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– Haré todo lo que pueda -dijo el jefe. Rhyme no se podía acordar de su aspecto. Por su voz, parecía alguien sano y atlético, pero también pensó que él mismo podía parecer un deportista olímpico a alguien que no viera su cuerpo deteriorado.

A continuación, Rhyme se refirió al resto de las pruebas materiales que Sachs había encontrado en el edificio contiguo a la casa de seguridad, las pruebas dejadas por el socio del Bailarín.

– La tierra tiene un alto contenido de humedad y está llena de arena de feldespato y cuarzo -le dijo a Hoddleston.

– Recuerdo que siempre te gustó la tierra, Lincoln.

– Es muy útil -dijo Rhyme y luego siguió-. Muy poca roca y la que hay no está barrenada ni astillada, no hay piedra caliza ni esquisto de mica de Manhattan. De manera que nos concentramos en la zona sur de la ciudad. Y por la cantidad de partículas de madera antigua, probablemente cerca de Canal Street.

Al norte de la calle Veintisiete el lecho de roca se encuentra cerca de la superficie de Manhattan. Al sur, el suelo está compuesto de tierra, arena y arcilla, y es muy húmedo. Cuando las excavadoras estaban construyendo los túneles, años atrás, el suelo empapado de agua de los alrededores de Canal Street solía anegar los pozos. Dos veces al día se tenía que parar el trabajo mientras se drenaba el túnel y se entibaban los muros con vigas de madera, que al cabo de los años se pudrieron y se confundieron con el suelo.

Hoddleston no era optimista. Si bien la información de Rhyme limitaba el área geográfica, le explicó que había docenas de túneles comunicantes, plataformas de trasbordo y partes de estaciones que habían sido clausuradas a través de los años. Algunos tramos estaban tan sellados y olvidados como las tumbas egipcias. Años después de que muriera Alfred Beach, unos obreros que construían otra línea de metro atravesaron un muro y descubrieron el túnel primitivo, abandonado mucho tiempo atrás, con su lujosa sala de espera, que incluía murales, un gran piano y un estanque de pececillos dorados.

– ¿Hay alguna posibilidad de que el socio se limite a dormir en estaciones en funcionamiento o en un atajo entre las mismas? -preguntó Hoddleston.

– No corresponde con su perfil -Sellito sacudió la cabeza-. Es un drogata. Seguro que cuida sus reservas.

Rhyme entonces le contó a Hoddleston lo del mosaico turquesa.

– Es imposible saber de dónde proviene, Lincoln. Hemos vuelto a alicatar tantas estaciones que hay fragmentos y lechada por todas partes. Quién sabe de dónde pudo haberlo cogido.

– Pero dame un número, jefe -dijo Rhyme-. ¿Cuántos lugares debemos examinar?

– Creo que veinte localizaciones -dijo Hoddleston-. Quizá un poco menos.

– Vaya -musitó Rhyme-. Bueno, mándanos un fax con la lista de las más probables.

– Claro. ¿Cuándo la necesitas? -Pero antes de que Rhyme pudiera contestarle, Hoddleston dijo-: No importa. Recuerdo los viejos tiempos, Lincoln. La quieres para ayer.

– Para la semana pasada -bromeó Rhyme, impaciente porque el jefe se dedicaba a hacer chistes en vez de ponerse a la tarea.

Cinco minutos después, zumbó la máquina de fax. Thom colocó el trozo de papel frente a Rhyme. Era una lista de quince localizaciones en la red del metro.

– Bien, Sachs, muévete.

Ella asintió mientras Sellitto llamaba a Haumann y Dellray para que los equipos de S &S salieran. Rhyme agregó, con énfasis:

– Amelia, tú te quedas atrás ahora, ¿de acuerdo? Perteneces a Escena del Crimen, ¿recuerdas? Sólo a Escena del Crimen.

En una esquina del centro de Manhattan estaba sentado León el Gancho. A su lado estaba el Hombre Oso, llamado así porque siempre transportaba un carrito de la compra lleno de docenas de animales de peluche, supuestamente para venderlos, si bien sólo el más psicótico de los padres compraría alguno de ellos, hecho jirones y lleno de pulgas, para su hijo.

León y el Hombre Oso vivían juntos, es decir, compartían un callejón cerca de Chinatown, y sobrevivían gracias a los depósitos de botellas, las limosnas y pequeños e inofensivos hurtos menores.

– Está muriéndose, tío -dijo León.

– No, sólo son los malos sueños, eso es -respondió el Hombre Oso, mientras mecía su carrito como si tratara de hacer dormir a los juguetes.

– Deberíamos gastar unos centavos y llamar a la ambulancia.

León y el Hombre Oso miraban al otro lado de la calle, hacia un callejón. Allí yacía otro vagabundo, negro y con aspecto de enfermo, de rostro maligno, a pesar de que en aquel momento estaba inconsciente. Sus ropas eran harapos.

– Debemos llamar a alguien.

– Vamos a echar un vistazo.

Cruzaron la calle, nerviosos como ratones.

El hombre estaba en los huesos, probablemente tenía SIDA, lo que les hizo suponer que consumía heroína, y estaba lleno de mugre. Hasta León y el Hombre Oso se bañaban de vez en cuando en la fuente de Washington Square o en el lago del Central Park, a pesar de las tortugas. El hombre llevaba unos téjanos raídos, calcetines embarrados sin zapatos y una chaqueta rasgada y asquerosa en la que se leía Cats… The Musical.

Lo miraron un instante. Cuando León le tocó la pierna, el hombre despertó con una sacudida y se sentó, paralizándolos con una mirada espeluznante.

– ¿Quién mierda sois? ¿Qué queréis?

– Oye, tío, ¿estás bien? -retrocedieron unos pasos.

El tipo se estremeció y se abrazó el vientre. Tosió largo rato y León murmuró:

– Parece un tipo demasiado jodido para estar enfermo, ¿sabes?

– Me da miedo. Vámonos -el Hombre Oso quería volver hacia su carrito.

– Necesito ayuda -susurró Cats-. Me duele, tío.

– Hay una clínica por…

– No puedo ir a ninguna clínica -bramó Cats, como si lo hubieran insultado.

De manera que estaba fichado; en la calle, cuando rehusas ir a una clínica estando tan enfermo, significa que tienes serios antecedentes. Deudas pendientes con la justicia. Sí, aquel cabrón era un problema.

– Necesito medicinas. ¿Tenéis algunas? Os pagaré. Tengo dinero.

Normalmente no le hubieran creído, pero Cats juntaba botes. Y lo hacía la mierda de bien, según se podía ver. A su lado había una enorme bolsa con botes de refrescos y cerveza que había cogido de la basura. León la miró con envidia. Debería haber tardado dos días recoger tantos. Valían treinta o cuarenta pavos.

– No tenemos nada. No lo hacemos. Quiero decir que no vendemos droga.

– Lo que quiere son píldoras.

– ¿Quieres una botella? Tengo unas lindas botellas de T-bird, sí, señor. Te cambio una botella por esos botes.

Cats se esforzó por enderezarse sobre un brazo:

– No quiero ninguna jodida botella. Me dieron una paliza. Unos chicos me pegaron. Me reventaron algo adentro. No me siento bien. Necesito medicinas. Ni crack ni heroína ni la jodida T-bird. Necesito algo que me quite el dolor. ¡Necesito unas píldoras!

Se puso de pie y se bamboleó hacia el Hombre Oso.

– Nada, tío. No tenemos nada.

– Os lo pregunto por última vez, ¿me daréis algo? -gruñó y se llevó las manos a un costado.

Los dos hombres sabían que algunos drogadictos pueden ser muy fuertes. Y aquel tipo era grandote. Podría partirlos en dos con facilidad.

León le susurró al Hombre Oso:

– ¿Recuerdas al tío del otro día?

El Hombre Oso asintió desesperadamente, aunque por puro miedo. No sabía de quién diablos hablaba León.

– Te hablo de este tipo -continuó su compañero-, ¿recuerdas? Trataba de vendernos unas porquerías ayer. Unas píldoras. Tan satisfecho como el que más.