Se dirigió hacia la puerta, descorrió el cerrojo y salió al pasillo.
Allí también estaba oscuro. Como la noche… Todas las estrellas de la noche…
Sintió un penetrante olor a una sustancia química, que dedujo que había sido la misma que provocó la explosión. El vestíbulo estaba desierto, aunque notó un ligero movimiento al final del salón, una sombra que salió desde la escalera y la miró, pero que no volvió a aparecer.
El cuarto de Brit estaba sólo a tres metros. Tenía muchas ganas de hablar con él, pero no quería que la viera con aquel aspecto, pálida y con las manos temblorosas, los ojos húmedos de miedo… Dios santo, había librado a un Boeing 737 de una caída en picado con más calma de la que sentía al mirar el oscuro pasillo.
Se dirigió nuevamente a su cuarto.
¿Eran pisadas lo que oía?
Cerró la puerta y volvió a la cama.
Más pisadas.
– Línea de comandos -instruyó Lincoln Rhyme. En la pantalla apareció el cuadro, como correspondía.
Escuchó una débil sirena en la distancia.
Fue entonces cuando se dio cuenta de su error.
Camiones de bomberos…
¡No! No pensé en esa posibilidad.
Pero el Bailarín sí lo hizo. ¡Por supuesto! ¡Habría robado el uniforme a un bombero o a un asistente sanitario y en aquel momento se dirigía a la casa de seguridad!
– Oh, no -musitó-. ¡No! ¿Cómo se me pudo pasar?
El ordenador oyó la última palabra de la pregunta de Rhyme y obedientemente cerró el programa de comunicación.
– ¡No! -gritó Rhyme-. ¡No!
Pero el aparato no podía comprender sus gritos agudos y frenéticos y con un destello silencioso apareció el mensaje: ¿Quiere apagar su ordenador?
– No -susurró desesperado.
Durante un momento no pasó nada, pero el sistema no se cerró. Apareció otro mensaje: ¿Qué quiere hacer ahora?
– ¡Thom! -gritó-. Que venga alguien… por favor. ¡Mel!
Pero la puerta estaba cerrada; no hubo respuesta desde la planta inferior.
El dedo anular izquierdo de Rhyme se crispó de forma espectacular. Tiempo atrás había tenido un controlador mecánico ECU y podía usar el único dedo que le funcionaba para marcar los números. Lo había reemplazado por el sistema del ordenador, por lo que tenía que utilizar el programa de dictado si quería llamar a la casa de seguridad y decirles que el Bailarín estaba de camino, vestido como un bombero o un agente de rescate.
– Línea de comandos -dijo al micrófono, empeñado en mantener la calma.
No comprendo lo que acaba de decir. Por favor, inténtelo otra vez.
¿Dónde estaba el Bailarín entonces? ¿Ya habría entrado a la casa? ¿Estaba a punto de disparar contra Percey Clay o Brit Hale?
¿O contra Amelia Sachs?
– ¡Thom! ¡Mel!
No comprendo…
¿Por qué no lo pensé mejor?
– Línea de comandos -dijo sin aliento, tratando de dominar el pánico.
Apareció el cuadro de mensajes de la línea de comandos. La flecha del cursor estaba en la parte superior de la pantalla y muy lejos, en la parte inferior, el icono del programa de comunicaciones.
– Cursor abajo -jadeó.
No pasó nada.
– Cursor abajo -gritó, más fuerte.
El mensaje reapareció: No comprendo lo que acaba de decir. Por favor, inténtelo otra vez.
– Oh, maldita sea…
No comprendo…
Más despacio, y esforzándose en hablar con un tono normal, repitió:
– Cursor abajo.
La flecha blanca y brillante comenzó su travesía hacia la parte inferior de la pantalla.
Todavía tenemos tiempo, se dijo. A fin de cuentas, la gente de la casa tenía protección y armas.
– Cursor a la izquierda -jadeó.
No comprendo…
¡Oh, vamos!
No comprendo…
– Cursor arriba… cursor a la izquierda.
El cursor se movió como un caracol por la pantalla hasta que llegó al icono.
Calma, calma…
– Cursor stop. Doble click.
Obediente, el icono de un walkie-talkie apareció en pantalla.
Se imaginó al Bailarín sin rostro que se acercaba a Percey por detrás con un cuchillo o un garrote.
Con la voz tan calmada como le fue posible, dirigió al cursor hacia el cuadro de frecuencias.
Se ubicó perfectamente.
– Cuatro -dijo Rhyme, pronunciando la palabra con todo cuidado.
Un cuatro apareció en el cuadro. Luego dijo:
– Ocho. -La letra A apareció en el segundo cuadro.
¡Dios del cielo!
– Borrar a la izquierda.
No comprendo…
¡No, no!
Le pareció oír pisadas.
– ¿Hola? -gritó-. ¿Hay alguien ahí? ¿Thom? ¿Mel?
No hubo respuesta excepto de su amigo el ordenador, que plácidamente le ofreció la consabida frasecita.
– Ocho -dijo lentamente.
Apareció el número. Su siguiente intento, «Tres», se dibujó en el cuadro sin problemas.
– Punto.
Apareció la palabra punto.
¡Maldita sea!
– Borrar a la izquierda -luego dijo-: Decimal.
Apareció el punto.
– Cuatro.
Quedaba un espacio. Recuerda, se dice cero y no «O». Con el sudor resbalándole a chorros por las mejillas, agregó el último número de la frecuencia de Operaciones Especiales, sin ningún fallo.
La radió se conectó.
¡Sí!
Pero antes de que pudiera transmitir, oyó un fuerte ruido de estática y con el corazón helado, escuchó la voz frenética de un hombre que gritaba:
– Diez-trece, necesito ayuda, protección federal, ubicación seis -La casa de seguridad. Identificó la voz de Roland Bell-. Dos bajas y… Oh, Dios, todavía está aquí. ¡Nos cogió, nos disparó! Necesitamos…
Hubo dos disparos. Luego otro más. Una docena. Un intenso tiroteo. Parecían los fuegos artificiales de Macy's el cuatro de julio.
– Necesitamos…
La transmisión se cortó.
– ¡Percey! -gritó Rhyme-. Percey…
En la pantalla volvió a aparecer el mensaje: No comprendo lo que acaba de decir. Por favor, inténtelo otra vez.
Una pesadilla.
Stephen Kall, con un pasamontañas y el aparatoso chaquetón de bombero, yacía atrapado en el pasillo de la casa de seguridad, detrás del cuerpo de uno de los dos sargentos que acababa de matar.
Otro disparo, más cercano, hizo saltar un trozo de suelo al lado de su cabeza. Lo había hecho el detective de escaso pelo castaño, el mismo que había visto esa mañana en la ventana de la casa. Estaba acuclillado en el umbral de una puerta y presentaba un objetivo nítido, pero Stephen no le podía disparar bien. El detective estaba armado con pistolas automáticas en ambas manos y era un tirador excelente.
Stephen avanzó agachado otro metro más, hacia una de las puertas abiertas.
Presa del pánico, aterrorizado, cubierto de gusanos…
Disparó otra vez y el detective se zambulló de nuevo en el cuarto, gritó algo por la radio, pero volvió enseguida y siguió disparando tranquilamente.
Ataviado con el chaquetón largo y negro de bombero, idéntico al que usaban los treinta hombres y mujeres que estaban frente a la casa de seguridad, Stephen había volado la puerta que daba al callejón con un explosivo y había corrido hacia el interior, esperando encontrar todo hecho un desastre y a la Mujer y al Amigo, así como la mitad de las personas que los protegían, hechos pedazos o gravemente heridos. Pero Lincoln el Gusano lo había engañado otra vez. Lo único que no se le había ocurrido era que se atreviera a atacar de nuevo la casa de seguridad; creían que perseguiría a los coches del traslado. Sin embargo, cuando irrumpió en la casa, tuvo que hacer frente a los disparos de los dos sargentos. Por suerte, el explosivo que había usado en la puerta los sorprendió y pudo matarlos.