Escuchó las voces antes de haber recorrido seis metros.
– Tengo que irme… comprende… lo que digo? Vete ya.
Blanco, varón.
¿Era el Bailarín?
El corazón le saltaba en el pecho.
Respira lentamente, se dijo. Disparar es respirar.
(Pero no había respirado lentamente en el aeropuerto, había jadeado de miedo.)
– ¿Tu, qué dices? -era otra voz. Varón negro. Algo en ella la asustaba. Algo peligroso-. Puedo traer el dinero, puedo. Puedo conseguir un jodido montón de dinero. Tengo sesenta, ¿te lo dije? Pero puedo conseguír más. Puedo conseguir todo el que quieras. Tengo un buen trabajo. Los cabrones me lo quitaron. Sabía demasiado.
El arma es sólo la extensión de tu brazo. Apunta con todo tu ser y no con el arma solamente.
(Pero no había apuntado en absoluto cuando estuvo en el aeropuerto. Se agachó boca abajo como un conejo asustado y tiró al voleo, la cosa más insensata y más peligrosa que se puede hacer con un arma de fuego.)
– ¿Me comprendes? Cambié de opinión, ¿vale? Déjame… y vete ya. Te daré… «demmies».
– No me has dicho dónde vamos. ¿Dónde está ese lugar que tenemos que reconocer? Dímelo primero. ¿Dónde? ¡Dime!
– No vas a ninguna parte. Quiero que desaparezcas.
Sachs empezó a subir los escalones lentamente.
Pensó: encuentra tu objetivo, examina el entorno, tira tres veces. Ponte a cubierto. Apunta, tira tres veces más si tienes que hacerlo. Cúbrete. No pierdas la calma.
(Pero en el aeropuerto había perdido la calma. Aquella terrible bala que pasó tan cerca de su cara…)
Olvídalo. Concéntrate.
Unos pocos escalones más.
– Y ahora me dices que no me los das gratis, ¿verdad? Ahora me dices que tengo que pagar. ¡Hijo de puta!
Los escalones eran lo peor. Las rodillas, su punto débil. Jodida artritis…
– Aquí tienes. Una docena de «demmies». ¡Tómalos y vete!
– Una docena. ¿Y no tengo que pagarte? -lanzó una carcajada-. ¿Una docena?
Llegaba al final de la escalera.
Casi podía divisar la estación. Estaba lista para disparar. Si se mueve en cualquier dirección, más de quince centímetros, chica, dispárale. Olvida las reglas. Tres disparos a la cabeza. Pum, pum, pum. Olvida el pecho. Olvida…
De repente los escalones desaparecieron.
Emitió un quejido desde lo profundo de la garganta mientras caía.
El escalón donde había colocado el pie era una trampa. Habían sacado la contrahuella y el escalón se apoyaba sólo en dos cajas de zapatos que se hundieron bajo su peso y se precipitó hacia abajo, con lo cual cayó de espaldas, hasta el comienzo de la escalera. El Glock voló de su mano y empezó a gritar:
– ¡Diez-trece!
Pero se dio cuenta de que el cable que conectaba el micrófono al Motorola se había desprendido de la radio.
Sachs cayó con un golpe seco contra el rellano de hormigón y acero. Su cabeza chocó contra la barra que sostenía el pasamanos. Rodó hasta quedar boca abajo, atontada.
– Oh, estupendo -musitó la voz del hombre blanco desde lo alto de la escalera.
– ¿Quién mierda es? -preguntó la voz del negro.
Sachs levantó la cabeza y vislumbró dos hombres que de pie, en lo alto de la escalera, la observaban.
– Mierda -susurró el negro-. Joder. ¿Qué mierda pasa aquí?
El hombre blanco cogió un bate de béisbol y empezó a bajar la escalera.
Estoy muerta, pensó Sachs. Estoy muerta.
Tenía una navaja de resorte en el bolsillo. Tuvo que emplear las pocas fuerzas que le quedaban para liberar su brazo derecho, aprisionado bajo su cuerpo. Se dio la vuelta y buscó el cuchillo. Pero fue demasiado tarde. El hombre le pisó el brazo, inmovilizándolo contra el suelo y la miró.
Oh, tío, Rhyme, cómo la he pifiado. Ojalá hubiéramos tenido una noche de despedida mejor… Lo lamento… Lo lamento…
Levantó las manos a la defensiva para desviar el golpe de la cabeza. Buscó el Glock. Estaba demasiado lejos.
Con una mano huesuda, dura como las garras de un ave, el hombrecillo le sacó la navaja del bolsillo y la tiró.
Luego se puso de pie y cogió el bate.
Papá, le dijo Sachs a su difunto padre, ¿cuál ha sido mi error? ¿Cuántas reglas me he saltado? Recordó que él le había dicho que la diferencia entre morir o no en la calle, muchas veces no es mayor que un segundo.
– Ahora me vas a decir qué haces aquí -murmuró el hombre, balanceando el bate con indiferencia, como si no pudiera decidir qué romper primero-. ¿Quién diablos eres?
– Su nombre es Amelia Sachs -dijo el vagabundo negro, que, de repente, le pareció muy distinto. Dejó el escalón inferior y se acercó al hombrecillo blanco con rapidez, quitándole el bate-. Y a menos que esté muy equivocado, está aquí para romper tu pequeño culo, amigo. Justo como yo.
Sachs entrecerró los ojos y vio cómo el vagabundo se erguía y se convertía en Fred Dellray. Apuntaba con una pistola automática muy grande Sig-Sauer al hombre.
– ¿Eres un poli? -tartamudeó.
– FBI.
– ¡Mierda! -escupió, cerrando los ojos con asco-. ¡Qué jodida suerte tengo!
– No -dijo Dellray-. La suerte no tiene nada que ver. Bueno, te pondré las esposas y me vas a dejar hacerlo. Si no es así, te dolerá meses y meses. ¿Estamos de acuerdo?
– ¿Cómo lo haces, Fred?
– Fácil -le dijo el delgado agente a Sachs; estaban frente a la desierta estación y todavía iba vestido como un vagabundo, sucio, con la cara y las manos manchadas de barro para simular semanas de vida en la calle-. Rhyme me contó que el amigo del Bailarín era un drogata que vivía en el metro, en el centro de la ciudad, y enseguida supe dónde tenía que venir. Compré una bolsa de botes vacíos y hablé con quienes debía. Me dieron la dirección de esta pocilga -señaló la estación con la cabeza.
Observaron el coche patrulla en cuyo asiento trasero iba sentado Jodie, esposado y abatido.
– ¿Por qué no nos dijiste lo que ibas a hacer?
Por toda respuesta, Dellray soltó una carcajada y Sachs se dio cuenta de que la pregunta no tenía sentido; los policías secretos difícilmente le dicen a alguien, incluso a sus colegas, y en especial los supervisores, lo que están a punto de hacer. Nick, su ex, también había sido agente secreto y hubo muchísimas cosas que no le dijo.
Sachs se masajeó el dolorido costado. Los asistentes sanitarios le dijeron que tendría que hacerse una radiografía. Se adelantó y apretó el bíceps de Dellray; aunque se sentía incómoda cuando recibía muestras de gratitud (en esto era una aventajada discípula de Lincoln Rhyme) no tuvo ningún problema en declarar:
– Me salvaste la vida. Me hubieran roto el culo de no ser por ti. ¿Qué puedo decirte?
Dellray se encogió de hombros, haciendo caso omiso del agradecimiento, y gorroneó un cigarrillo a un policía uniformado que estaba frente a la estación. Olisqueó el Marlboro y se lo colocó detrás de la oreja. Se quedó mirando una ventana clausurada de la estación.
– Por favor -dijo para sí, con un suspiro-. Ya es hora de que tengamos un poco de suerte.
Cuando arrestaron a Joe D'Oforio, el vagabundo les dijo que el Bailarín se había ido hacía sólo diez minutos: bajó las escaleras y se perdió en un ramal secundario. Jodie no sabía en qué dirección se había marchado, sólo que desapareció de repente con su pistola y su mochila. Haumann y Dellray enviaron a sus hombres a registrar la estación, las vías y la cercana estación de City Hall. En aquellos momentos esperaban los resultados de la batida.
– Vamos…
Diez minutos más tarde, un oficial SWAT apareció en la puerta. Tanto Sachs como Dellray le miraron expectantes, pero el policía sacudió la cabeza.
– Perdimos la pista a trescientos metros por las vías. No tenemos ni idea de hacia dónde fue.