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– Dos calles más allá -respondió Haumann-. La tenemos individualizada. Sube lentamente por Lex. Se acerca al tráfico. Se… espera.

Se hizo una larga pausa.

– ¿Qué?

– Detectamos dos coches japoneses, un Nissan y un Subaru. También un Accord, pero hay tres personas en su interior. El Nissan se acerca a la camioneta. Quizá sea ése. No puedo ver su interior.

Lincoln Rhyme cerró los ojos. Sintió que su dedo anular izquierdo, el único que conservaba algo de movilidad, tamborileaba nerviosamente sobre la manta de la cama.

– ¿Hola? -dijo Stephen al teléfono.

– Sí -respondió Jodie-. Todavía estoy aquí.

– ¿Justo frente a la casa de seguridad?

– Así es.

Stephen estaba mirando desde el edificio ubicado directamente frente de la casa de seguridad. No veía a Jodie ni al negro.

– Quiero decirte algo.

– ¿Qué? -preguntó el hombrecillo.

Stephen recordó la sacudida eléctrica que había sentido cuando su rodilla tocó la de Jodie.

No puedo hacerlo…

Soldado…

Stephen cogió el control remoto con su mano izquierda.

– Escucha cuidadosamente -dijo.

– Te escucho. Yo…

Stephen oprimió el botón del transmisor.

La explosión resultó asombrosamente fuerte. Más fuerte de lo que él esperaba. Hizo temblar los cristales y mandó un millón de palomas a volar hacia el cielo. Stephen vio desprenderse fragmentos de cristal y madera de la planta superior de la casa de seguridad, que cayeron a un costado del edificio.

Había salido mejor de lo que cabía suponer. Había esperado que Jodie estuviera cerca de la casa, quizá en un coche policial, quizá en el callejón. Pero no pudo creer en su buena suerte cuando se dio cuenta de que Jodie estaba dentro. ¡Había resultado perfecto!

Se preguntó quién más habría muerto en la explosión.

Rezó porque fuera Lincoln, el Gusano.

¿La policía pelirroja?

Miró hacia la casa de seguridad y vio el humo que salía por una ventana de la parte superior.

Tenía que esperar unos pocos minutos más hasta que el resto de su equipo se le uniera.

El teléfono sonó y Lincoln mandó al ordenador que apagara la radio y contestara.

– Sí -dijo.

– Lincoln -era Lon Sellitto-. Te hablo por una línea normal -explicó, refiriéndose al teléfono-. Queremos dejar la línea de Operaciones Especiales libre para la persecución.

– Vale. Adelante.

– Ha hecho explotar la bomba.

– Lo sé -Rhyme lo había oído; la casa de seguridad estaba a dos kilómetros o tres de su dormitorio, pero los cristales vibraron y los dos peregrinos que estaban fuera echaron a volar en lentos círculos, enfadados por la perturbación.

– ¿Todos están bien?

– El vagabundo, Jodie, no se tiene en pie. Pero aparte de eso todos están bien. Excepto los federales, que encuentran muchos más daños de los que habían planificado. Ya se están quejando.

– Diles que este año pagaremos pronto los impuestos.

Lo que había hecho que Rhyme descubriera a la bomba dentro del teléfono celular fueron los pequeños trozos de poliestireno que Sachs había encontrado en los vestigios de la estación de metro. Esos trozos, y un residuo de explosivo plástico, con una fórmula levemente distinta a la de la bomba AP del piso de Sheila Horowitz. Rhyme se limitó a hacer coincidir los fragmentos de poliestireno con el teléfono que el Bailarín le había proporcionado a Jodie, y entonces, notó que alguien había desatornillado la carcasa.

¿Por qué? Se había preguntado Rhyme. Existía solo una razón lógica que considerar, de manera que llamó a los artificieros de la comisaría Sexta. Dos detectives habían desarmado el aparato y extraído un gran taco de explosivo plástico y un detonador de su interior. Luego montaron un explosivo mucho más pequeño, con el mismo detonador, en un tanque de aceite colocado cerca de una de las ventanas y que apuntaba hacia el callejón como un mortero. Rellenaron el cuarto con mantas especiales y se quedaron en el pasillo, tras lo cual devolvieron el ya inofensivo teléfono a Jodie, quien lo cogió con manos trémulas, a la vez que exigía que le demostraran que le habían sacado todo el explosivo.

Rhyme había intuido que la táctica del Bailarín consistía en usar la bomba para distraer la atención de la camioneta y obtener así una posibilidad mejor para atacarla. El asesino también había adivinado que probablemente Jodie cambiaría de bando y que cuando llamara, el hombrecillo se hallaría cerca de los policías que preparaban la operación. Si eliminaba a los jefes, tendría más posibilidades de éxito.

Engaño…

Rhyme no había odiado a ningún criminal como al Bailarín; no había nadie a quien quisiera atrapar con más intensidad y clavarle incluso un cuchillo en el corazón. Pero aun así, era un criminalista antes que nada y profesaba una secreta admiración por aquel joven.

– Tenemos dos coches de apoyo detrás del Nissan -le explicó Sellito-. Vamos a…

Se produjo una larga pausa.

– Qué idiotas -murmuró Sellitto.

– ¿Qué?

– Oh, nada. Acabo de darme cuenta de que nadie llamó a la Central. Están llegando coches de bomberos. Nadie los llamó para decirles que hicieran caso omiso de los avisos del incendio.

Rhyme también lo había olvidado.

– Me acaban de pasar un informe -Sellitto continuó-. El coche con los señuelos va hacia el este, Linc. El Nissan lo sigue, quizá a cuarenta metros. Faltan cerca de cuatro manzanas para llegar al aparcamiento al lado de FDR.

– Vale, Lon. ¿Está Amelia ahí? Quiero hablar con ella.

– Dios -escuchó que alguien exclamaba en segundo plano. Pensó que sería Bo Haumann-. Tenemos camiones de bomberos por todas partes.

– ¿Alguien no?… -empezó a preguntar otra voz, que se desvaneció.

No, nadie lo hizo, reflexionó Rhyme. No se puede pensar en…

– Te llamaré dentro de un rato, Lincoln -dijo Sellitto-. Tenemos que hacer algo. Hay camiones de bomberos por todas las calles.

– Yo mismo llamaré a Amelia -dijo Rhyme.

Sellitto colgó.

El cuarto estaba a oscuras y las cortinas corridas.

Percey Clay estaba asustada.

Pensó en su halcón, capturado por una trampa y que agitaba sus musculosas alas. Las garras y el pico desgarraban el aire como afiladas hojas y chillaba como un loco. Pero lo más terrible para Percey eran los ojos aterrorizados del ave. Si le negaban el cielo, el pájaro se sentía perdido y lleno de miedo. Vulnerable.

Percey se sentía igual. Detestaba estar en la casa de seguridad. Encerrada. Miraba con odio los tontos cuadros de la pared. Basura comprada en Woolworth o J.C. Penney. La raída alfombra. El barato lavabo con su jarro. La ajada colcha de la cama de chenilla rosa, deshilachada en una esquina: quizá un informante de la mafia se había entretenido sacando compulsivamente los hilos.

Bebió otro trago de la petaca. Rhyme le había contado lo de la trampa; le dijo que suponía que el Bailarín seguiría a la camioneta donde supuestamente iban Percey y Hale. Detendrían su coche y lo arrestarían o lo matarían. Su sacrificio rendiría algún fruto. En diez minutos cogerían al hombre que mató a Ed. Al que cambió su vida para siempre.

Confiaba en Lincoln Rhyme y le creía. Pero su confianza era la misma que la que sentía hacia el Control del Tráfico Aéreo cuando le informaban de que no había turbulencias y de repente encontraba que su avión descendía a 900 metros por minuto cuando sólo estaba a una distancia de 600 metros del suelo.

Percey tiró la petaca sobre la cama, se puso de pie y caminó nerviosamente por la habitación. Querría estar volando. En el aire se sentía segura, allí ella tenía el control. Roland Bell le había ordenado que apagara las luces y que permaneciera encerrada en su cuarto. Todos estaban arriba, en la planta superior. Pudo oír el estruendo de la explosión. La estaba esperando. Pero lo que no se había imaginado fue el miedo que le provocó. Insoportable. Hubiera dado cualquier cosa por mirar por la ventana.