– ¿Por qué?
– Sólo una de las víctimas llegó a estar cerca de él y vivió lo suficiente como para darnos algún detalle. Tiene o tenía, al menos un tatuaje en la parte superior de un brazo: la Muerte con su guadaña bailando con una mujer frente a su ataúd.
– Bueno, eso es algo para poner en el apartado de «Marcas Notables» en el informe de un incidente -dijo Amelia con ironía-. ¿Qué más sabéis de él?
– Hombre de raza blanca, probablemente en la treintena. Eso es todo.
– ¿Investigasteis el tatuaje? -preguntó la chica.
– Por supuesto -respondió Rhyme secamente-. Hasta los confines de la tierra.
Lo que decía era una verdad literaclass="underline" ningún departamento de policía de ninguna ciudad importante del mundo pudo encontrar rastro de un tatuaje como ese.
– Perdónenme, caballeros y señora -dijo Thom-. Tengo trabajo que hacer.
La conversación se detuvo mientras el joven se dedicó a ejecutar los movimientos necesarios para dar la vuelta a su patrón. Eso ayudaba a limpiar los pulmones. Para los tetrapléjicos, algunas partes del cuerpo adquieren personalidad propia y desarrollan relaciones especiales con ellas. Después de que su columna vertebral se destrozara mientras investigaba la escena de un crimen unos años atrás, las piernas y los brazos de Rhyme se habían convertido en sus enemigos más crueles, y había gastado una energía desesperada tratando de obligarlos a hacer lo que quería. Pero le ganaron la partida y siguieron tan inanimados como si fueran de madera. Luego Rhyme se enfrentó a los torturadores espasmos que agitaban sin piedad su cuerpo; trató de obligarlos a desaparecer y eventualmente lo hicieron, aparentemente por buena voluntad. Rhyme no pudo cantar victoria completa aunque aceptó su rendición. Luego aceptó desafíos menos importantes y se concentró en los pulmones. Finalmente, después de un año de rehabilitación, se libró del respirador: le retiraron el tubo de la tráquea y pudo respirar por sí mismo. Fue la única victoria sobre su cuerpo pero Rhyme abrigaba la sombría superstición de que los pulmones sólo se estaban tomando un tiempo antes de buscar la revancha. Imaginaba que moriría de neumonía o enfisema en un año o dos.
No le importaba demasiado la idea de morir. Pero hay muchas maneras de hacerlo, estaba decidido a no pasar por nada desagradable.
– ¿Alguna pista? -preguntó Sachs-. ¿Su último domicilio conocido?
– El último estaba en la zona del distrito federal -dijo Sellitto con su acento de Brooklyn-. Eso es todo. Nada más. Oh, a veces nos llegan noticias de él. A Dellray más que a nosotros, gracias a todos sus especialistas e investigadores, como sabéis. El Bailarín es como diez personas diferentes: operaciones de orejas, implantes faciales, silicona. Agrega cicatrices, se quita cicatrices. Gana peso y lo pierde. Una vez desolló un cadáver, le sacó las manos y las usó como guantes para engañar a los técnicos en huellas dactilares.
– A mí no -recordó Rhyme-. No me pudo engañar.
Aunque es cierto que no le pude coger, reflexionó con amargura.
– Planea todo -siguió diciendo el detective-. Organiza distracciones y luego aparece. Hace su trabajo. Y después limpia todo con maldita eficiencia.
Sellitto dejó de hablar y pareció extrañamente intranquilo para tratarse de un hombre que se ganaba la vida cazando asesinos.
Mientras miraba por la ventana, Rhyme pareció no percibir la reticencia de su excompañero. Se limitó a continuar la historia.
– Ese caso, el de las manos desolladas, fue el trabajo más reciente del Bailarín en Nueva York, hace cinco o seis años. Fue contratado por un financiero de Wall Street para matar a su socio. Hizo el trabajo bien y limpio. Mi equipo científico llegó a la escena y comenzó a caminar por la cuadrícula. Uno de ellos levantó un fajo de papeles que estaba en el cubo de basura y detonó una carga de PETN [16]. Cerca de dos kilos y medio, potenciado con gas. Ambos técnicos murieron y se destruyeron virtualmente todas las pistas.
– Lo lamento -dijo Sachs. Hubo un silencio extraño entre ellos. La chica era su aprendiz y su compañera desde hacía más de un año, también y se habían hecho amigos. Hasta había pasado la noche allí algunas veces, dormía en el diván o si no, casta como una hermana, en la cama de Rhyme, una Clinitron de media tonelada. Pero sus conversaciones versaban en gran parte sobre temas forenses, y Rhyme la dormía con historias de persecuciones de asesinos en serie o de las hazañas de ladrones de guante blanco. Generalmente se mantenían alejados de las cuestiones personales. Ahora, lo único que ella comentó fue:
– Debe haber sido duro.
Rhyme evitó las palabras compasivas con una sacudida de cabeza. Miró fijamente el muro vacío. Durante un tiempo hubo láminas artísticas pegadas por el cuarto. Hacía mucho que no estaban, pero Rhyme jugaba a conectar los puntos con los pedazos de cinta adhesiva que aún quedaban. Trazaban la forma de una estrella torcida, mientras que en algún lugar dentro de él, muy profundamente, sintió una desesperación hueca: volvió a presenciar la horrenda escena del crimen con la explosión y vio los cuerpos quemados y despedazados de sus oficiales.
Sachs preguntó:
– ¿El tipo que lo contrató estaba dispuesto a denunciar al Bailarín?
– Estaba dispuesto, claro. Pero no había mucho que pudiera contar. Puso el dinero en efectivo en un escondrijo, con instrucciones escritas. Sin transferencias electrónicas ni números de cuentas. Nunca se vieron en persona -Rhyme respiró profundamente-. Pero la peor parte fue que el banquero que pagó por el asesinato cambió de opinión. Le faltó valor. Pero no tenía forma de ponerse en contacto con el Bailarín. De todos modos no tenía importancia. El Bailarín se lo había dicho claramente: «No es posible volver atrás».
Sellitto le contó a Sachs el caso contra Phillip Hansen, los testigos que habían visto su avión en el vuelo nocturno y la bomba de la noche anterior.
– ¿Quiénes son los otros testigos? -preguntó.
– Percey Clay, la mujer de este tipo, Carney, que se mató anoche en su avión. Ella es la presidenta de la compañía Hudson Air Charters. Su marido era vicepresidente. El otro testigo es Britton Hale. Es un piloto que trabaja para ellos. Envié unos policías para que los protejan.
– Llamé a Mel Cooper -dijo Rhyme-. Trabajará abajo en el laboratorio. El caso Hansen es para un equipo, de manera que tenemos a Fred Dellray en representación de los federales. Nos proporcionará agentes si los necesitamos y está preparando una casa segura para testigos protegidos, para esa chica, Clay, y para Hale.
La eficaz memoria de Lincoln Rhyme se hizo presente momentáneamente y perdió el hilo de lo que decía Sellitto: vinieron a su mente la imagen de la oficina donde el Bailarín había dejado la bomba seis años atrás. Recordó el cubo de basura, reventado como una rosa negra. El olor del explosivo, el asfixiante aroma químico, en absoluto parecido al humo de un fuego de leña. El corte sedoso de la madera chamuscada. Los cuerpos destrozados de sus técnicos, inmovilizados en una postura pugilística por las llamas.
Lo salvó de esta horrible ensoñación el sonido del fax. Jerry Banks cogió el primer folio.
– El informe de la escena del crimen de la caída del avión -anunció.
La cabeza de Rhyme se dirigió con ansiedad hacia el fax.
– ¡Es el momento de trabajar, chicas y chicos!
Lavarlas, lavarlas a fondo.
Soldado, ¿están limpias esas manos?
Señor, las estoy lavando, señor.
El hombre robusto, en mitad de la treintena, se hallaba en el servicio de una cafetería de Lexington Avenue, ensimismado en su tarea.
Fregar, fregar, fregar…
Se detuvo y miró hacia fuera, por la puerta abierta del aseo para caballeros. A nadie parecía interesarle que llevara allí casi diez minutos.
Vuelta a fregar.
Stephen Kall examinó las cutículas y los enormes nudillos rojos.