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Sachs suspiró y, desanimada, transmitió con pocas ganas el mensaje a Rhyme. Le preguntó si podía hacer un registro de las vías y la estación cercana.

Rhyme recibió la noticia con amargura, tal como ella esperaba.

– Maldita sea -musitó el criminalista-. No, registra sólo la estación. No tiene sentido recorrer la cuadrícula en los otros lugares. Mierda, ¿cómo lo hace? Es como si tuviera algún tipo de jodida intuición.

– Bueno -dijo Sachs-, al menos tenemos un testigo.

Pero lamentó inmediatamente haberlo dicho.

– ¿Testigo? -escupió Rhyme-. ¿Un testigo? No necesito testigos. ¡Necesito pruebas! Bueno, traedlo aquí de todos modos. Oigamos lo que tiene que decir. Pero, Sachs, quiero que examines esa estación como nunca lo has hecho antes. ¿Me escuchas? ¿Estás ahí, Sachs? ¿Me escuchas?

Hora 25 de 45

Capítulo 25

– ¿Qué tenemos aquí? -preguntó Rhyme, dando un suave soplo al controlador de su Storm Arrow, que movió hacia adelante.

– Un pedazo de basura -comentó Fred Dellray, limpio y vistiendo de uniforme, si es que se podía llamar uniforme a su traje verde brillante-. Sh, sh, sh. No digas una palabra. No hables hasta que te lo pidamos -y fijó su aguda mirada sobre Jodie.

– ¡Me engañaste!

– Tranquilo, sinvergüenza.

A Rhyme no le agradaba que Dellray hubiera actuado por su cuenta, pero esa era la naturaleza del trabajo encubierto, y aun cuando el criminalista no lo comprendiera exactamente, tampoco podía discutir que, tal y como la habilidad del agente acababa de demostrar, se podían conseguir buenos resultados.

Además, le había salvado el pellejo a Amelia Sachs. La chica estaría pronto allí. Los asistentes sanitarios la habían llevado a la sala de emergencias para sacarle una radiografía de las costillas. Tenía magulladuras a causa de la caída por las escaleras, pero no se había roto nada. Rhyme se sintió muy afectado al darse cuenta de que su conversación de la noche anterior no había surtido efecto alguno; Sachs había ido sola al metro a buscar al Bailarín.

Maldita sea, pensó, es tan testaruda como yo.

– No iba a hacerle daño -protestó Jodie.

– ¿Estás sordo? Te he dicho que no hables.

– ¡No sabía quién era!

– No -dijo Dellray-, esa insignia plateada tan bonita que llevaba no te hizo pensar en nada. -Luego recordó que no quería hablar con ese hombre.

Sellitto se acercó y se inclinó sobre Jodie:

– Cuéntanos algo más sobre tu amigo.

– No es mi amigo. Me secuestró. Yo estaba en ese edificio de la Treinta y cinco porque…

– Porque robabas pildoras. Lo sabemos, lo sabemos.

– ¿Cómo hicisteis?… -parpadeó Jodie.

– Pero no nos importa. Al menos, no todavía. Sigue contando.

– Creí que sería un poli pero me dijo que estaba allí para matar a unas personas. Pensé que me mataría a mí también. Necesitaba escapar, de manera que me dijo que me quedara quieto y lo hice, y ese policía llegó hasta la puerta y el chico lo acuchilló.

– Y lo mató -escupió Dellray.

– No sabía que lo mataría -Jodie suspiró, abatido-. Creí que lo dejaría sin sentido…

– Bueno, gilipollas -le espetó Dellray-, lo mató de verdad. Lo mató bien muerto.

Sellitto observó las bolsas de pruebas traídas del metro, que contenían vulgares revistas pornográficas, cientos de pildoras, ropas. Un teléfono móvil nuevo. Un montón de dinero. Su atención volvió a concentrarse en Jodie.

– Sigue contando.

– Dijo que me pagaría si lo sacaba de ahí y lo conduje por el túnel hasta el metro. ¿Cómo me encontraste, tío? -miró a Dellray.

– Porque ibas saltando por la calle y ofrecías tu mercancía a todo el que pasaba. Hasta me dijeron tu nombre. Dios, qué estúpido eres. Debería retorcerte el cuello hasta ahogarte.

– No me puedes hacer daño -dijo Jodie, esforzándose por parecer desafiante- tengo derechos.

– ¿Quién le contrató? -le preguntó Sellitto-. ¿Mencionó el nombre de Hansen?

– No lo dijo -la voz de Jodie tembló-. Mira, yo sólo accedí a ayudarle porque sabía que me mataría si no lo hacía. No quería hacer nada malo -se volvió hacia Dellray-. Él quería que tú nos ayudaras. Pero tan pronto como se fue quise que te marcharas. Quería ir a la policía y contarles todo. De verdad. El chico es temible. ¡Le tengo miedo!

– ¿Fred? -preguntó Rhyme.

– Sí, sí -concedió el agente-. Su tono cambió. Quería que me fuera. Sin embargo, no dijo nada de ir a la policía.

– ¿Dónde se dirige? ¿Qué se suponía que debíais hacer?

– Se suponía que yo examinaría los cubos de basura que están frente a aquella casa y observaría los coches. Me dijo que buscara a una mujer y a un hombre que subirían a un coche y partirían. Se suponía que debía decirle qué tipo de coche era. Tenía que hacerle una llamada con ese teléfono. Luego él los seguiría.

– Tenías razón, Lincoln -dijo Sellitto-, cuando los querías mantener en la casa de seguridad. Está preparando algo durante el traslado.

– Estaba a punto de avisaros… -continuó Jodie.

– Tío, eres una nulidad cuando mientes. ¿No tienes dignidad?

– Mira, estaba a punto de hacerlo -dijo Jodie, más tranquilo. Sonrío-: Pensé que habría una recompensa.

Rhyme observó los ojos codiciosos de Jodie y decidió creerle. Miró a Sellitto, quien manifestó su acuerdo.

– Si cooperas ahora -gruñó-, podríamos salvarte de la cárcel. No sé nada de dinero. Quizá.

– Nunca le hice daño a nadie. No podría. Yo…

– Cállate -dijo Dellray-. ¿Estamos de acuerdo con el trato?

Jodie puso los ojos en blanco.

– ¿De acuerdo? -insistió el agente.

– Sí, sí, sí.

– Debemos movernos con rapidez -dijo Sellito-. ¿Cuándo se supone que deberías estar en esa casa?

– A las doce y media.

Les quedaban cincuenta minutos.

– ¿Qué clase de coche conduce?

– No lo sé.

– ¿Qué aspecto tiene?

– Tiene alrededor de treinta y cinco años, quizá menos, me parece. No es alto. Pero es muy fuerte. Hombre, qué músculos tiene. Pelo oscuro, cortado a cepillo. Cara redonda. Mirad, os haré uno de esos dibujos… los que se hacen en la policía.

– ¿Te dijo su nombre? ¿Algo? ¿De dónde es?

– No lo sé. Tiene una especie de acento del sur. Oh, y una cosa: dijo que usa guantes todo el tiempo porque está fichado.

– ¿Dónde y por qué? -preguntó Rhyme.

– No sé dónde. Pero es por homicidio. Dijo que mató a un tipo en su pueblo. Cuando era un adolescente.

– ¿Qué más? -ladró Dellray.

– Mira -Jodie cruzó los brazos y levantó la vista hacia el agente-, he hecho algunas burradas pero nunca lastimé a nadie en mi vida. Este tipo me secuestra, tiene todas esas armas y se trata de un tipo jodido, enloquecido. Me asusté de verdad. Creo que hubieras hecho lo mismo que yo. De manera que no tengo por qué aguantar estas chorradas. Si me quieres arrestar, hazlo, y llévame a la cárcel. Pero no voy a decir nada más. ¿Vale?

– ¡Vale, tío, vale! -Dellray sonrió.

Amelia Sachs apareció en el umbral y entró en la habitación, mirando a Jodie.

– ¡Díselo! -gritó el hombrecillo-. No te hice daño. Díselo.

Ella le miró como si fuera un chicle gastado.

– Estaba a punto de romperme la crisma con un Louisville Slugger.

– ¡No fue así, no fue así!

– ¿Estás bien, Sachs?

– Otro moratón, eso es todo. En la espalda.

Sellitto, Sachs y Dellray se acercaron a Rhyme, quien le contó a Sachs lo que había dicho Jodie.

– ¿Le creemos? -preguntó el detective a Rhyme en un susurro.

– Es un sinvergüenza -musitó Dellray-. Pero creo que está diciendo la verdad.

– Creo que sí -convino Sachs-. Pero tenemos que mantenerlo con la rienda corta, sea lo que sea lo que decidamos.