– ¿Meterme en problemas? No mucho. Me daba miedo. No quería preocupar a mi madre, con robos y otras mierdas. ¿Qué hiciste?
– Una estupidez. Había un hombre que vivía calle arriba en nuestra ciudad. Era, sabes, un matón. Yo lo vi retorciéndole el brazo a una mujer. Estaba enferma, ¿por qué le hacía daño? De manera que me acerqué y le dije que si no paraba lo mataría.
– ¿Le dijiste eso?
– Oh, y otra cosa que me enseñó mi padrastro. No hay que amenazar en balde. O matas a alguien o lo dejas vivir, pero no amenazas. Bueno, él siguió molestando a la mujer y yo tuve que darle una lección. Empecé a pegarle. Se me fue de las manos. Cogí una piedra y le di con ella. No lo pensé. Pasé dos años en la cárcel por homicidio involuntario. Era sólo un niño. Tenía quince años, pero tuve antecedentes criminales. Y eso fue suficiente para que no me dejaran entrar en los marines.
– Creo que leí en algún lado que aun cuando tengas antecedentes puedes ingresar. Si vas a un campamento militar especial.
– Me imagino que yo no pude porque se trató de un homicidio.
– No es justo. No es justo en absoluto -Jodie le apretó el hombro.
– También lo pienso así.
– Lo lamento de verdad -dijo Jodie.
Stephen, que siempre había sido capaz de mirar a un hombre a los ojos, apenas dio un vistazo a Jodie y bajó los ojos enseguida. Y de repente se le apareció una imagen totalmente extraña: Jodie y Stephen viviendo juntos en la cabaña, cazando y pescando, cocinando la cena en un fuego al aire libre.
– ¿Qué le pasó a tu padrastro?
– Murió en un accidente. Estaba cazando y se cayó de un risco.
– Parece la forma que hubiera elegido para morir -comentó Jodie.
– Quizá fue así -respondió Stephen después de un momento.
Sintió que la pierna de Jodie rozaba la suya. Otra sacudida eléctrica. Se puso de pie rápidamente y miró de nuevo por la ventana. Un coche de la policía pasó a toda velocidad, pero los agentes estaban bebiendo refrescos y hablando.
La calle estaba casi desierta excepto por un puñado de vagabundos, cuatro o cinco blancos y un negro.
Stephen entrecerró los ojos. El negro, que llevaba una enorme bolsa de basura llena de botes de refresco y cerveza, discutía, miraba a su alrededor, hacía gestos y ofrecía la bolsa a uno de los blancos, que sacudió varias veces la cabeza, rechazándola. Tenía una mirada de locura en sus ojos y los blancos estaban asustados. Los observó discutir durante unos minutos, luego volvió al colchón y se sentó al lado de Jodie. Le puso una mano en el hombro.
– Quiero hablarte de lo que vamos a hacer.
– Vale, muy bien. Te escucho, socio.
– Hay alguien por ahí que me busca.
– Me parece que después de lo que pasó en aquel edificio debe haber mucha gente que te busca -rió Jodie.
– Pero hay una persona en especial -Stephen no sonrió-. Su nombre es Lincoln.
Jodie asintió.
– ¿Ese es su nombre de pila?
Stephen se encogió de hombros.
– No lo sé. Nunca conocí a alguien como él.
– ¿Quién es?
Un gusano…
– Quizá un poli. Del FBI. Un asesor o algo así. No lo sé con seguridad.
Stephen recordó a la Mujer cuando se lo describía a Ron, como si estuviera hablando de un gurú o de un fantasma. Volvió a sentir temor. Había deslizado su mano por la espalda de Jodie y la apoyó en la base de la columna vertebral. La sensación de miedo desapareció.
– Es la segunda vez que me detiene. Y casi me hace arrestar. Estoy tratando de imaginar cómo es, pero no puedo.
– ¿Qué quieres saber?
– Lo que hará ahora. Para poder adelantarme.
Otro apretón en la columna. A Jodie parecía no importarle. Tampoco miró para otro lado. Ya no tenía ninguna timidez. Y la mirada que le lanzó a Stephen fue extraña. ¿Era una mirada de…? Bueno, no lo sabía. Admiración quizá.
Stephen se dio cuenta de que era la misma mirada que le había dirigido Sheila en el Starbucks, cuando él le decía todas las cosas que ella esperaba oír. Y sin embargo, con Sheila, no había sido Stephen sino otra persona. Otro que no existía. Jodie lo miraba de aquella manera aun sabiendo exactamente quién era, un asesino.
Dejó la mano en la espalda del hombre y continuó:
– Lo que no se puede saber es si trasladará a esas personas de la casa de seguridad. La que estaba al lado del edificio donde te encontré.
– ¿Trasladar a quiénes? ¿A los que tratas de matar?
– Sí. Se me quiere adelantar. Piensa… -la voz de Stephen se apagó.
Pensar…
¿Y qué pensaba Lincoln el Gusano? ¿Trasladará a la Mujer y al Amigo, suponiendo que iré de nuevo a la casa de seguridad? ¿O los dejará allí, pensando que esperaré a que estén en una nueva ubicación? ¿Y aun cuando crea que trataré de meterme en la casa de seguridad, los dejará allí como cebo, para atraerme a otra emboscada? ¿Pondrá dos señuelos en la nueva casa de seguridad? ¿Tratará de capturarme cuando los siga?
El hombrecillo dijo, casi en un susurro:
– Pareces, no sé como explicarlo, conmocionado o algo así.
– No puedo verlo, no puedo ver lo que tratará de hacer. Puedo ver a todos los demás que han querido pillarme alguna vez. Me los puedo imaginar. A él, no.
– ¿Qué quieres que haga? -preguntó Jodie, inclinándose hacia Stephen. Sus hombros se rozaron.
Stephen Kall, con una extraordinaria habilidad en su oficio, hijastro de un hombre que nunca había tenido un momento de vacilación en cualquier cosa que hiciera, ya fuera matar ciervos o inspeccionar platos lavados con un cepillo de dientes, en aquel momento estaba confundido, miraba el suelo y luego directamente a los ojos de Jodie.
Su mano en la espalda del hombre. Sus hombros rozándose.
Stephen se decidió.
Se inclinó hacia delante y hurgó en su mochila.Encontró un teléfono móvil negro, lo observó un instante y luego se lo entregó a Jodie.
– ¿Qué es? -preguntó éste.
– Un teléfono. Para que tú lo uses.
– ¡Un móvil! Qué bueno. -Lo examinó como si nunca hubiera visto uno, lo abrió y toqueteó todos los botones.
– ¿Sabes lo que es un «observador»? -preguntó Stephen.
– No.
– Los mejores francotiradores no trabajan solos. Siempre llevan un observador, que localiza el objetivo y calcula la distancia a la que está, busca tropas de defensa, cosas como ésas.
– ¿Quieres que yo sea tu observador?
– Sí. Mira, creo que Lincoln va a trasladarlos.
– ¿Por qué lo piensas? -preguntó Jodie.
– No lo puedo explicar. Solo tengo la sensación -miró el reloj-. Bien. Esto es lo que haremos. A las doce y media de hoy quiero que camines calle abajo como un sin hogar.
– Puedes decir «vagabundo», si quieres.
– Quiero que observes la casa de seguridad. Disimula y haz como que buscas en los cubos de basura.
– Puedo buscar botellas. Lo hago todo el tiempo.
– Quiero que averigües en qué clase de coche los llevan, luego me llamas y me lo cuentas. Yo estaré en la calle, a la vuelta de la esquina, en un coche, esperando. Pero tendrás que tener mucho cuidado con los señuelos.
Le vino a la mente la imagen de la policía pelirroja. Difícilmente podría pasar como un señuelo de la Mujer. Demasiado alta, demasiado bonita. Se preguntó por qué le desagradaba tanto. Se lamentó no haber aprovechado la ocasión cuando la tuvo a tiro.
– Vale. Puedo hacerlo. ¿Les dispararás en la calle?
– Depende. Los podría seguir hasta la nueva casa y hacerlo allí. Estaré preparado para improvisar.
Jodie estudió el móvil como un niño en Navidad.
– No sé cómo funciona.
Stephen le enseñó.
– Llámame cuando estés en tu puesto.
– En mi puesto. Suena muy profesional -Jodie levantó la vista del teléfono-. Sabes, cuando esto termine y pase por la clínica de rehabilitación, ¿por qué no nos vemos algún día? Podríamos tomar un zumo o un café o algo. ¿Eh, qué dices?