absorto en su tarea que cuando dejó caer el destornillador y se llevó la mano a la culata de su Beretta ya tenía al hombre encima, poniéndole una pistola en el cuello y diciéndole en un susurro:

– Te mueves un centímetro y eres hombre muerto.

TERCERA PARTE . Pericia

(El halcón) se echó a volar. A volar: el horrible sapo aéreo, la lechuza de plumas silenciosas, el jorobado y volador Ricardo III se me acercó, volando a ras de tierra. Sus alas se movían con un propósito concreto, los dos ojos de su cabeza, inclinada hacia abajo, estaban fijos en mí con una concentración macabra.

The Goshawk,

T. H. White.

Hora 23 de 45

Capítulo 19

De cañón corto, probablemente un Colt, Smittie o una Dago falsificada, sin disparar en los últimos tiempos. O sin engrasar.

Huelo a orín.

¿Y qué nos dice una pistola oxidada, soldado?

Mucho, señor.

Stephen Kall levantó las manos.

– Tira tu arma al suelo -la voz sonaba nerviosa, trémula-. Y tu walkie-talkie.

¿Walkie-talkie?

– Vamos, hazlo. Te volaré los sesos -la voz crepitaba con desesperación. Se sorbió los mocos.

Soldado, ¿los profesionales amenazan?

Señor, no lo hacen. Este hombre es un aficionado. ¿Lo inmovilizamos?

Todavía no. Todavía representa una amenaza.

Señor, sí, señor.

Stephen dejó caer su arma en una caja de cartón.

– ¿Dónde…? Vamos, ¿dónde está tu radio?

– No tengo ninguna radio -dijo Stephen.

– Date la vuelta. Y no intentes nada.

Stephen giró y se encontró mirando a un hombre flaco de ojos penetrantes. Estaba muy sucio y parecía enfermo. Su nariz moqueaba y sus ojos tenían un alarmante color rojizo. Su espeso pelo castaño estaba enmarañado. Olía mal. Un sin hogar, probablemente. Su padrastro le hubiera llamado borrachín. O drogata.

El viejo y baqueteado Colt, de cañón corto, se apoyaba en el vientre de Stephen y el percutor estaba gatillado. Sería fácil que el engranaje se deslizara, en especial si el arma era vieja. Stephen esbozó una sonrisa benévola. No movió un músculo.

– Mira -le dijo- no quiero problemas.

– ¡¿Dónde está tu radio?! -soltó el hombre.

– No tengo una radio.

El hombre palmeó nerviosamente el pecho de su cautivo. Stephen podría haberlo matado con facilidad, ya que desviaba su atención con frecuencia. Sintió los ágiles dedos que recorrían su cuerpo, examinándolo. Al fin, el hombre retrocedió.

– ¿Dónde está tu compañero?

– ¿Quién?

– No me jodas. Ya sabes.

De repente Stephen se sintió atemorizado nuevamente. Lleno de gusanos… Algo no encajaba.

– Realmente no sé lo que quieres decir.

– El poli que estuvo antes aquí.

– ¿Poli? -susurró Stephen-. ¿En este edificio?

Los ojos lacrimosos del hombre brillaron con incertidumbre.

– Sí. ¿No eres tú su compañero?

Stephen se acercó a la ventana y miró hacia fuera.

– Detente. Te dispararé.

– Apunta a otro lugar -ordenó Stephen, mirando sobre su hombro. Ya no estaba preocupado por los engranajes de la pistola. Estaba comenzando a darse cuenta de la gravedad de su error. Sintió náuseas.

La voz cascada del hombre lo amenazó:

– Para. Ya mismo. Te lo digo en serio.

– ¿Están en el callejón, también? -preguntó Stephen, tranquilo.

Un momento de confuso silencio.

– ¿De verdad no eres policía?

– ¿Están también en el callejón? -repitió Stephen con firmeza.

El hombre miró nerviosamente alrededor del cuarto.

– Un grupo estuvo aquí hace un rato. Son los que pusieron esas bolsas de basura allí afuera. No sé dónde estarán ahora.

Stephen observó el callejón. Las bolsas de basura… Las dejaron allí para hacerme salir. Un escondite falso.

– Si haces una señal a alguien, te juro…

– Oh, cállate -Stephen escudriñó lentamente el callejón, paciente como una boa, y al final vio una débil sombra sobre los adoquines, detrás de un contenedor. Se movió cinco o seis centímetros.

Y en la parte superior del edificio de atrás de la casa de seguridad, en la torre del ascensor, vio asomar otra sombra. Eran demasiado buenos como para dejar que se viera la boca de sus fusiles, pero no lo suficientemente buenos como para pensar en bloquear la luz que se reflejaba hacia arriba desde el agua estancada que cubría el techo del edificio.

Jesús, Dios… De alguna manera, Lincoln el Gusano de mierda había sabido que Stephen no se tragaría el anzuelo de la comisaría Veinte. Todo el tiempo lo habían estado esperando aquí. Lincoln hasta se había imaginado su estrategia, sabía que Stephen trataría de entrar a través del callejón desde aquel mismo edificio.

El rostro en la ventana…

De repente, a Stephen se le ocurrió la idea absurda de que había sido Lincoln el Gusano el que estuvo en Alexandria, Virginia, de pie ante la ventana, iluminado por la luz rosada y mirándolo. Por supuesto que no podía haber sido él. Sin embargo, esa imposibilidad no le quitó las náuseas que sentía en el estómago.